Prólogo a la imbecilidad
Yo no conocí el amor. Conocí la pasión. Y si bien, según mi parecer, viví cinco años únicos e irrepetibles, reconozco que ese ardor casi me mata. Me incendia viva. Que aún a veces, más a menudo de lo que me gustaría, me quema.
Siempre me llamará la atención la adulación excesiva con que las artes caracterizan a la pasión. La esculpen, la ilustran, la filman o le dedican páginas enteras, como estoy por hacer yo. La pasión es una fábrica de obras. El motor de los impulsos eróticos. La chispa de la pasión es una musa de inspiración; aunque siendo honestos, puede hundirte bajo tierra hasta que sólo la muerte te aísle de su dominio. Porque la pasión aliena. Esclaviza. Te transforma en un imbécil. Te determina. Calienta los órganos del cuerpo, acelera el metabolismo y lo deja sediento hasta un próximo encuentro. La pasión es el aturdimiento de los sentidos. Un camino solitario que no tiene retorno. Una adicción sin cura.
Estoy a punto de exorcizar el conjuro de la pasión. De recortar los trozos de mi vida, buscar a tientas en mi memoria las piezas del rompecabezas y rearmarlo. De no hacerlo, los años en que me perdí en su laberinto habrán sido una botella echada al mar. Su mensaje se habrá hundido en la oscuridad del fondo del océano. Y su misterio jamás habrá sido revelado.
Los artistas han estimulado nuestros sentidos desde el origen de nuestra existencia. En el siglo XIII el poeta y sabio persa, más conocido en Occidente como Rumi, escribió: “todas las partículas en el mundo están vivas y buscando a los amantes”. En los siglos XVIII y XIX el japonés Kitagawa Utamaro extendió su seducción al mundo entero con su despliegue de grabados de intenso erotismo explícito. Ana Karenina de Tolstoi es el estereotipo de la apasionada que pierde la cordura. Las piernas de Rachel McAdams envolviendo la cintura de Ryan Gosling bajo una tormenta eléctrica en The Notebook de Cassavetes, es el sabor del ardor en el séptimo arte. Las representaciones apasionadas excitan. Es previsible que aún los más conservadores sientan cosquillas en la piel.
Que el arte atraviese sin distinciones de sexo, ni de edad, ni de raza con el dardo envenenado de la pasión es un hecho irrefutable. No obstante, con humildad, nada de lo que he visto, leído o escuchado se aproxima siquiera un poco a la marca que en cuerpo y en alma sella la inefabilidad del amor pasional. Una marca parecida al efecto que surte la mezcla de un alcalino en agua. El alcalino literalmente explota.
Sí, así es. El amor pasional es una molotov. Su química circula por la sangre doblegando al cuerpo; luego a la razón a la que hace añicos; más tarde quiebra al alma a la que intoxica con su emoción. La pasión tiene la habilidad de transformar a una persona sensata en un ser irracional. En una estúpida sin nombre. En una perfecta imbécil. Eso, me pasó a mí.
Una primera pincelada
Estar entre sus brazos aquella noche en un muelle roído por el Río de la Plata y una escollera en que el oleaje se agolpaba a empujones de viento sin mar. Punto de encuentro de pescadores y de paseantes acostumbrados a la falta del perfume de sal. Río ancho, espejismo de un océano simulado por la corriente de agua más ancha del mundo. La luna arriba, turgente, formidable, y él rodeando con sus manos de cáscara mi espalda de fruto de nogal. Sus manos gigantes envolviendo mi cintura. En sus besos de muelle, en su boca oruga y en sus besos alas de mariposa. Entre nosotros un suspiro en el tiempo prometía que esa noche y las que vendrían, no serían más nunca una igual a la otra. Esa noche sería la plenitud del sol en el horizonte. Noche de los abrazos aturdidos por la fiebre, las piernas calientes cruzadas y las espaldas húmedas. La unión nos derretiría hasta hacer de nosotros, dos cuerpos en un charco sin tierra, sin territorio ni continente. En la fusión de ambos daba lo mismo haber nacido en una casilla de adobe que en un palacio. La locura carnal devora las diferencias. Las traga gajo a gajo como se comen las naranjas en verano.
