Tayta Nina El Señor del Fuego

Tayta Nina El Señor del Fuego

Paulina Soto

16/02/2018

Capítulo 4

El Iwianch’

I

Beatriz tuvo un leve escalofrío mientras observaba el sol en su huída escandalosa y encendida tras el horizonte. Había subido a tender la ropa húmeda en los alambres de la terraza y luego se había perdido en sus tristes pensamientos. Desde allí podía observar distintos ángulos del barrio, teñidos de un suave color rosa del crepúsculo; la calle solitaria, el sofocado murmullo de las casas vecinas, la oscuridad solemne del patio de Anita, las primeras luces de las casas y los faroles. Se preguntó por milésima vez en cinco días dónde estaría su hijo, qué estaría haciendo, con quién estaría. Nunca había sido muy dócil que se diga, pero desaparecer de esa manera era algo que ella no comprendía. ¿Qué le había sucedido?

Todavía le ardían las vísceras por la fuerte discusión que había tenido con Anita, luego de 24 horas de no saber de su muchacho. Para ella, era obvio que Esteban, quien últimamente se había dañado bastante, lo había inquietado para irse quien sabe dónde. Era mucha coincidencia que ambos desaparecieran en la misma noche. El vecino al menos, había tenido el detalle de dirigirle a su madre unas pocas líneas; a ella, nada. Jorge había llamado ya a la policía para poner la denuncia de la desaparición, pero era muy poco el caso que le habían hecho. Lo único que habían podido hacer era aconsejarles que lo buscasen entre sus amigos más cercanos, y que mejor olvidaran los regaños por ahora e hicieran las paces.

El frío que se le colaba por entre las costuras de la ropa, hizo que una helada corazonada le corra a lo largo del espinazo. Tuvo la revelación de que esta vez, no se trataba de ninguna travesura, y aunque Jorge gritaba a los cuatro vientos que habían secuestrado a su retoño, y que para éstas alturas ya le habrían sacado todos los órganos para venta en el mercado negro, ella estaba segura de que algo en Jonathan había tenido un violento cambio.

La angustia se sentía cortante en las entrañas; en la garganta. Era su hijo. Fuera lo fuera, era su hijo. Mientras sus ojos barrían la calle de forma desesperada tratando de distinguir su silueta adorada, un suave velo cayó de su mente, provocando un oscuro recuerdo.

En un instante, un dolor espantoso recorrió cada molécula de su cuerpo, sintió la mortal atadura de sentirse paralizada sin remedio, y luego, aquella visión: el diablo. Un horripilante demonio de color rojo encendido, enorme y fuerte, que la tenía aprisionada, y la poseía causándole el más atroz de los sufrimientos…

Beatriz sacudió la cabeza tratando de deshacerse de aquella horrible visión. Volvió a ubicar en su cerebro el velo protector que la resguardaba contra la locura. Sintió un ligero mareo; se sostuvo de una columna aledaña para no caer, mientras se repetía a sí misma que nunca pasó.

Nunca pasó. Fue sólo un producto de su terror, de los narcóticos del brujo tramposo, del cuartucho tenebroso donde había caído prisionera. Su hijo, su hermoso hijo, era también hijo de Jorge, su esposo, y eso era todo.

—Estás temblando, —dijo una voz a sus espaldas, causándole un sobresalto y un gritito ahogado. Jorge sonrió con melancolía, cubriéndole los hombros con un chal de lana.

—Disculpa, no te quise asustar, —continuó él suavemente, rodeándola con sus brazos—, deberías bajar ya, te vas a resfriar y ya está bastante tarde.

—No ha de estar tan tarde, si acabo de subir.

—Son las once de la noche, Beatriz. No bajaste ni a merendar.

—¡¿Las once?! ¡No…! Pero si acabo de subir…

Jorge la miró dulcemente durante unos segundos.

—Yo también lo extraño, amor. No te preocupes más, seguro se le ocurrió darse unas vacaciones. Ya sabes como son los muchachos hoy en día…

Beatriz emitió un largo suspiro.

—Voy a ver si la Helenita ya está dormida, —dijo ella, deshaciendo el nudo de los brazos de su marido. Con valentía, se tragó la pelota de lágrimas que tenía en la garganta, bajó las gradas y experimentó la tibieza del piso hogareño como si hubiera sido la primera vez que sentía esa sensación abrigada y dulce. Abrió silenciosamente la puerta de la habitación de su nena. Ella dormía con una paz envidiable. Veló su sueño durante unos segundos, luego cerró la puerta y se dirigió a su dormitorio. Sabía que no podría dormir y que en unos minutos tendría que incorporarse para deambular durante las horas nocturnas, buscando que limpiar. La casa nunca antes había estado tan inmaculada.

