Están enterrando a mi madre.

Murió ayer y su cuerpo ya está a punto de desaparecer bajo tierra. Su cuerpo que en las últimas horas se había hecho pequeño, encogiéndose para pasar desapercibido. Para que la muerte no se percatara de él, se escondía en los pliegues de las sábanas, detrás del tubo que se empeñaba en alimentarlo.

Su cuerpo murió ayer, pero mi madre murió hace mucho más tiempo, cuando el alzheimer le ganó la partida al cerebro, le confundió la memoria, le desordenó los recuerdos. La convirtió en un ser escurridizo que vivía en tinieblas perennes.

Es raro tener estas últimas reminiscencias de ella, tan distintas a las primeras. Es raro recordar a mi madre como a alguien que no reconozco. Es como volver a casa, después de muchos años, y ver que por fuera es la misma, pero por dentro está sumida en un caos indecente, con los muebles cambiados de sitio, ocupando un espacio que no es el suyo.

Así es como he visto a mi madre en estos últimos diez años. Me odio por no conseguir acordarme de cómo era cuando era niño y me tranquilizaba después de una pesadilla, o me regañaba por no hacer los deberes. Ahora querría traer a la mente la mirada severa de esa vez que me sorprendió mientras fumaba un cigarrillo. Me esfuerzo, pero no puedo y me restriego los ojos para quitar esta sensación de desorden. Desorden y suciedad.

A lo mejor es el cansancio. A lo mejor mañana podré rescatar esos recuerdos, los recuerdos limpios de baba y orina. Intento consolarme con estos pensamientos, pero mi vista se posa en las manos que retiro de mi cara. En ellas veo las manchas de mis sesenta años y el olor a vejez, de mi propia vejez, se aferra a mi garganta. No puedo evitar pensar que todo lo que hacemos, lo que vivimos y amamos, se reduce a este momento, a esta tierra que borra nuestros deseos y esperanzas.

Respiro hondo y miro a mi alrededor. Mi hermana Silvia está agarrada a mi brazo. Veo las arrugas de su rostro y pienso, de manera absurdamente frívola, que le sientan bien, que las lleva con elegancia. Llora en silencio. Las lágrimas se unen en una hilera que baja de sus párpados y que el pañuelo borra antes de que alcance la bufanda negra. Me pregunto si no tiene frío con esas medias que parecen tan pobre barrera contra el invierno anticipado de Milán.

Al lado de Silvia, muy cerca la una del otro, están mis sobrinos Simona y Giorgio. El chico ha empujado la silla de ruedas de mi padre hasta el borde de la fosa.

Simona llora y con un brazo rodea la cintura de su madre; es un gesto lleno de cariño: un abrazo que también es una caricia.

Giorgio mira al frente, casi sin pestañear. La tensión de su entero organismo está toda en las manos, blancas por aferrar con tanta fuerza las empuñaduras de la silla. Sus nudillos casi rozan la nuca de su abuelo, que oscila de un lado a otro como un lento metrónomo sin ritmo. Por una vez, me reconforta saber que la misma enfermedad que se ha llevado a mi madre, protege del sufrimiento a su marido.

Pero, ¿será cierto?, ¿de veras no sabe que la persona con la que ha compartido su vida le ha dejado para siempre? Justo en este instante de duda, mi padre deja de mover la cabeza y hace el amago de levantarse, pero se lo impiden las correas que lo atan a la silla. Juraría que está mirando el ataúd.

Los largos dedos de Giorgio le presionan ligeramente un hombro y él vuelve a sentarse y a menear la cabeza, sin ningún sentido —o quizás con un sentido que entiende sólo él— gracias a una voluntad terca que arranca jirones de movimientos a su cerebro.

