Falta poco para que amanezca y está tiritando. Tiene que moverse, desentumecerse, entrar en calor. Pizola se quita de encima una manta vieja para sacar los brazos y aparta los cartones que le cubren por las noches. Está hasta los cojones de pasar frío, pero es lo que hay. Antes no eran así las cosas. Hace menos de un año era un periodista con futuro. Sus artículos eran leídos y sus opiniones respetadas. Ahora nadie le tiene en cuenta. Tenía mujer e hija, Thillí, de dieciocho años, a la que adoraba. Todo iba perfecto hasta que perdió su puesto en el periódico. Mila, su mujer, no tardó en pedirle el divorcio y se quedó con el piso. Las promesas de amor, pasase lo que pasase, quedaron en el olvido. Más tarde, su hija también se alejó de él y se fue con su madre. Los compañeros que consevaron el puesto, le ignoran y de los otros no sabe nada. A los hundidos nadie les quiere, que se jodan.

De pronto se encontró pernoctando en pensiones de mala muerte, hasta que llegó aquí, junto al muro del parque. Con anterioridad hizo pequeños hurtos y robo algunos coches. Ya no. No quiere dormir en los calabozos, entre vómitos y peleas de madrugada.

Busca el tetrabrik de ayer, pero está vacío. Ni una gota de vino. Ni una gota de nada. Cerca duermen otros dos tipos arrimados al muro que separa el parque de la calle que discurre paralela. Se acerca a ellos y escudriña entre sus cosas. Nada. Tampoco les queda vino. Empezamos bien el día, se dice, mientras arrima sus cartones y pone una piedra encima.

Mueve los brazos. Una vez, otra y otra, pero se cansa pronto. Intenta dar unos saltitos, y luego se agacha y se levanta. Se agacha y se levanta. ¿Y esto es gimnasia? Quién lo vea haciendo ejercicio pensará que es un mendigo que se ha vuelto gilipollas. Y eso es: un mendigo gilipollas.

Tiene que lavarse. Aunque solo sea un poco. Es una exigencia del comedor social donde va a desayunar. Si llega pronto, encontrará algún retrete limpio y podrá cagar a gusto, si no…

En el parque hay una fuente. Tiene que dar un rodeo por la zanja que han abierto para meter una tubería. Sigue haciendo frío. Se sube las solapas de la chaqueta. Echa a andar, y entonces lo ve.

Es el cadáver de un hombre de unos cincuenta años y tiene las tripas fuera. Así, como suena, las tripas fuera. Quién lo haya matado, le ha hecho un voquete enorme en el estómago. Está recostado sobre un árbol, junto a la zanja. Tiene barba y gafas que le caen sobre la nariz.

Pizola logra contener un vómito y se aleja. Tiene que lavarse como si no hubiera visto nada. Es lo mejor. No ver nada. Mirar para otro lado.

Pasa sobre botellas y latas vacías. Cartones y preservativos. Usados. Se moja lo justo para que nadie diga que no se ha lavado. Se seca las manos con la mangas y saca un peine de un bolsillo. Una de las pocas cosas que le quedan de su vida anterior. De cuando no dormía en el parque ni buscaba un trago de vino por la mañana.

¿Y el abrigo? ¿Para qué cojones quiere un muerto, un abrigo? se pregunta. Se da prisa. Lo mismo lo ha visto otro y se lo ha quedado antes que él. Pero el muerto sigue allí, con abrigo y todo. Es lo que tienen los muertos, que no se mueven de donde los dejas. Pero quitar el abrigo a un muerto no es tan facíl. Y menos si se está quedando tieso, como este.

Primero le saca las mangas con cuidado de no mancharse con las tripas, luego trae el cuerpo hacia sí y, poco a poco se hace con el abrigo. Antes de levantarse mira la cara del muerto. ¿De qué me suena a mí este tipo?

El abrigo es de buen paño. Cojonudo. Mira en los bolsillos. Un paquete de Camel y un encendedor de oro, falso, pero funciona. Y nada más. ¿Y la americana? Y otra vez lo mismo.