Esa noche los abrazos suspendían la historia. El eco del silencio repetía un mantra al infinito: “no soy, no tengo, no soy, soy nadie”. El roce entre ambos ponía en marcha una maquinaria de inconsciencia; nuestros cuerpos eran el magma de un volcán a punto de emerger con piedras, humo y fuego. Para destruirlo todo. Todo lo que hubiéramos sido. Pero el amor no es la pasión. Ni la pasión el amor. Son dos cosas distintas. La gente suele pensar que van juntas como los dedos en la mano. Sinceramente no lo creo. No fue así para mí. Y a pesar de lo agria de esta declaración, de lo amargo que significa para mí reconocerlo, admito y admitiré siempre que nunca en mi vida lloré ni lloraré a nadie con tanta furia, con tanta duda, con tanto desconsuelo como lo hice por él.
Inicio fulminante
La noche en que lo conocí el universo pareció querer recompensarme por mi altruismo. Aunque a saber por la cualidad de mi acción humanitaria, no me ofreció dinero, ni un ascenso laboral. No. Me acercó a Paulo. Así se llamaba él. En verdad, aún así se llama, Paulo Azevedo. Yo soy Ana. Ana García.
Por aquél entonces, en mis treinta, tenía la costumbre de vincularme con mujeres que ocultaban detrás de una sonrisa una tragedia. Y no es una metáfora. Es exacto. La gente triste suele sonreír por educación, por ingenuidad y por un poco de amor al prójimo. Sonreír también es un mecanismo de defensa. Los angustiados y los deprimidos suelen ser rechazados. No cuajan con los tiempos del dinero como representante de dios en la tierra.
Por aquellos tiempos predominaba una fase de mi personalidad que mis amigas llamaban Florence Nightingale, en memoria a la gloriosa enfermera italiana que entregó su vida a la salud de los soldados de la Guerra de Crimea. Por aquellos tiempos, decía, compartí unas cervezas con una mujer que acababa de alquilar en el mismo edificio en el que yo vivía en la Ciudad de Buenos Aires. La gran capital argentina. Claudia, se llamaba; 28 años, tez muy blanca, ojos negros intensos, pelo cobrizo. Había tenido un padre extraordinariamente rico. Un hombre de negocios que un mal día cayó muerto de un infarto. Al morir dejó una alfombra de deudas que la inmoral de la madre de Claudia y de su hermano mayor, decidieron honrar, prostituyéndola. A los años de vender su cuerpo a empresarios de gustos non sanctos, el portafolio de clientes de su padre, Claudia huyó a España. Allí conoció a un traficante de drogas, se enamoró, se hizo adicta a la cocaína y quedó embarazada. Con su pequeño hijo bajo la piel, huyó de su segunda tragedia. Regresó a la Argentina con una mano atrás y otra adelante.
La conocí cuando su niño tenía ocho años. Ella había trabajado en una compañía de telefonía que le había entregado una indemnización por despido. Al trozo de vida que a ella le quedaba le ofrecí mi compasión. Una tarde en que había estado llorisqueando porque era su cumpleaños y no tenía a nadie con quien festejar. –No estás sola. Salgamos esta noche. Vamos a divertirnos–le propuse. Era noviembre de 1998. Veinte dos de noviembre, viernes de primavera. La brisa tibia invitaba para falda y pantimedias. Una blusa floreada de satén, un saco de algodón negro. En mis pies unas guillerminas granas que resultaron por arte del gusto cargar con la flecha de Cupido de aquella noche.
Con treinta y dos años y labios abiertos a la brisa, acompañé a esta morocha rojiza de mirada lánguida. Salimos con el corazón optimista hasta una pizzería que dos años atrás había roto todos los esquemas de los restaurantes italianos porteños. “Filo”, una pizzería con una barra novedosa, empapelada con citas de Kandinsky y de Klint. Como innovación una cabina en la que los primeros DJ de los 90’s hacían sonar trance en un ambiente distendido de aromas cítricos. Luces en todos los ángulos, suaves y cálidas, policromadas como las pizzas. De impronta italiana pero con productos americanos. Pizzas de rúcula, de verdeo a la manteca con escamas de parmesano. Círculos postmodernos de masa decorada con hierbas, con tomates y con especias exóticas.