Desvío la vista porque mirar a mi padre, a este ser en el que se ha convertido, me hace demasiado daño, tal vez más por miedo a acabar como él que por amor filial. Veo un semicírculo de rostros que rodean al cura. La mayoría de ellos son ancianos que conozco de las visitas a mis padres en la residencia. Los últimos se están acercando ahora, con toda la lentitud que les permite el no tener planes para el futuro. Se mueven con dificultad, con cansancio. Algunos de ellos se sujetan al brazo de sus cuidadores, otros al caminar levantan el andador. Sus ojos están enrojecidos y todos tienen la misma expresión de espera, conscientes de que el próximo entierro podría ser el suyo.

Con la mirada abarco otro sepelio y observo a cuatro hombres, en uniforme negro, que están bajando un ataúd. Lo hacen con mucho esmero y tratan de no dar tirones bruscos a las robustas cuerdas que pasan por debajo de él. Les estoy agradecido por esta delicadeza, por respetar los restos de una persona ajena a ellos. Cuando el féretro está en el foso, retiran las cuerdas con el mismo cuidado y se alejan para que los familiares del difunto se acerquen al cura. Éste bendice la madera con una pequeña cruz de la que saltan unas gotas que se disolverán antes de alcanzar la urna. Mientras tanto, los enterradores se encaminan hacia un bar que está justo enfrente de la entrada del cementerio; me lo imagino de una pulcritud tristemente aséptica —muy acorde con el ambiente a su alrededor— que lo asemeja a las cafeterías de los hospitales: sin olores generosos, ni parroquianos envueltos en una vitalidad humeante.

El grupo alrededor de ese hoyo se parece al nuestro: muchos viejos y poco jóvenes; una mujer que solloza, arropada por sus hijos y nietos, y la misma expresión en la cara de los más ancianos. De nuevo comprendo la gran labor niveladora de la muerte.

Mi vista vuelve al pequeño grupo que acompaña el féretro de mi madre y repara por primera vez en una figura diminuta. Se trata de un niño de unos cinco años, que acompaña a una señora de mediana edad que supongo es su abuela. Está al lado de ella, cogido de su mano. Su abuela no presta atención al cura y reza en silencio; veo sus labios moverse en la cantinela de las plegarias. Él está quieto y sólo los pies delatan sus ganas de echar a correr entre las tumbas, siguiendo los senderos de gravilla. Como no puede hacerlo, se limita a mover el peso del cuerpo de una pierna a la otra, o, parado en un solo pie, dibuja círculos imaginarios con la punta del otro.

Fijo los ojos en su cabeza redonda y envidio su capacidad de abstraerse, la imaginación que, si estuviera libre, le daría ese placer único de los juegos inventados. Pero, sobre todo, envidio el desconocimiento que le permite no relacionar el cementerio con la caducidad. Para él, la hierba que pisa es una pista para correr, no un manto que cubre a los difuntos.

¿Hubo un tiempo en el cual yo también viví la ingravidez de la inconsciencia? Hace tantos años que tengo conocimiento de la muerte y las patologías, que no me acuerdo de cuando eran sólo palabras. Me parece que he sabido siempre que la vida se desliza por canales de enfermedades que llevan a la desaparición; mucho antes del alzheimer de mis padres y antes de la diabetes de mi madre.

Me sorprende pensar en la tenacidad que ha caracterizado la relación entre ellos. En cómo ésta se fue reforzando con los años, a pesar de las inyecciones y la creciente fragilidad de mi madre, o quizás justo por ellas. Era algo que iba más allá del amor: era una alianza entre ellos y la diabetes, como si, ante la imposibilidad de combatirlo, se hubieran unido al enemigo, encontrando en él su propia razón de ser.

Cuando recibimos el diagnóstico de mi madre, la noticia llegó como un mazazo. Aquella tarde mi padre y Silvia salieron antes del trabajo y fuimos todos al hospital. He olvidado las palabras del médico, pero no la mirada de dolor sorprendido que intercambié con Silvia, mientras mi padre empalidecía. Recuerdo que los primeros tiempos estuvieron envueltos en una bruma de silencios acolchados, tanto que hasta mi equipo de música, casi siempre encendido, permanecía callado. Con el transcurrir de las semanas, todo volvió a la normalidad, mi madre aprendió a inyectarse la insulina y mi padre la apoyó más que antes.