Pizola vuelve junto al muerto. Primero intenta sacarle las mangas, pero la izquierda se engancha con algo. El reloj. Se ha enganchado con el reloj. Le quita el reloj, lo guarda en un bolsillo del abrigo y, por fin le saca las mangas. Despues tira de él y le quita la chaqueta. ¿Y las gafas? También le quita las gafas. Mira en los bolsillos del pantalón. Poca cosa, unos cuantos euros. Y las llaves de una casa y de un coche.

¿Y luego? ¿Lo va a dejar así, en mangas de camisa? Al muerto seguro que no le importa, pero puede verlo alguien, llamará a la policía y se pondrán a investigar. No. Mejor quitarlo de la vista.

La zanja. Puede ser un buen sitio para esconderlo. Mira al muerto y mira la zanja. Tira de los pies del muerto y se queda con un zapato en la mano. Puede valerle. Le quita también el otro. A este paso lo voy a dejar sin nada.

Cuando acaba de tirar el muerto a la zanja, Pizola tiene los riñones doloridos. Hace mucho que no trabaja y no está acostumbrado a los esfuerzos. El muerto ha caído sobre el tubo naranja que hay al fondo de la zanja. Solo queda cubrirlo de tierra.

Aprovecha la que hay junto a la zanja. Más tierra. Más. Tiene que darse prisa, si lo ven, pueden pensar que lo ha matado él. Pizola se esfuerza pero no es suficiente. Las yemas de los dedos le sangran. Es la primera vez que entierra a alguien. Se despoja de sus zapatos y se ayuda con ellos. Mejor, ya falta poco para que el muerto quede sepultado del todo.

Los últimos restos de tierra los extiende lo mejor que puede. Por fin…

La fatiga le hace sentarse. Le duelen las manos, los brazos, todo. Cuando recupera la respiración coge la chaqueta del muerto y se pone sus zapatos. Qué bien, son de mi número.

Tiene que dirigirse a otro lugar, escapar de allí, pero de repente alguien le llama y le toca en la espalda. Pizola se queda de piedra y no se atreve a volverse. ¿Quién cojones será?

-Oiga, perdone, es que se le ha caido la cartera -es la voz de un viejo andrajoso y desdentado-. ¿Es suya, verdad?

Pizola se vuelve sorprendido, el viejo es un mendigo como él.

Si. Si, es mía -acierta a decir.

Le tiemblan las piernas. ¡Desaparece, coño, desaparece! Cree que hay cientos de ojos observándole tras los árboles. Entre los arbustos.

Cerca hay unas ruinas de una iglesia o un palacio. Allí podrá sentarse y hacer inventario de todo lo recolectado: Una billetera con tres tarjetas bancarias. Trescientos sesenta euros en billetes. Mucha pasta, ¿no? Un papelito doblado con tres números de cuatro cifras. Un D.N.I. Las llaves de una casa y las de un coche. Un Volvo. Un móvil y un reloj. El paquete de Camel y el encendedor. Y las monedas de euro. Ah, y las gafas. Y los zapatos que le quedan de puta madre.

Antes de examinar el D.N.I. se pone las gafas, que resultan ser de lectura. Así ve mejor.

Mikel Zabaleta, se llamaba el muerto. Le suena la cara y el nombre. Se despierta en él el instinto de periodista. Tengo que hacer memoria, tengo que saber a quién he enterrado. Junto al D.N.I. hay tres fotos. En dos de ellas aparece una mujer de aspecto agradable y, en la otra, la misma mujer con Mikel Zabaleta. La dirección es de una calle proxima al parque donde él pasa las noches.

Ya no piensa en ir al comedor social a desayunar. Tiene dinero en el bolsillo y le apetece algo especial, pero antes mira el papelito doblado y tiene una idea.