Nos sentamos en unos sillones tapizados que utilizaban la pared como respaldo. Como si las angustias de nuestras vidas nos hubieran enviado al rincón. Ahí nos quedamos las dos, regalando ojeadas a quienes entraban y salían. Insisto, a Claudia apenas la conocía. Lo mío esa noche era un acto de bondad. Mientras distraída contaba piernas y brazos, en un tris, no sé en qué momento exacto ni bajo qué justas circunstancias, ingresó al lugar una mujer con el pelo teñido de naranja y un tutú descolorido y ajado ajustado a la cintura. Debajo de las capas de tul, un pantalón raído. Y así como llegó la excéntrica bailarina alunada, Claudia saltó del sillón, se acercó a la pelirroja, la abrazó y se sentó con ella en la barra, dejándome atrás como a esas muñecas que se olvidan en el desván. “Ahora soy yo la que está sola”, pensé. Me quedé inmóvil analizando la estafa que el cielo me estaba jugando, sin atinar a levantarme ni a irme, pues para aquel entonces aún no tenía experiencia en las huidas dignas. Tales como volver a casa a leer un buen libro. O a escuchar algo de Leonard Cohen. Por ese entonces me seguía llamando la curiosidad indagar sobre la condición humana. Como una antropóloga urbana me quedé más de media hora examinando como aquellos dos cachivaches se mofaban de mí dejándome librada a la nada. En ese estado de incertidumbre, casi a solapo porque me inundaba una leve vergüenza ajena, me animé a mirar hacia la puerta por donde ingresaban jóvenes con grandes voces, adultos riendo, mujeres hermosas. Entre ellos me pareció ver entrar a un hombre fornido que en pocos segundos evitaba unas sillas, se abría espacio entre las mesas y apostaba su cuerpo sobre el mismo banco en que estaba yo. Al sentarse apoyó uno de sus brazos contra el mío. Me alerté. «Debería moverme»-pensé. «No. No me muevo». Y en esa entrega circunstancial, sensual e inusual, el cielo me regaló una descarga de vida. A una velocidad meteórica a través de uno de mis hombros descendió un rayo eléctrico que al llegar a mi mano pegó la vuelta.
–Qué lindas guillerminas. A mí me encantan los zapatos de mujeres–opinó el insolente que acababa de apoyarse sobre mí. Se refería, claro está, a mi calzado granate.
–Sí, son muy lindas—asentí.
A partir de ese momento, él, a quien no había siquiera mirado a la cara, abrió su boca para destrabar de su cerebro toda clase de anécdotas con la rapidez de un lavarropas en comando centrifugado. De repente, hizo un alto en mi tonada cordobesa, descubrió que había nacido en la provincia mediterránea y reactivó su modo lavarropas para despacharse con una serie de aventuras sobre su tierna niñez en las Sierras Chicas cordobesas, entre ovejas, caballos y vacas serranas. Según contaba, su madre y sus tías también eran de Córdoba. Algunas de sus historias eran imaginativas y frescas. El dándole de comer a las vacas; él bañándose en un río; él pescando mojarras en los arroyos; él recreando en el aire una niñez feliz, clásica apuesta de un maestro de la seducción. Después de casi una hora, se silenció y sin titubear, preguntó:
–Disculpame. ¿Vos también sentiste un rayo de electricidad bajar y subir por tu brazo?
–Sí–respondí–atragantada por la sincronía de los hechos. Entonces giré la cabeza para mirarlo. Me gustó. Sin haber aún digerido lo que estaba pasando, Paulo me miró a los ojos y hechizándome, me propuso:
–¿Nos vamos de acá?
–Sí–contesté sin titubear. Y en ese estado de inconsciencia, motivada por la sorpresa eléctrica de nuestro encuentro, y con una voluntad en Babia, me acerqué a Claudia para contarle que me iba.
–¡¿Te vas?! ¡¿Con él?!–reputó Claudia arrugando el ceño y frunciendo la nariz como novia despechada.
–Sí, me voy–aseguré con la certeza de que con ella y con su amiga de tutú desvencijado estaba más a la intemperie que con aquel desconocido. Abandonamos el lugar. Uno al lado del otro, sin tocarnos, sin pronunciar palabra. Caminamos hacia una cochera privada. A medida que él fue acercándose a la casilla del encargado para pagar, empecé a caer en la cuenta de lo que estaba haciendo. Me estaba yendo a no sabía qué lugar con alguien de quien no sabía ni el nombre, cambiando por completo mi plan, si es que aquel otro podía llamarse plan, y dejándome llevar por mis instintos más salvajes. Como un animalito. Entonces lo miré un poco. “¡Le cuelga un poco el pantalón!”, me dije. “Es alto, es enorme”, observé. Luego reparé en el modo tan particular en que guardaba los billetes que sacaba de su bolsillo. «¡Es un bollo de billetes arrugados!” “¿Por qué guarda el dinero como si no le diera valor? En fin… ahí viene”. Al salir de la cochera raspó el guardabarros delantero con un pilar del estacionamiento. Siempre me quedó la impresión de que ese choque había sido la epifanía de lo que ese encuentro sería en nuestras vidas: una herida de acero. Una disparo de fuego que ardería como hoguera de hechiceras.
