PRÓLOGO

Dentro de unos minutos estará atardeciendo, ahora el cielo se empieza a granar de reflejos casi imperceptibles de color violeta, como si se fuera a ruborizar. Unas nubes delgadas se estiran hasta casi partirse y una brisa suave mece las espigas del sembrado contiguo. Bajo el sol, estas espigas son doradas y brillan, pero ahora, en el declinar de la tarde remiten más al dulce de leche, a una marea lenta y cremosa. La carretera N-122 es silencio y secreta soledad, es por eso por lo que no importa que el Talbot color crema esté en el arcén, dejado con descuido. Unos quince metros más allá del coche, hay un hombre cuya silueta se recorta ante un horizonte de laderas ocres y verdes que se dirigen hacia la oscuridad. Está de espaldas. Delante de él, un erial se extiende hacia donde no distingue la vista.

La silueta levanta el brazo derecho, paralelo al suelo y en dirección a las laderas lejanas que continúan impasibles su camino hacia la noche. Una perdiz surge de una encina haciendo un ruido de alas y tras unos segundos de revoloteo desaparece de nuevo en la espesura. Dos, tres segundos, quizá cuatro y pam, un disparo hiere la quietud y el silencio. Decenas de ejemplares de paloma torcaz, perdiz y mirlo levantan el vuelo, dándole cuerpo a lo invisible y confundiendo el aire. El sonido de su aleteo se acopla armónicamente con el resonar del disparo. El hombre baja de nuevo la mano derecha y deja en el suelo, con cuidado, la pistola de cuyo cañón todavía sale algo de humo. Empieza a andar hacia donde ha disparado, despacio, concentrado. Su silueta se va haciendo pequeña, más y más hasta que casi es un color más del horizonte, al cabo se para, mira para abajo, saca una navaja del bolsillo y después de unos segundos escarbando encuentra lo que estaba buscando: la bala. Se agacha, la recoge, la envuelve con su mano, la calienta, le quita con su sudor los restos de tierra que en la trayectoria de aterrizaje el proyectil ha acumulado. Se alza y piensa para sí «cuatrocientos cuatro metros».

Se vuelve y comienza a desandar sus pasos, dejando atrás el aire herido, las laderas ocres, ya tan oscuras que parecen un tono más de la noche, y el cielo completamente violeta, naranja y gris. Recoge el arma y sube al coche.

Se llama Marcial y todavía aprieta la bala con fuerza, antes de poner el motor en marcha.

I. MAMÁ HA MUERTO

En la cocina únicamente se escuchaba el sonido de la cafetera y el leve murmullo del viento que al otro lado de la carretera, en el prado, se estiraba veloz combando las espigas. De vez en cuando pasaba algún vehículo, haciendo trizas la calma de aquella mañana, pero se reconstruía después cuando el sonido del motor se debilitaba en la distancia.

Las paredes, de un blanco crudo, estaban marcadas por el tiempo. Pequeñas y tenues motas marrones en la vertical del hogar por un sofrito de tomate repetido y lejano. Una débil mancha gris en el techo legado de una gotera que nunca se llegó a pintar. Un imperceptible amarillo al lado de la mesa por el humo del tabaco acumulado tras tantos años. Arañazos secos en su carne de yeso que, de alguna manera, le otorgaban humanidad, en tanto que memoria. La cocina era un espacio amplio y diáfano, y probablemente la estancia de la casa más clara, y aún parecía más amplia por estar lacónicamente amueblada: una mesa con tablero de conglomerado con los bordes astillados, un par de sillas que en el pasado debían de haber pertenecido a una escuela, una encimera en forma de ele, algunos armarios arriba y abajo (este descolado, aquél rasgado), los electrodomésticos puramente indispensables, el hogar de hierro negro y un reloj de pulsera gigante, que había pertenecido en la infancia a su hermana María, colgado de la pared que desentonaba enormemente por su forma caricaturesca y sus colores vivos, como si el objeto en cuestión hubiese sido tragado por un tornado del tiempo y hubiese caído en esa habitación de forma casual, sintiéndose extraño. Eso parecía al girar obstinadamente dentro de su esfera, extraño. Esa era, en fin, la postal de aquella mañana soleada de mayo.