Se dirije a un cajero e introduce una de las tarjetas. Luego marca uno de números del papelito. Nada. Prueba con otro número. Y sí. ¡Funciona! Pizola no sabe que hacer. Casi le da un mareo. Se queda paralizado. Ha presionado la tecla para saber el saldo y cuando ve la cantidad, está a punto de caerse. Mira el saldo otra vez: cuatrocientos cincuenta mil euros. ¿Es posible? Esta muy nervioso, pero no puede quedarse allí.

Se acerca a la calle que figura en el D.N.I., solo por curiosidad. En la esquina hay un café, «El Limbo». Hay mesas de hierro con sobre de marmol, de las buenas de antes. Puede ser un buen sitio para desayunar. Es un lugar acogedor. También dan comidas. El camarero es un tipo sonriente que se le queda mirando:

-Se parece usted a alguien.

-Todos nos parecemos a alguien -dice Pizola, antes de pedir café con leche y un cruasán. Mientras le sirven pasa al servicio.

Fuera ha comenzado a nevar y el café se llena de gente. Todos quieren meterse algo caliente en el cuerpo antes de enfrentarse al trabajo. Pizola, tras tomarse su café y el cruasán, pide otro y otro cruasán, y otro, y luego otro ¿Cuánto hace que no desayunaba así?

La calle. Es una calle gris y estrecha, de una sola dirección. Solo se puede aparcar en una acera. En la acera de la derecha hay viviendas de dos plantas, rodeadas de un jardín pequeño. En la otra acera, un muro llega hasta el final de la calle. Probablemente un convento. El número veinte está a mitad de la calle. Tiene una valla de hierro con malla de caña que impide la vista del jardín. En todas las casas lo mismo. Hay una puerta pintada de negro.

Pizola pasa de largo. No sabe qué hacer, pero la nieve le está empapando el abrigo y antes de llegar al final de la calle, da marcha atrás. Saca el llavero pero no lo necesita. Solo tiene que empujar la puerta. Alguien ha roto la cerradura. Igual que la de entrada a la casa.

En el recibidor hay un cuadro en el suelo y lo levanta para no pisarlo. Da una voz pero nadie contesta, luego otra, y nada. Allí no hay nadie.

Cuando pasa al salón, no puede creerse lo que ve. Parece que ha pasado un huracán. Todo está patas arriba. Cajones cuadros, figuras… Una mesa baja volcada. Un caos total. Apenas queda espacio donde pisar. Al fondo hay dos puertas. Una es de la cocina, sorprendentemente intacta, y tras la otra, otro desbarajuste. Una mesa de despacho enorme y una estantería para libros. Los libros todos revueltos, tirados por el suelo. Libros de consulta jurídica, carpetas con documentos y papeles variados. Está claro que este cuarto hacía de despacho y biblioteca.

Hay una escalera que sube a la planta de arriba y tiene que apartar con los pies, todo lo que le impide subir. Y arriba lo mismo. Una escena caótica. Un dormitorio grande, otro más pequeño y un baño. Todo arrasado.

Esta claro que alguien ha registrado la casa y lo ha hecho sin miramientos, pero ¿qué buscaba? ¿Está relacionado el registro con la muerte de Zabaleta? Yo creo que sí, se dice.

Baja al salón y se quita el abrigo y la chaqueta, levanta dos cojines de suelo y se sienta en un sofá. Es cómodo ¿yla casa? Tiene buena pinta a pesar de todo el estropicio. Es de esas que se compra uno para toda la vida. Levanta un marco que tiene a sus pies. Es una foto de Zabaleta y su esposa. «Ainara y Mikel, en Viena», pone al pie de la foto. Evidentemente un matrimonio felíz.

Coloca la foto sobre un aparador y mueve el televisor que está a punto de caer. Luego empieza a recoger una cosa de aquí y otra de allá. No sabe por que lo hace. Tal vez por que está nervioso o para sentirse cómodo. A saber. Además, el muerto no va a venir a quejarse por que toque sus cosas. En el despacho examina todo por encima y aparta lo que puede ser interesante. Con el resto llena las bolsas de plástico que ha traído de la cocina. En un rincón hay un equipo de música y CDs por el suelo. Coge uno y mientras escucha a Sarah Vaughan, sigue recogiendo cosas.

