GÉNOVA, 1930
Una nueva vida
Stella había empezado a sentir contracciones. Bueno, parece que esta criatura llegará un poco antes de lo planeado, se dijo, y sacudió a su marido para alertarlo. ¡Ay! Marcello, despierta, ya comenzaron los dolores, gimió para hacerlo saltar de la cama. No le contó que había aparecido en sus sueños esa mujer, la tejedora del hilo dorado, que anunciaba una nueva vida. ¿Están muy fuertes?, preguntó el esposo, todavía adormilado. Algo, respondió ella, forzando una expresión desvalida. Tenía una gran resistencia al dolor, y no lloraba con facilidad, pues detestaba opacar su belleza con gestos o actitudes a su juicio grotescas. Pero en ocasiones era necesario quejarse, más que nada para convertirse en la figura central de la escena familiar. Aprendió y depuró esta técnica de niña; en una familia numerosa hay que valerse de alguna artimaña para sobresalir, especialmente si una no es varón, ni el primogénito, ni el benjamín.
Dos eran los grandes talentos con que la vida dotó a Stella: una voluntad férrea y una belleza indiscutible, acrecentada al hacerse mujer de pechos prominentes, piernas largas y sólidas que, gracias a la revolución de la moda, no quedaban por completo a la imaginación. Sonrisa enigmática, cabello negrísimo y una piel rebelde a cremas blanqueadoras y polvos, que gritaba el crisol de razas de su desconocido árbol genealógico: gotas moriscas traídas de España, algún tarasco o purépecha de los campos michoacanos y la sangre criolla de su madre. Gracias a esos dones disfrutaba ahora de una vida muy próxima a la quimera internacional que nunca abandonó.
Stella –así se llamaba a partir del día en que se convirtió en la mujer de Marcello— asumió, desde que tenía memoria, que era distinta a la mayoría. Se lo dijo en sueños la mujer que enredaba el hilo de oro alrededor de un globo terráqueo y bordaba interminables tapices; una de las tres hermanas a quienes solía visitar en ese sueño recurrente en que caminaba por un bosque y entraba en una gruta. Llegaba al fondo, siguiendo el murmullo de una fuente; recorría la cortina de seda púrpura y allí estaban ellas. La primera vez se presentaron, cantando: somos las tejedoras del hilo de la vida, conocidas por griegos y romanos. Considérate afortunada, no hablamos con cualquiera, ni siquiera cuando duermen. Quiso correr, pero sus pies permanecían clavados en la roca. Las tres mujeres la rodearon, bailando. Vestían túnicas iguales salvo por el color: una era blanca, otra gris y la tercera, negra. Se cubrían la cabeza con un capuchón que les tapaba parte del rostro.
Tú brillarás siempre, eras una estrella, una stella specialle, vivirás lejos de aquí, más allá del mar; deberás tener esto muy presente para identificar las señales y hacer las elecciones correctas, le aseguró una de las tres, mientras las otras dos se desvanecieron. Entonces, ¿aunque me porte mal puedo ser una estrella? ¿Sólo ustedes dicen qué le pasará a cada quien? No creo, mamá Lupe y mis papás siempre me dicen que si soy desobediente, grosera y peleo con mis hermanas, voy a ser una señorita muy fea que nadie quiera. Y también, que si no tengo modales bonitos, no puedo ser una dama.
Bueno, es en parte cierto. Nosotras nos encargamos de encuentros convenientes, que son como trenes a los que puedes subirte, y de hechos irrevocables, como si ese tren se descarrilara… pero a cada quien le corresponde subir al tren o quedarse por siempre mirándolos pasar. ¿Y si yo les hablo, las llamo durante el día, vendrán a hablar conmigo?, inquirió la niña. Sí, lo haremos, pues ya te dije que eres especial.