Él vertió el café en una taza y se sentó a la mesa, rodeado por aquellos objetos inertes y pensó en la mugre que recorría la cafetera. Lo pensó como hacía todos los días. Pensó en los rastros resecos de cien desayunos, de cien mañanas de soledad.

«La moka, así es como se llama, no se tiene que limpiar nunca», le dijo su hermana después de aquel año que pasó en Italia. «El secreto del sabor del café italiano reside en esa guarrada». La verdad es que él no notaba demasiado la diferencia y la verdad es que le daba cierto repelús beber ese café, y el regusto a metal que se adivinaba al ingerirlo le ponía los pelos de punta, pero seguía sin rechistar el consejo de su hermana. Pues su hermana siempre tenía razón, su hermana vivía en la capital, su hermana tenía mundo.

Al otro lado de la ventana los olmos de la calle se movían levemente amenazando con entrar en la cocina, y los sonidos del pueblo, que a esa hora se desperezaba, también entraban atenuados por la lejanía. Sin aquella ventana, aquella cocina podría dar la impresión de ser una fría estancia de orfanato, quizá de la posguerra. Sucia, pobre, vieja, olvidada. Pero la ventana la salvaba del horror, y le arrancaba memoria al conectarla con las hojas frescas de los olmos.

Sonó el teléfono. Dejó sobre la mesa el bolígrafo con el que estaba completando un crucigrama de un periódico atrasado, se levantó y contestó.

—¿Si?

—Hola… mamá ha muerto.

—Vale —contestó él. Esperó unos segundos para ver si desde el otro lado del aparato la voz femenina añadía algo, y finalmente comprendiendo que no diría nada más, terminó—: Salgo para allá.

—De acuerdo. Hasta luego… Marcial, ven despacio. —consiguió decir antes de que él cortara la comunicación.

Colgó el teléfono y se sentó de nuevo a la mesa. El reloj marcaba las ocho y cuarto con sus manecillas extrañadas.

«Marcial», se repitió para sí. Cuánto hacía que no escuchaba su nombre en la voz de su hermana. En realidad no haría tanto, al fin y al cabo eran hermanos y hablaban por teléfono con asiduidad, ella siempre estaba muy pendiente de él, sobre todo estas últimas semanas en las que su madre se había ido diluyendo como un terrón de azúcar en un café. Seguro que alguna que otra vez en el último mes ella le habría llamado por su nombre propio.

Abrió uno de los armaritos superiores y sacó una botella de whisky. Primero echó un suspiro de licor, pero tras pensarlo un par de segundos, giró de nuevo la botella y dejó manar tranquilamente el líquido, que al caer se fundía en la oscuridad del café y dibujaba débiles y sinuosas formas.

«No se por qué diantre tu padre te puso Marcial», dijo en una ocasión su madre, «es tan feo…». Él debía de tener unos doce años y su hermana diez. Le estaba peinando el cabello raya al lado y vertía sobre su cabeza colonia comprada a granel para que la forma del peinado aguantara. Era un domingo claro, recordaba, antes de ir a misa, y una gota le había caído en un ojo provocándole las lágrimas. «Marcial es nombre de…». «De torero», dijo su hermana de repente interpretando un paseíllo y canturreando una vieja canción. «No», dijo su madre cortante… «de soldado, o de pastor. Pero da igual…».

