El libro del rey perdido

El libro del rey perdido

Capítulo 1.

Valencia, Noviembre 2017.

Dicen que los astronautas sufren fuertes dolores de espalda durante sus primeras pruebas en gravedad cero. La columna deja de soportar el peso del cuerpo, y las vértebras, liberadas, se separan unos milímetros para volver a su posición natural. Sanador, pero doloroso. Ambas cosas sentía yo mientras abría los cajones de la cómoda, e iba encontrando viejos recuerdos de la familia. Jamás me habría atrevido a rebuscar en esos cajones en vida de mi madre. Y no porque ella me lo prohibiera, si no porque tenía miedo de reencontrarme con lo que guardaban.

Necesité un par de meses tras el entierro para volver a entrar en su casa. Y si lo hice fue porque la agencia inmobiliaria había encontrado un comprador. Pese a que era un piso antiguo, la zona se había revalorizado, y supe desde el primer momento que no pasaría página hasta deshacerme de él. La agencia me insistía en que el precio era demasiado bajo y estaba perdiendo dinero, pero tampoco les expliqué que mis prioridades eran otras. La única condición era que el comprador se tenía que quedar también los muebles, no quería ocuparme de una mudanza ni conservar nada de todo aquello. Cuando el día anterior recibí la llamada, supe que era la hora. Tenía que vaciarla de efectos personales.

Morir con sesenta y cinco años es morir muy joven, más si no se padece ninguna enfermedad. Mi madre se había dejado ir, hacía mucho tiempo que esta vida no le ofrecía nada. Llevaba casi veinte años viuda, desde que una cirrosis se llevó a mi padre recién cumplidos los cuarenta y ocho, pero decidió, o pensó que era lo que se esperaba de ella, que el papel que debía adoptar era el de afligida esposa que a partir de ese momento se tenía que dedicar a su único hijo. A mí. Pero yo también le fallé. Sin mi padre, y con veintitrés años, me liberé de la cuerda que me ahogaba, y el cielo fue demasiado amplio como para no volar. Me fui de Erasmus, encontré trabajo fuera de España, nunca me casé ni le di nietos. Cuando más me necesitaba, me separé de su lado. Y jamás me sentí culpable. Hasta ese momento.

Con el piso a punto de venderse, y sin tener que ocuparme de los muebles, llegó el día de enfrentarme al fantasma que vivía en la cómoda. Los cajones escondían carpetas azules de cartón con el nombre de mi padre, escrito a letra de mi madre. Las fotos con sus compañeros del taller mecánico donde trabajó, todos cortados con el mismo patrón. Bigotes, caras serias, cigarrillos en los labios o sujetos por los dedos, y mucha grasa en sus monos azules. Como si les molestara que alguien les hubiera hecho detener su trabajo para disparar la cámara. Como si sintieran violado su refugio de calendarios de chicas desnudas y cambios de aceite, sin tener más remedio que aguantarse.

Los papeles de la baja por enfermedad, las cartillas de renovación del paro, los avisos de embargo del banco. Análisis, ecografías, partes de ingreso en hospital. El certificado de defunción. Cinco de abril de 1998.

A medida que iba sacando papeles y carpetas, los amontonaba en el suelo, retrasando el momento de decidir qué hacer con todo aquello. Nunca supe porqué fui hijo único, ni lo pregunté. Sólo lo era y, por tanto, lo recibí todo. Lo bueno y lo malo. La gente de mi generación, nacidos en los 70, tenemos muy pocas fotos de cuando éramos pequeños. Los niños de hoy tendrán un millón, podrán reconstruir su crecimiento casi día a día, pero yo todavía me sorprendo cuando me veo en una imagen con ocho o diez años. Y allí estaban, hacía mucho tiempo que no las veía. Lo sorprendente es que las había visto cientos de veces, pero nunca las había observado.

La mayoría de fotos era de celebraciones. En la puerta de una iglesia tras un bautizo, en el cumpleaños del abuelo, o en una boda, con los novios, en el paseo que hacen por las mesas durante el banquete. Mi madre siempre en contacto conmigo. Rodeándome con su brazo, con su mano en el hombro o sentado en sus piernas. Mi padre siempre al lado, pero siempre distante. Sin una muestra de cariño, sin una sonrisa, adoptando un grave papel de cabeza de familia que tiene la responsabilidad de mantener a su mujer y su hijo, por duras que vengan las cosas. Un hombre de su época, de los que se ponían corbata tres veces al año, siempre la misma, y nunca deshacían el nudo. Actuando siempre como se esperaba de él. Que nadie pudiera decir que no era trabajador y que fracasaba en su misión de llevar dinero a casa.

Mi madre, con la elegancia propia de una familia humilde pero de labrado orgullo. Su mejor vestido, cardado de peluquería de esa misma mañana, y los pendientes a juego con el collar, herencia de la abuela. Sonriendo, conmigo a su lado, y cerca de su marido. Que nadie pudiera decir que no era una esposa feliz, abnegada y dedicada a su familia.

Me vi observando aquellas fotos tras varios años. Siempre lo había tenido delante, pero nunca me había fijado. Una vida donde tienes que ser lo que se espera de ti. Donde tienes que actuar como se espera de ti. Donde el que más trabaja, el que más horas hace, o el que más eleva la voz para decir cómo se podrían arreglar las cosas, es el que hace lo correcto.