Apenas la puerta se cerró, Helena abrió los ojos y se incorporó. Había estado vigilando los pensamientos de su madre, y por un momento, casi había vislumbrado su secreto. Pero era una mujer fuerte y su mente era como una caja fuerte. Sabía que algo muy malo le había pasado. Había llegado a captar el dolor, el horror y la repulsión, pero no sabía por qué. Al menos ahora estaba segura. Sí había un gran secreto, y estaba relacionado al nacimiento de Jonathan, su hermano desaparecido.

II

Esteban no sabía si estaba pisando la selva o un sueño. Ni tampoco si habían pasado horas o minutos. Una niebla espesa cubrió el suelo de repente como si se hubieran lanzado a una piscina y caminaran en el fondo. El peso era notable, como alzar un quintal de manos que halaban hacia abajo cada vez que daba un paso y sin embargo; sin sentirse las piernas, como si volara. Lo peor era la forma en que se atrasaba la vista. Trataba de fijar la mirada pero solo lograba sombras desenfocadas y percibía las formas de reojo.

El dolor agudo por las espinas de las ramas que se golpeaban en su rostro y brazos le daban la seguridad de que todavía continuaba en el mundo material, pero pronto, hasta esos leves arañazos le llegaban adormecidos. Escuchaba una voz a lo lejos que lo llamaba, ¿o lo imaginaba?, como un eco somnoliento. Cerró los ojos y sintió un fortísimo movimiento circular que mareaba por lo vertiginoso, como si hubiera caído en un remolino helado. Abrió los ojos tratando de controlar el espantoso mareo y se encontró de frente con una mirada furibunda y tenebrosa, que a él le pareció conocida, pero el vértigo no se había detenido y sólo se dio cuenta de que había estado cayendo cuando sintió el duro golpe en el suelo.

Al principio pensó que alguien lo tenía aprisionado y lo empujaba furiosamente contra el techo, pero después se dio cuenta de que solo era la fuerza de gravedad la que lo retenía contra la tierra fangosa. Cuando apoyó las manos para levantarse, y sentirlas vacías se acordó del tauna muskuy. Luchando contra el desmayo, y la confusión y tratando de aplicar la lógica por sobre sus sentidos trastornados, tomó su bastón mágico y rápidamente lo clavó en la tierra.

—¡Tikray! —gritó con todas sus fuerzas.

Un fuerte tornado se concentró en sus manos, mientras el demonio de la niebla era devuelto hacia el vientre de la Pacha Mama. El bastón vibraba con furia mientras extraños aullidos retumbaban sin saber de dónde. Esteban se aferró al madero como si estuviera naufragando, y no lo soltó a pesar de sentir la dolorosa sensación de una corriente eléctrica que le atravesaba el cuerpo. Poco a poco, los gritos fantasmales iban callando y su mente se iba despejando. Cuando el demonio al fin fue absorbido completamente, el anciano Yachak se incorporó de un salto y se le acercó tambaleando y agarrándose fuertemente la cabeza.

—¡Carajo! ¡Me agarró desprevenido! —exclamó, mientras corría a su lado trastabillando y luego, dándole la mano para ayudarlo a levantarse, —pensé que era nomás un supay, no un tayta puyu. Por suerte no tenía cuerpo, sino estábamos jodidos.

—¿Cómo dice? ¿Qué cosa era? —preguntó el muchacho aún algo mareado.

—Un tayta puyu. Poderosísimo. Los sacha taytakuna tienen el poder de controlar algún elemento de la naturaleza. Como tu amigo, el tayta nina.

—Menos mal que está de nuestro lado, —dijo Esteban agitando la cabeza tratando de despejarse—, y ahora, ¿hacia dónde?

El anciano señaló hacia un seto apretado de arbustos y enredaderas, y acto seguido se deslizó por una especie de portillo que tenía en la base. Luego continuaron por un sendero camuflado, aledaño al principal, que se abría en un ángulo recto directamente hacia la selva, un camino poco recorrido y lleno de maleza. Al menos la claridad y la natural actividad nocturna habían vuelto, y se veían algunas estrellas tímidas, escondidas tras el denso follaje. Caminaron durante unas cuatro horas más, hasta encontrar un ancho río que cruzaron haciendo uso de una tarabita. Continuaron, y luego de hacer equilibrio a través de un camino escarpado al filo de una corta loma, vislumbraron un pequeño valle donde se veía una choza, rodeada de un alto cerco y un pequeño sembrado aledaño. Estaba muy oscuro, pero no tuvieron problema en avanzar; Esteban, por su vista sobrenatural y el Yachak, por haber recorrido el camino muchas veces.