Ese encuentro onírico sucedió cuando era muy pequeña, tendría apenas cuatro años, una noche en que la había vencido el llanto desatado por las burlas de sus hermanos, en especial Manuel, el mayor, secundado por María Luisa: Negra, prieta, seguramente eres recogida, Lupe, no te pareces a mamá ni a nosotros; mira tu cara chata y tu piel prieta, prieta, prieta…
Al día siguiente, cuando su padre vino a casa, ella, la favorita, la única que no le temía, se acercó a él para pedirle: Papacito, no quiero llamarme Lupe. Tienes razón, es un feo nombre, pero yo no te lo puse, le confió en secreto. Fueron tu mamá y tu abuela, mamá Lupe, aprovechando mi ausencia por un viaje… ¿cómo te gustaría llamarte? Estela, papacito, como una estrella. A Manuel le fascinaba esta hija por parecerse a él y porque tenía un no sé qué, de su persona emanaba cierta majestad. Darle gusto con algo tan simple, que además sería una batalla ganada contra la suegra, le resultó divertido. Inmediatamente dio la orden, con ese tono que hacía temblar a su mundo: esta niña se llama Estela, es mi estrella y quien se atreva a decirle de otra forma se las verá con mi enojo. Desde entonces el nuevo nombre, el porte y la envidia por contar con la mayor protección, habían hecho cambiar las burlas de sus hermanos: “Perdone, Alteza, por rozar su vestido”; “Silencio, viene la Princesa”; “¡Ay, me deslumbró el brillo de la estrella! Estela Tela, Tela, en trapos te convertirás…”
La luz se hizo realidad cuando conoció a Marcello. Recordó aquel encuentro y sonrió, más con el brillo de sus ojos que con el resto de la cara, previniendo futuras líneas de expresión. ¡Cómo se le había le había sumido el estómago la primera vez que lo vio y que los grandes ojos de color indefinido la acariciaron completa haciéndola estremecerse! ¡Era tan guapo! Seguía siéndolo, se dijo al mirarlo ir de aquí para allá, hasta encontrar su sombrero para cumplir la lista de tareas que le correspondían. Supo esa misma noche que había hallado al indicado. Se lo aseguró, en sueños la que vestía siempre de gris, aquella confidente que la acompañaba día y noche desde el primer encuentro.
Con una mano que parecía un intento por mantener a la criatura dentro de ella y la otra preparada para ayudarla a guardar el equilibro, aferrándose en cada contracción al respaldo de una silla o al marco de una puerta, Stella entró al cuarto de los niños para vestirlos. Macci, tú ya estás grande, puedes hacerlo solito, ¿verdad? A ver Cocco, lleva tu ropa con papá para que te ayude… Betto, no te muevas tanto, te cambio el pañal… luego te vestirá la nonna.
Marcello, después de dejar a los niños con tu mamá, ve y le pides a la vecina que baje mientras regresas, para no quedarme sola. Sí, claro, ahora vuelvo. ¿Seguro estarás bien? ¡Bambini! Pronto, vamos a casa de la nonna. Con abrigo, por si el nonno los lleva a la calle, dijo sin meditar que, tratándose de un día hábil, sería difícil que su padre cambiara de rutina. No tardaría en salir hacia el Caffè della Concordia, en Via Garibaldi, a donde pasaba cada mañana, antes de ir a su oficina, para tomar un ristretto bien cargado mientras leía las noticias principales en Il Popolo d’Italia y recogía, sin hacer comentarios, las opiniones del barista y los dos o tres parroquianos madrugadores que se aventuraban en las calles antes de llegar a sus trabajos.
Los niños mayores corrieron: Marcello, de tres años y Giorgio, de dos. Umberto, de poco más de un año, trataba de alcanzarlos dando tumbos. El padre lo tomó en brazos y se dirigió a la primera planta del edificio, donde habitaban sus padres desde que Cesare obtuvo el puesto de capo della Corte di Apello, posición que lo llenaba de orgullo y le permitía pagar la renta de ese apartamento, en el número 1 de Piazza Campetto, no muy lejos de su oficina. Casualmente, casi al tiempo del fallecimiento de la madre de Stella, se había desocupado el segundo piso. Cesare lo reservó e insistió en que Marcello y su familia vinieran a vivir a Italia, donde cada día son mejores las condiciones para trabajar y educar a los chicos, gracias al buen gobierno que ahora gozamos, escribió. Stella había aceptado, entusiasmada. Sin padre ni madre y con herencia, era tiempo de emprender el viaje y alcanzar sus anhelos.