La foto a la puerta del estadio del Valencia, donde España jugó los tres primeros partidos del Mundial´82. Mi padre, junto con los compañeros del taller, sacaron entradas en general de pie y varios niños fuimos con ellos. Estaba emocionado. Ir a un partido de fútbol de España, por la noche, y de un mundial. Apenas pude dormir el día del partido, me levanté pronto para que mi madre me ayudara a preparar la ropa y las cosas que metería en mi mochila. Yo quería ver la llegada del autobús, a los jugadores entrar en el estadio, tenía hasta papel y bolígrafo por si alguno paraba a firmar autógrafos. Me veía a mí mismo, colocándome el primero tras la valla, gritando a Santillana, Quini o Arconada, y que ellos se acercaban a saludarme. A mí.

Ese día, vestido con una camiseta de Naranjito y una gorra roja, aprendí lo que significa la palabra decepción. Entramos tarde al campo, los padres bebían cervezas en un bar cercano. El partido, contra Yugoslavia, ya había empezado, y tuvimos que hacernos hueco entre toda aquella gente de pie. Yo, con mi altura de niño de 9 años, apenas pude ver nada, por lo que mi seguimiento del juego se limitó a los gritos que daba el público. Mis expectativas habían sido demasiado altas. Que ese fuera el único partido que España iba a ganar en el mundial se quedó en una mera anécdota.

Saqué la caja que tenía mi nombre. Una caja de madera con un pequeño cierre metálico de bisagra, que cabía justa en el cajón, donde mi madre guardaba recuerdos de mis años de colegio. Las matrículas, el carnet de la biblioteca, los anuarios que editaban los Padres Reparadores, y cosas por el estilo. Entre los boletines de notas destacaba, el primero de la goma que los sujetaba, el de octavo de EGB, curso 1987-1988. El año en que todo cambió. O, al menos, en el que todo cobró sentido. Bajo mi nombre, aparecían las calificaciones por asignatura, las mejores notas que jamás saqué. Y aquella nota del tutor, el Padre Evaristo: “Buen trabajo, Alejandro. Vas enderezando el camino, pero hay que seguir trabajando para que no se tuerza”. Optimismo, pero no demasiado, al estilo conservador y esforzado de los años ochenta.

Aquel curso fue el último en que sólo éramos chicos en clase. Los Padres Reparadores, a partir de primero de BUP, ya admitían chicas en el colegio, y nos quedábamos boquiabiertos mirándolas cuchichear y reírse en el patio, muertos de envidia al ver a los chicos mayores que hablaban con ellas. Octavo de EGB era el último año de travesía del desierto, el objetivo era que pasara rápido, y no repetir, para tener el acceso al edén de primero de BUP.

Busqué la foto de final de curso. El Padre Evaristo, vestido de traje negro con alzacuellos, en el centro, y nosotros dispuestos en tres filas sobre el estrado, con la pizarra de fondo. Los de primera fila con una rodilla en el suelo, la segunda, en la que estaba el Padre Evaristo, de pie, y los de la tercera subidos en sillas. Cuarenta y tres alumnos. Serios, la espalda recta, las manos atrás, camisa abotonada hasta el cuello y repeinados con colonia. El protocolo anual del día de la foto.

Bajé del piso con cuatro bolsas de basura. Tres, las más pesadas, fueron a parar al contenedor azul, con todo aquello que no quería que formara parte de mi vida a partir de ese momento. Era un infantil intento de que desprenderme de todo eso significara olvidar, aunque sabía que no era posible, ni siquiera adecuado. La bolsa más ligera contenía las pocas cosas que iba a conservar. Pero en la mano llevaba aquella foto de octavo de EGB. Quería seguir mirándola, seguir recordando a aquel grupo de chicos que rodeaba a su tutor. Todos firmes, todos serios. Siendo lo que se esperaba de ellos en un día como aquel. Todos, menos uno. En el extremo derecho de la segunda fila, apoyado en sus muletas, con sus gafas de pasta marrón y apenas más alto que los chicos que clavaban una rodilla en el suelo, me seguía sonriendo Marco Santoro. El chico que lo cambió todo. El chico que hizo que todo cobrara sentido.

Los recuerdos pueden herir, pero, algunas veces, sacarlos a la luz hace que te sientas como la columna de los astronautas en gravedad cero, con las vértebras liberadas del peso del cuerpo. Doloroso, pero sanador.

SINOPSIS

Valencia, septiembre de 1987. Alejandro Escalona comienza octavo de EGB sumido en un mar de dudas. Su mayor deseo es aprobar para pasar a primero de BUP, donde su colegio religioso, dirigido por los Padres Reparadores y ubicado en un humilde barrio de la ciudad, ya admite chicas en las clases. Cree que ese será el comienzo de una etapa mejor, el cambio de niño a hombre. Pero sus malas notas en cursos anteriores, junto con una difícil relación con su padre, un hombre hosco y con problemas con el alcohol, hace que Alejandro vea su objetivo como un muro imposible de escalar. La llegada de un nuevo alumno, Marco Santoro, cambiará la forma de pensar de Alejandro, y su modo de enfocar la vida.

Marco, llegado desde Madrid por un traslado laboral de su madre, es un niño menudo, con una grave enfermedad, pero con una gran inteligencia. Ha sido su padre, Olegario, consciente de la precaria salud de su hijo y de las dificultades a las que se enfrentará, quien le ha enseñado desde pequeño a ver el mundo de otra forma y a tratar de resolver sus problemas de manera autónoma. Olegario, empresario fracasado debido a su peculiar visión, se siente fuera de lugar en un país en crisis, donde todavía muchas voces claman que cualquier tiempo pasado fue mejor.

Marco y Olegario ejercerán su influencia sobre Alejandro para que éste saque lo mejor de sí mismo, y será Alejandro quien muestre a Marco lo que realmente significa disfrutar de ser niño.

Una novela sobre el paso de la infancia a la adolescencia en los años ochenta. Una historia sobre cómo creció toda una generación.

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