Cuando estaban ya a unos cincuenta metros de la entrada, oyeron retumbar el tiro de una escopeta. Se detuvieron en seco y el anciano le advirtió en un susurro:

—No digas ni una palabra.

Una mujer de semblante belicoso empuñando el arma fuertemente con ambas manos, salió lentamente a través de la puerta del cercado, y luego se puso a gritar muy fuerte. Aunque gritaba en kichwa, el muchacho entendió claramente que eran amenazas e insultos.

Cuando ella calló al cabo de algunos minutos, los recién llegados se acercaron con las manos en el aire, sigilosamente. Cuando al fin, la luz de la cabaña le iluminó los rostros, la mujer exhaló un suspiro aliviado.

—¡Don Antonio! ¡Por Cristo! ¡Qué susto!

—Marcelita… —contestó él mientras inclinaba la cabeza a manera de saludo—. Éste es Esteban…

—¡Ah! ¡El Samay Pushac! ¡Qué gusto joven! Pero pasen, pasen, —dijo la mujer mientras les palmeaba amistosamente la espalda.

Era una cabaña muy cómoda, mejor acondicionada que las que él había visto, provista de tapetes suaves e innumerables utensilios. Estaba dividida en varios ambientes a través de paredes de fina madera labrada. Adentro los esperaban tres niños y una niña. El mayor de ellos era un mozo, casi un hombre, que los miraba más bien con agresividad antes que con curiosidad. Le hizo una seña con la cabeza a la muchacha, quien no tendría más de diez años, y ella salió disparada de la habitación y se escondió tras una mampara.

—Estos son mis hijos: Kaar, Erenkam y Tzamarenda. ¿Se acuerdan de Don Antonio, el amigo de su padre? Miren, éste joven es el Samay Pushac.

Los dos niños se levantaron dando un grito de júbilo y se acercaron para tocarlo y observarlo bien. Enseguida trataron de quitarle el tauna muskuy y aunque se les cayó por el peso, continuaron un rato peleando por ver quien podía levantarlo.

—Y ella es mi niña; Awana, ven corazón, sal para que conozcas al guardián.

­­­Kaar, el mayor, rompió violentamente su silencio y se puso a discutir con su madre en lengua shuar. Ella se impuso de inmediato, y el joven, sin poder refutarla, salió fuera de la vivienda muy enfadado.

—Discúlpenlo, por favor. Ha sido muy difícil para todos, pero sobre todo para él. Mashurca era como su padre. Está muy afectado.

Esteban se imaginó cómo se sentiría. Casi había olvidado que iban a buscar las dolorosas pistas de un difunto reciente. Observó durante unos instantes a los niños que miraban hipnotizados la piedra negra de su bastón. Y luego atrajo su atención la presencia de la chiquilla. Una criatura muy hermosa, de rasgos delicados y mirada dulce. El guardián supo de inmediato que se trataba de una virgen del sol. Tenía el mismo halo místico que la Coneja, un suave brillo interior que se percibía extrañamente dorado cuando él cerraba los ojos. Ya había notado antes esta peculiar característica, en unas pocas, contadas muchachas, pero tan sólo ahora la relacionaba con el privilegio de estar consagrada al padre Inti.

Marcela despidió a los niños y luego hizo a los recién llegados que se sienten sobre el suelo donde había una estera hermosamente elaborada. Les sirvió molo, un buen pedazo de carne asada y un cuenco de chicha. Antes de que el anciano pudiera evitarlo, Esteban, que moría de hambre, devoró todo de cuatro bocados.

—¿Desea más, joven? —preguntó Marcela, entre divertida y asombrada.

—No, gracias Marcelita, —dijo el anciano mirando a Esteban con el ceño arrugado en mil pliegues—, necesito que este joven esté alerta.

—Pero…—balbuceó Esteban que seguía con hambre.

—A ver, tranquilo y calladito, ya te expliqué por qué no debes comer demasiado…

—Por mí no hay problema, —puntualizó Marcela—, tengo suficiente…

—No —dijo el Yachak terminante—. Tenemos mucho de qué hablar.

Los tres dieron un profundo suspiro, pensando en los difíciles temas que iban a abordar.

—Mashurca es un iwianch’, —soltó Marcela, pensando que lo mejor era decirlo de una vez—, ha venido casi todas las noches a verme desde que murió.

—Era de esperarse, —dijo el anciano—, aunque Mashurca era un hábil Jatunyachak, su muerte fue muy violenta. Además acaba de morir, hay que darle tiempo, ¿qué es lo recuerdas exactamente de su muerte?

—En realidad, no mucho, —susurró la mujer, echándose a llorar.