Viéndolo ahora, me doy cuenta de que ahí se consolidó entre ellos una unión que me dejaba al margen y, en menor medida, dejaba al margen a mi hermana. No había brecha entre ellos y la diabetes, no había espacio para que nosotros pudiéramos entrar, para que yo pudiera entrar. Entonces no podía verlo, tenía dieciochos años y mi cabeza estaba en otra parte, como lo ha estado durante casi toda mi vida.

Somos producto de las palabras, pero sobre todo somos producto de las palabras no dichas. De los silencios que reptan entre nosotros y las personas que queremos y que se instalan en las relaciones. Estos silencios crecen, se convierten en gigantes y nos aplastan.

Cuántas veces se metieron dentro de mí, con un frío que se agarraba a las paredes de los intestinos. Cuántas veces quise rasgarlos y provocar en mis padres un grito, un golpe, cualquier cosa que no fuera un reproche mudo, una exclamación callada llena de decepción o de rabia. Y cuántas veces no fui capaz de hacerlo.

Hablo en pasado y no creo que sea correcto. Quizás lo haga para decirme a mí mismo que ya no es así. Pero no es cierto: lo que fuimos perdura en lo que somos y lo que somos es el origen de lo que seremos. El pasado no pasa, se queda inmóvil, cargado de culpas, miedos, angustia. Cargado de todas las preguntas que no tuvimos el valor de hacer, de todas las respuestas que no nos dieron.

El cansancio está agotando mis pocas fuerzas y otra vez me paso la mano por encima de los párpados. Este gesto me alivia y es como si por un instante me quitara del cerebro el algodón que lo envuelve desde hace dos días.

Al bajar la mano, mis ojos se tropiezan con los de una paciente de la residencia. Es muy anciana y está también en silla de ruedas. Me mira con intensidad, con una mueca de recriminación, como si adivinase mis pensamientos y los censurara. Me siento incómodo y no consigo sostener su mirada. Justo cuando estoy a punto de desviar la mía, su rostro se abre en una sonrisa: un reguero de agua ramificándose en las grietas de un terreno reseco. Ahora no soy yo el objeto de su atención —quizás no lo haya sido nunca sino algo en el cielo que su dedo, fino y torcido, indica tembloroso. Lo sigo y veo la estela de un avión en el azul pálido.

Contengo el aliento. Con la visión de esa línea desdibujada, mi memoria va atrás en los años y se incendia de los colores del verano. Se detiene en el momento en el que mi dedo, pequeño, rollizo y manchado de helado de fresa, indica a mi madre otra estela de avión, en otro cielo de un azul luminoso. Evoca cómo mi risa se quebrantó contra el perfil de su cara. Evoca la melancolía que la abarcaba —a ella, tan fuerte, tan parca en emociones— siempre que veía un avión o un tren alejarse, cómo se entristecía pensando en los muchos que se habían ido para siempre por causa de las guerras.

De repente tengo este recuerdo de mi madre y otros más me vienen a la mente. De manera ordenada, como las gotas de una lluvia sin viento.

RESUMEN argumental:

Mario, en el entierro de su madre, hace un viaje atrás en las memorias vinculadas con su familia. Los primeros recuerdos son la noticia del ingreso de su madre en una residencia y la violenta discusión con sus padres en el verano de dos mil catorce. Posteriormente, narra reminiscencias del pasado, en un orden cronológico inverso, hasta llegar a su primer día de escuela infantil en mil novecientos setenta. Volviendo al entierro, Mario observa a su hermana y sus sobrinos y se siente abarcar por una ternura casi insostenible.

Capítulo 1: Entierro de Rita, la madre de Mario.

Capítulo 2: Rita es ingresada en una residencia porque padece de una forma grave de alzheimer.

Capítulo 3: En 2015, una año después de la discusión, […]

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