Cuatro horas después, el resultado es satisfactorio. Tiene hambre. En la cocina hay queso y embutido, y en el frigorífico hay cerveza fría. Abre una cerveza pero no come nada, antes tiene otra cosa que hacer. Hay que cambiar las cerraduras.

El camarero de «El limbo» responde al nombre al nombre de Fonsi cuando otro cliente le llama.

-Ya se quién es usted -informa a modo de saludo-. Sin barba parece más joven.

-Necesito un cerrajero y algo de comer -dice Pizola, cortando el tema del parecido.

-Le diré a Mati que le prepare algo.

Pero Pizola quiere ser práctico.

-Me interesa más el cerrajero.

-Hasta que no venga, no puedo darle el recado. Pero no se preocupe, esta tarde se pasará por su casa.

Pizola se toca la cara mientras el camarero se aleja. Le ha confundido con Zabaleta y se queda pensativo, ¿Y quién es Mati? Debe ser la cocinera.

El cerrajero realiza un buen trabajo. Rápido y profesional.

-Hace tiempo le arreglé la otra puerta del jardín, la de atrás ¿recuerda?

-¿La puerta? ¡Oh, si! Claro, la otra puerta -respnde sin saber de que puerta se trata.

Mientras el cerrajero trabaja, Pizola se dedica a despejar el dormitorio lo suficiente para acceder a la cama. Hoy pasará la noche en la casa. Sin cartones.

Al final del día vuelve a tener hambre, pero está nevando y no le apetece salir a la calle. Corta un trozo de queso y abre una cerveza. Enciende el televidor y escucha las noticias. Por supuesto, nada de Zabaleta. Cuando acaban las noticias apaga el televisor. ¿Qué más puedo hacer hoy? Nada. Lo mejor será acostarse.

Está incómodo. Tanto tiempo durmiendo sobre el suelo, ahora tiene que habituarse. Ha dejado de nevar. El cielo se ha despejado y no tarda en llenarse de estrellas. Pizola, las mira y se pregunta que diría Zabaleta, si apareciese en ese momento, pero es imposible. Zabaleta no va a venir. Alguien le ha sacado las tripas y él lo ha enterrado.

Ha estado haciendo memoria y estudiando las fotos, pero apenas recuerda nada de Zabaleta. Natural de Mungia, no le gustaba mostrarse en público ni en los papeles, prefería el anonimato. Hasta hace pocos años, era un abogado de prestigio, siempre pegado a políticos, banqueros y empresarios, que recurrían a él cuando tenían problemas con la Ley. Sabía manejar los hilos de los tribunales, y moverse entre los entresijos de la Justicia. Todo el mundo lo temía y respetaba, hasta que de pronto se esfumó. Desapereció. Algo lo sacó de la circulación y en poco tiempo pasó al olvido. Eso es todo lo que Pizola recuerda de él. Poca cosa.

Pizola, está seguro de que tiene que haber mucho más, pero solo tiene el móvil con la lista de contactos vacía y solo registradas tre llamadas del mismo número, ¿quién será? No tiene WhatSapp. ¿Y el coche? Tendrá que buscar el coche. Y mirará el dinero que hay en las otras cuentas. Y buscará en toda la casa, por que tiene que haber alguna explicación, alguna pista. Pero lo primero, es lo primero.

SINOPSIS

Pizola, que fue un destacado periodista, ahora es un mendigo que duerme junto al muro de un parque, entre cartones.

Un día encuentra el cadáver deun hombre y tras despojarle de sus pertenencias, lo entierra en una zanja.

Repasando las pertenencias del muerto, Pizola descubre que ahora es un hombre rico y que tiene una casa, pero entonces se pregunta: ¿De dónde proviene el dinero? ¿Podrá él, conservar el dinero y la casa?

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