—Marcela, tenemos que saberlo…

—Don Antonio —protestó Esteban—, déjela en paz…

—No, está bien —dijo ella reponiéndose—, lo que quiero decir, es que no sé cómo sucedió. Fue el Gabriel; digo, el Kaar, el que lo encontró. No estoy segura, pero me parece que vio todo. Esa noche, el Mashurca estaba muy alterado. Traté de que me dijera lo que pasaba, pero todo lo que repetía era que la ignorancia me iba a mantener a salvo. Yo no estaba al tanto de nada, todo lo que sabía era que estaba manteniendo correspondencia con usted, don Antonio. Yo misma le fui a dejar la primera carta en el correo. Después de eso… ¡Ay! No sé como explicarlo, las noches se volvieron tenebrosas, densas. El Mashurca esperó su visita, pero como demoró, optó por viajar desde aquí a Milagro; al menos tres veces por semana tratando de despistar al espíritu oscuro que lo perseguía. No siempre lo lograba, y cuando su presencia se sentía en la selva, él se defendía con conjuros, cábalas, no sé.

Esa noche… no quiso comer. Nos advirtió que no salgamos bajo ningún concepto, hizo una fogata más allá del sembrado y se puso a cantar hasta medianoche. Yo estaba dormida y me desperté tiritando por lo helado que estaba. Se lo juro, nunca vi nada igual. Cuando noté que ya no cantaba salí a verlo, pero había una neblina tan densa que no podía ver ni mi propia mano, además de que era…, como que asfixiaba, pesada. Regresé para revisar a los niños y estaban profundamente dormidos. Estaban cubiertos con la manta que el Mashurca le había hecho tejer a la Awana, creo que eso es importante. El Kaar no estaba. Lo busqué por toda la casa y no lo encontré. Salí para buscarlo aunque sea a ciegas y escuché ese sonido que retumbaba, como si la tierra se estuviera riendo. Luego hubo un fuerte temblor, y de repente, la neblina desapareció.

—Desapareció… —repitió el anciano que seguía el relato con atención.

—No me lo ha de creer, pero así fue. La neblina y el frío ya no estaban y después el Gabriel vino corriendo asustadísimo y no podía hablar. Me haló hasta el lugar dónde estaba el Mashurca, ya muerto.

Los recién llegados guardaron un respetuoso silencio, mientras Marcela sollozaba recordando la escena.

—Lo peor, —continuó con voz temblorosa—, es que no tenía cabeza. Dimos parte a la policía pero no pudieron hacer nada, quiero decir, no sabían qué había pasado, ni por qué, y no pudieron encontrar la cabeza faltante por ningún lado. Supusieron que había sido alguna pelea entre tribus. Lo único que pudieron hacer fue el levantamiento del cadáver, y la autopsia, claro, y al fin, ayer devolvieron el cuerpo. Lo enterramos en un claro, cerca del río que era donde le gustaba meditar. Es muy raro que ninguno de sus amigos haya venido a verlo, ningún shamán, ningún jefe de las tribus cercanas, nadie. Ustedes son los primeros. Tengo la impresión de que tienen miedo…, y no sé por qué.

Además, —continuó Marcela—, esa espantosa neblina ha vuelto a aparecer cada noche. Y lo más raro es que no entraba dentro de la casa, pero rodeaba la choza como si fuera colada de avena, así de espesa. No podíamos salir de noche, y el Kaar, no salía ni siquiera de día, ni para visitar la tumba de Mashurca. No ha comido, ni ha dicho una palabra, hasta que llegaron ustedes.

—Pues ya salió, —acotó Esteban—, y me parece que ya habló también.

—Y la niebla desapareció, —observó Marcela—. Y todo porque llegaron ustedes, ¡ah!, es una buena señal.

—Marcela, me dijiste que el Mashurca es un iwianch’, ¿cómo lo sabes?


SINOPSIS

“El Tayta Nina”

Paulina Soto

Ecuador

Esteban Saritama realiza un viaje a Quito en búsqueda de un posible nuevo Samay Pushac (Guardián de los Sueños), junto con el anciano maestro. Encuentra al nuevo guardián, pero resulta imposible iniciarlo en el arte de la cacería de demonios, pues debe ser rehabilitado. Mientras tanto, en Loja, el Tayta Nina (El Señor del Fuego) ha despertado. Está ávido de venganza, y nuevas y oscuras emociones afloran en su carácter otrora alegre y despreocupado. Su hermana busca desesperadamente la causa de su repentino cambio y se da cuenta que la causa está en su misma naturaleza. Esteban regresa a Loja para enfrentar todo el poder desatado y la furia de su mejor amigo transformado.

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