Se llevó la taza a los labios y bebió un sorbo manteniendo un rato el líquido caliente y negro en la boca antes de ingerirlo del todo. Mientras, miraba hacia la ventana. El día a través de la frondosidad de los olmos se intuía caluroso, un hermoso día de final de primavera. Los niños hoy saldrían de la escuela corriendo como alma que lleva el diablo, bajando los escalones de tres en tres y levantando el polvo del parterre, olvidarían los consejos maternos acerca de las manchas en la ropa y se irían a la plaza de la iglesia a jugar al fútbol. Algún chaval osado chutaría con fuerza la pelota hacia el cielo, y haría diana en el rosetón morado y malva de la iglesia, con tan mala fortuna que rompería uno de sus vidrios, y Pascual, el párroco, recogería las esquirlas cardenales con pena, como si recogiera la sangre coagulada de Cristo, al tiempo que todos los chiquillos correrían alocados en todas direcciones como fuegos artificiales, escondiéndose a los ojos del Señor. Otros se irían al río, y hundirían sus botas y zapatillas en la orilla fangosa buscando animales pegajosos y escurridizos nunca vistos o por lo menos alguna que otra rana a la que hincharle el vientre con una pajita clavada en el culo y luego dejarla en la corriente para ver como se aleja inexorable, o bien para lanzarla con fuerza al aire para que en la caída explotase y ver así el interior misterioso de la vida. La calle mayor olería a pan más que nunca y un profundo perfume a pastas y cruasán llegaría hasta la calle de San Vicente Ferrer llevado por el viento; los parroquianos del Café Madrid, en la avenida de mismo nombre, se reunirían hoy también después de la jornada laboral. Agustín tomaría su cortado descafeinado, Teodoro, su copita de coñac y Juan Ma, el que trabaja en la fábrica de galletas, su tercio de cerveza helado. Quizá cruzarían algún comentario acerca de la ausencia de Marcial. El sonido de las campanas sería más armonioso que ningún otro día y todo el pueblo guardaría un respetuoso silencio al oírlas y se celebraría más que nunca el paso del tiempo. Quizá a última hora de la tarde el cielo se volvería de ceniza y una fresca lluvia humedecería el pueblo, enfangando la plaza de la iglesia y mojando la calle Mayor para que por la noche sus adoquines de piedra brillaran bajo la luz de las farolas, y él daría un paseo respirando el olor a tierra mojada, a petricor, como había leído en una ocasión que se denominaba aquel aroma, y con un poco de suerte la humedad y el viento traerían un perfume a vaca desde los pastos vecinos y él respiraría extasiado el espíritu de la tierra, como los grandes poetas. ¡Y su madre se había muerto hoy! Las flores, a las que jamás les prestaba la menor atención, estarían floreciendo a diestro y siniestro a la vera de la carretera y en las jardineras de la calle Sancho I, repletas de color y de formas. Las muchachas tendrían hoy los pechos más turgentes que ayer, los muslos más firmes, los hombros más descubiertos, los labios mucho más rojos y carnosos. La sombra sería más fresca, la carretera camino del trabajo sería tan suave como el vientre de una prostituta joven, los compañeros más amables… Cogió de nuevo el bolígrafo. «Mujer que ha concebido. Coloq.». Cuatro letras «m_m_». «mamá» escribió. Algo se removió en su interior. Había terminado el crucigrama. «Joder, como sabe a hierro», pensó cuando por fin acabó el café, liquido y negro como el interior de los ojos cerrados para siempre de su madre.

SINOPSIS

Cuando Marcial recibe, de mano de su hermana María, la noticia de la muerte de su madre, su mundo comienza a tambalearse. Ha de volver a su pueblo natal del que huyó hace más de media vida, pero no solo para despedirse de su progenitora, sino para enfrentarse a un pasado cuyas heridas aún no han terminado de cerrar.

Cuando llega a su antigua casa, la casona más importante y grande del pueblo, a Marcial le empezarán a ocurrir cosas extrañas. Fantasmas, perseguidores, secretos, mentiras, traiciones… envolverán su vuelta y, gracias a todos ellos, descubriremos qué fue lo que, hace ya más de cuarenta años, hizo que Marcial abandonara su casa y a su familia para darse por entero a una vida rutinaria y sin más objetivo que el de desaparecer. En apenas cuatro días trepidantes, descubriremos que una hermosa y misteriosa joven de quince años, Rosana, y un pastor llamado Gabriel, son las piedras angulares donde descansa el drama y la clave para que Marcial pueda salvarse.

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