Siempre lo supo. Siempre. Desde el momento en que fue concebida -con amor-. Siempre. El aroma del café tejería con guirnaldas de flores blancas el sendero hacia la recuperación de su verdadera identidad. Siempre lo supo.

Esa noche, la de la comunión de lazos, se sintió –antes de Ser- en el cuenco de su origen. Percibió su tibieza agradable, palpó la suave humedad de sus paredes, se sumergió en el tenue vaivén de fluídos y ecos; ecos de voces como peces de colores que nadaban en espiral tras el conjuro de su procreación. Contempló por primera vez la luz intermitente de luciérnagas –diminutas- alumbrando el milagro. Y percibió, en el momento exacto de Ser, ese perfume. Ese aroma que modelaría, como el más perfecto artesano de bálsamos, los peldaños de su ADN y que velaría –junto con la música y los versos- una huella, una historia; la suya.

La tarde en que nació dejó de llover. Una copiosa lluvia había castigado al poblado durante varios días, pero cuando nació cesó. El modesto espacio se pinceló de tonalidades corales, violetas y doradas. Asomó así el sol su mejor enagua de atardecer por los ventanales del viejo hospital y con él se colaron -sin permiso- oleadas perfumadas que acudieron como ofrendas desde los cafetales floridos. El olor a tierra húmeda reposó en el humilde mobiliario, en las baldosas flojas y gastadas, en las vestimentas de la joven enfermera y en la mirada del médico que la trajo al mundo.

  • – Pobrecita –dijo la enfermera- mírela doctor, dígame si no parece un granito de café; coloradita, frágil y hasta huele tan rico.
  • – Realmente me apena la situación Beatriz –respondió el médico acongojado.

Y la niña no lloró. Inhaló por primera vez. Alimentó sus prematuros pulmones del vaho húmedo y dulzón. Recordó. Exhaló. Recién allí, recién allí lloró. Lloró con más fuerzas cuando le guillotinaron la raíz del cuenco. Cuando le amputaron la cuerda de la vida que la sujetaba a la otra vida. Lloró con más fuerzas cuando sintió su hambre huérfano. Lloró cuando le negaron los pechos abarrotados de tibia leche. Lloró silencios. Lloró ecos. Lloró memoria. Lloró su llanto y los de otros.

-Beatríz, Beatriz no te encariñés con la niña sabés que en pocos días será dada en adopción –dijo el médico a su enfermera en un hilo de voz, como si las palabras se le estrangularan en la garganta.

Constataron más tarde, con el pasar de los días, las noches y las eternas madrugadas que la tristeza de ese diminuto granito se desvanecía a la hora del café. En esos momentos, en esos rituales la pequeña se regocijaba abatida entre los brazos de Beatriz para calmar su llanto. El aroma la ubicaba en un lugar familiar, en un sitio seguro. Recordaba allí las luciérnagas, las voces como peces, la calidez del cuenco, los fluidos y se calmaba. Recordaba el amor. Aquélla la acunaba, la arropaba, y la acariciaba con dulces e improvisadas nanas mientras su negro y espeso café descansaba en un tazón perfumando la pena de la niña:

Duerme tu pena mi niña

Duerme No sufras más

Yo te cuidaré de los ogros

Que te quieran atrapar

Duerme tu pena mi niña

Duerme no sufras más

Betti te ama, te cuida

El dolor ya cesará

Durante las noches de guardia se hacía traer por un primo ramitos blancos de cafeto. Algunas florcitas las colocaba desparramadas debajo de la almohadita de la pequeña como perfumados atrapasueños y con las otras tejía trincheras de amor alrededor de su cunita. Aquél no se negaba pero le insistía con vehemencia –al igual que el doctor- que no le tomara tanto cariño a la niña pues todos sabían que su destino no estaría vinculado al pueblo, mucho menos a ella.

Una mañana en que Beatriz atendía en la guardia a una paciente del pueblo vecino, su labor fue interrumpida por el llanto desgarrador de la niña.

  • – ¡Vaya qué pulmones ese niño! –dijo la paciente entre risas sarcásticas.

– Nada tienen que ver los pulmones, y no es niño, es niña y llora de dolor pero no físico, llora de dolor en el alma que es mucho más grave –respondió Beatriz entre indignada y afligida. Era tan fuerte la conexión que tenía con la niña que con el pasar de los días ésta le revelaba los porqués de sus sollozos.

Hacía varios días que no lloraba. Se la notaba calma, con una miradita mezcla entre tristeza y nostalgia, pero no lloraba, por eso sus lamentos alarmaron a Beatriz.