–Vamos al “Living”–me dijo en el auto.
En honor a la verdad, no tenía la menor idea del lugar al que estábamos yendo. Supuse que íbamos a una discoteca y me entregué como un marinero al canto de las sirenas. Casi no conversamos durante el viaje. Llegamos al “Living”, una disco bar. Nos recibió una escalera muy empinada con dos patovicas en la puerta a los que él saludo dándome a entender que era habitué. Subimos. Llegamos a una de las barras. Me pidió que lo esperara. –No te vayas. No te muevas de acá. Ya vengo–insistió. Lo esperé en una esquina sombría donde las luces sólo chocaban contra las botellas que adornaban los anaqueles de madera. La música resoplaba en el ambiente. Tardó un rato, más de lo que estaba con ganas de esperar en esa situación insólita, y empecé a ponerme ansiosa. Me acerqué hacia la zona donde estaba, lo vi trabar un par de palabras con un hombre entrado en años que vestía un tapado beige que sobrepasaba sus rodillas y al que un fortachón parecía cuidarle las espaldas. Ahí vi a Paulo por primera vez en acción, aunque no atiné a comprender qué había visto exactamente. Eso sí, conservé ese instante también mucho tiempo en mi recuerdo. Paulo había entregado a ese hombre un paquete pequeño, algo que quería ocultar. Me sentí unos segundos levemente incómoda. Aunque no pregunté nada. Ese fue mi primer error. Haberme dado cuenta de algo turbio y haber mirado hacia otro lado. También es cierto que intuí que el hechizo de la noche se rompería si preguntaba algo.
De las sombras, de repente, reapareció Paulo, y como quien quiere tapar el sol con un dedo, se acercó tierno y posiblemente con un dejo de culpa. Me tomó una mejilla y me besó con sus labios gruesos alucinantes. Luego me tomó la mano y me guió hacia un salón repleto de sillones de un cuerpo, de dos, de tres, de cinco. Los Bloody Mary, los Daiquiris, los cócteles con leche, con frutas, pasaban de mano en mano. Paulo se fue abriendo espacio hasta la barra. Conmigo en su mano, sintiéndome ligera y entregada, giró la cabeza y apuntando con su dedo índice hacia mi corazón, disparó: –Mirá que si te enamorás de mí vas a ir conmigo hasta el fin del mundo–. Me extasié y quedé muda. Por primera vez en mi vida la tierra se abría fértil en su extensión. Toda a mis pies.
SINOPSIS
Un inesperado encuentro eléctrico entre una correctora de estilo free lance y un traficante de drogas de baja talla de la Ciudad de Buenos Aires, desata una historia pasional que marcará a ambos por el resto de sus vidas. Paulo y Ana provienen de dos mundos completamente opuestos; sin embargo, una química física salvaje los zambullirá en noches de hoteles alojamiento, de furia de discotecas, de tardes de carcajadas, de peleas casi teatrales, de ánimos extasiados en los misterios de la noche porteña. A pesar de que Ana vive acechada por los fantasmas de la moral de la clase media intelectual de la que proviene, no podrá encontrar los límites internos para abandonarlo. Paulo, crecido en una familia pobre de un barrio de tangueros, libertino, acostumbrado a un cotidiano de riesgos y afecto al consumo de drogas, jamás podrá aceptar que Ana no se juegue la vida para construir una familia con él. Juntos viven una historia de peleas constantes conjugadas con el placer y el goce. En común tienen una pasado de pérdidas, de desarraigo y de desamparo que logran soslayar hasta que Ana le anuncia a Paulo que está embarazada y que, a pesar de desear a ese bebé, no está dispuesta a tenerlo después de que Paulo le revelara los secretos de su vida. La suspensión de ese embarazo irá entristeciendo a Ana hasta cambiarle profundamente la mirada. Una mirada que sólo Paulo puede comprender en cuerpo y en alma. Con el paso de los años el destino les ofrece una segunda oportunidad que, a pesar de las evidencias de los hechos pasados, de los encuentros fugaces e intermitentes entre ellos, de las contradicciones inexpugnables, concluye en el nacimiento de un hijo. Pero que también inicia el mayor de los desencuentros entre los tres.
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