En cuanto se cerró la puerta, se dirigió a la ventana. Abrió el postigo y también dio entrada al viento frío de aquella mañana de fines de otoño; aspiró con fuerza, aprovechando esos momentos de soledad en que nadie criticaría su mexicana costumbre de ventilar, aun dando al traste con la temperatura conseguida con tanto esfuerzo. Llamaron su atención tres mujeres que no había visto antes por el vecindario. Las cubrían unas capas largas, de apariencia antigua; una blanca, otro gris, negra la tercera. Hablaban entre sí como en secreto, algo inusual en esas tierras en que las conversaciones callejeras pueden escucharse desde la distancia. Una de ellas, la de blanco, se quedó parada, mirando a su vez hacia la ventana recién abierta y saludó a Stella con un ademán de cabeza. Entonces las reconoció: eran las tejedoras de sus sueños, las Parcas portadoras de noticias. Les hizo señas, quería hablarles pero ellas le indicaron, llevando un dedo a la boca, que no era momento. Sin embargo, el semblante amable de la primera, vestida de blanco, transmitía una alegre esperanza. Las otras, con la cara tapada, parecieron diluirse entre la bruma.
Aliviada por un rato gracias a aquella mirada esperanzadora, la joven madre optó por llenar la cabeza con pensamientos que la distrajesen de los dolores que pronto se harían difíciles de soportar. Está bien, ya hablaremos, confío en que esta criatura nacerá bien. Hasta ahora hemos formado un buen equipo, ustedes y yo.
Se acercaba su segundo invierno en Génova y estaba por dar a luz a su cuarto bebé, el primero nacido en la tierra de sus sueños. Ojalá seas una niña, musitó, con la mirada y las manos sobre su abultada barriga. ¡Lástima que tu abuela Matilde no podrá conocerte! Bordaría y tejería sin parar…me rogaría que no te pusiera su nombre, nunca le gustó, fue por insistencia de mi papá que llamaron Matilde a Tite, mi hermana mayor. La tía Tite será la abuela mexicana para ti; ojalá venga pronto a visitarnos.
Mamá, mamacita, ¡cómo me haces falta hoy!
ACASO EL DESTINO: SINOPSIS
¿EXISTE EL DESTINO? ¿TIENE CADA PERSONA, AL NACER, SU HISTORIA ESCRITA EN LAS ESTRELLAS? LOS GRANDES PENSADORES DE LA HUMANIDAD NO HAN LOGRADO PONERSE DE ACUERDO AL RESPECTO. EN GENERAL, SOBRE TODO EN ESTA ÉPOCA DONDE IMPERA EL PRAGMATISMO, ES MEJOR ACOGIDA LA CREENCIA DE QUE NO EXISTE TAL PREDESTINACIÓN. SIN EMBARGO, A TRAVÉS DEL PODER DE LA LITERATURA, SE PUEDEN CONTAR LAS HISTORIAS BAJO CUALQUIER SUPUESTO, INCLUSO EL DE ESE SINO AL CUAL NADIE ESCAPA.
LOS MITOS CLÁSICOS CONSTITUYEN LA FORMA ANTIGUA DE EXPLICAR LOS MISTERIOS DE LA VIDA. DE ALGUNA MANERA SOBREVIVEN, COMO TRASFONDO, EN LA ACTUALIDAD, CUANDO LA CIENCIA Y LA RAZÓN NO SON CAPACES DE ACLARAR LA REALIDAD. TODAVÍA MARCADA POR LA RAÍZ GRECO-ROMANA DE NUESTRA CULTURA OCCIDENTAL, ESTOS MITOS RESULTAN VÁLIDOS EN EL ARTE.
DE TAL FORMA, UNA HISTORIA DE AMOR, LA DE STELLA Y MARCELLO: UNA JOVEN MEXICANA Y UN ITALIANO QUE HABÍA PARTICIPADO EN LA GRAN GUERRA Y VIAJADO A AMÉRICA EN BUSCA DE NUEVOS HORIZONTES, ASÍ COMO LA TRAGEDIA QUE CAMBIÓ TOTALMENTE SUS PLANES Y, SIN SABERLO, LOS LIBRÓ DE VIVIR EN ITALIA DURANTE LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL, SERÁ EL TEMA CENTRAL DE ESTA NOVELA.
EN ELLA EL TRATAMIENTO DEL TIEMPO NARRATIVO SERÁ CIRCULAR; EL PERSONAJE PRINCIPAL, IOLANDA, SE DESDIBUJARÁ APARENTEMENTE BAJO LAS FIGURAS DE SUS PADRES: MARCELLO Y STELLA. LA HISTORIA IRÁ HACIA ATRÁS HASTA LOS ABUELOS DE IOLANDA, TANTO LOS ITALIANOS Y SUIZOS COMO LOS MEXICANOS Y ESPAÑOLES. EL MARCO DE LA NOVELA SERÁ SIEMPRE LA BREVE VIDA DE IOLANDA.
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