La enfermera corrió por el pasillo guiada por los alaridos. Corría y su carrera no tenía fin, se sentía trotar en cámara lenta, y el pánico como un pulpo de mil tentáculos le sujetaba las piernas y no la dejaba avanzar. No podía creer que 10 mts de pasillo se eternizaran hasta el infinito. Se veía suspendida. Se sentía suspendida. Ya no existían ni el suelo, ni las paredes, ni el techo del viejo hospital. Sólo ella suspendida como un bello espectro, aturdida, pálida. Al llegar lo vio junto a la pequeña. Las paredes, el piso y el techo del hospital volvieron a su lugar. Lo vio de espalda. Alto, uniformado, erguido. Corrió hasta la niña con las pocas energías que sus miembros le permitían y la tomó entre sus brazos. Logró aplacar -a duras penas- la angustia de la pequeña.

  • – ¿Por qué no se hace anunciar? ¿No ve cómo ha asustado a la niña? –dijo Beatriz al intruso.
  • – ¿Le parece a Ud. que necesito hacerme anunciar? ¿Yo?¿Sabe con quién está hablando? –respondió- el General, sin mirarla y de espaldas con voz subterránea y oscura. Habló y de su boca brotó un aliento escarchado que trepó por las paredes, el techo y el piso de la sala. Cubrió el viejo mobiliario. Marchitó las florcitas de cafeto. Sus palabras como estalactitas punzaron el alma de la joven y los recuerdos de la niña.
  • – Disculpe, General –dijo Beatriz aterrorizada de que le sucediera algo a la niña. Disculpe, es que nos tomó días de poder calmar a la pobrecita. No hizo más que llorar desde que nació.
  • – Es la sangre. Insubordinada, indisciplinada, desobediente. A estos críos no hay que tratarlos con tanta condescendencia porque así salen luego revolucionarios, subversivos. Es la sangre. –dijo el General, en tono despectivo e imperativo. – Es sólo un bebé. Indefenso, frágil, desamparado, huérfano. ¿Qué daño puede hacer? –respondió Beatriz a las palabras del pérfido uniformado. – Hay que amputarlos antes de nacer. Arrancar la semilla, que no germine. Y si germina arrancarla de raíz. En fin. Esta vez la semilla se me escapó de entre los dedos y germinó, la próxima no tendrá la misma suerte –dijo con bronca y odio el militar y partió. Al llegar a la puerta se detuvo y sin dar vuelta el rostro le dijo a Beatriz:
  • – La semana próxima vienen a buscar la niña. Continuó su gélido camino y salió del hospital.

Beatriz abrazó a la niña con un amor que no tendría jamás en su vida y fueron una. Una sola piel. Un solo corazón. Un solo par de brazos. Un solo par de piernas. Un solo par de pulmones. Una sola memoria. Su abrazo la protegió como un velo místico y la apartó de las estalactitas sembradas por el dictador. Pronto el lugar retomó su calidez habitual. Beatriz cambió las flores marchitas por otras fresquitas con rocío. Mudó también las que se hallaban debajo de la cabecera. Vació el vaso de la mesa de luz, agregó agüita fresca y un nuevo ramito. Preparó café. Colocó su taza junto al vaso florido, tomó nuevamente a la niña entre sus brazos, se sentó en la mecedora y mientras bebía su café la acunaba cantando:


  • Duerme tu pena mi niña
  • duerme no sufras más
  • que yo te cuidaré de los ogros
  • que te quieran atrapar
  • ***

  • SINOPSIS
  • Quién sabe qué día, de qué mes de 1977, en algún país de Latinoamérica, en algún olvidado pueblo (lejos de las grandes urbes) nacía ella. Obligatoriamente huérfana. Adoptada por un matrimonio de profesionales que pronto viajaría junto con la niña para radicarse en España. Contenida y amada por su madre adoptiva. Relegada y subestimada por su padre adoptivo. A la muerte de éste y con tan sólo 10 años comenzaría a desentrañar -con la ayuda de su madre- los secretos de su corta vida pasada.
  • A los 20 años decide viajar hacia algún país de Latinoamérica, en algún pueblo olvidado, para desatar los nudos oscuros y ocultos de su historia que no la dejaban ser.
  • Con el correr de los días irá descubriendo de la mano de Beatriz –con la que se reencuentra- los secretos tapiados de su prematura vida.
  • Nunca conoció a su verdadero padre pero sí conocería a su verdadera madre.
  • Ella siempre lo supo. Siempre. Desde el momento en que fue concebida -con amor-. Siempre. El aroma del café tejería con guirnaldas de flores blancas el sendero hacia la recuperación de su verdadera identidad. Siempre lo supo.

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