Al salir del metro de “Pirámides”, un furioso viento me da la bienvenida. Me acomodo la bufanda al cuello y cruzo la Glorieta rumbo al puente de Toledo. Un sucio e inerte Río Manzanares duerme, muerto, bajo mis pies. El viento sopla fuerte luego de la intensa nevada que aún persiste en el suelo y la gente camina presurosa envuelta en mullidas camperas. Un temprano, triste atardecer, el frío, tu silencio.

Cruzo el puente y mis pies me llevan directamente al bar “Vadillo”. Saludo a Luz, la camarera Dominicana, y le pido una copa de vino tinto. En el bar los camaradas viven su final del día con la calma típica de un martes invernal. Saco el libro de Sam Sheppard y leo pasivamente mientras Luz acomoda su siempre generosa copa frente a mis ojos. Leo abstraído, y al acabar mi bebida pido otra. Hablo con mi camarera que me dice que le han rebajado su paga, que cuando me invitas a salir chico, “que cuando quieras” le digo, si siempre dices tú lo mismo cabrón, “es que tú ya no me visitas más en casa”, claro para meterte en la cama conmigo siempre estás pero para salir un ratico por ahí nunca, “no mi amor, sabes que no es así”, cállate argentino mentiroso… Me dice y se aleja a atender a dos españoles recién llegados. Veo entrar a Rodrigo, y su eterna colgadura, por la puerta, y al notar mi brazo apoyado en la barra se dirige hacia mí sin dudarlo.

– Que haces “chabón” – me saluda imitando el acento Argentino. Lo abrazo y llamo a Luz con una seña, que sin preguntar le sirve una copa de vino a mi amigo. Yo tampoco me preocupo en preguntarle, mientras tenga una bebida frente a él con contenido alcohólico, Rodrigo no se preocupa demasiado en saber “que más contiene”. Me cuenta que está filmando en “La Latina” un documental para una ONG, que le van a pagar bien, que tiene otros proyectos en puerta, que por qué ya no vienes más para casa, “es que tu amiga ya no me invita más” le cuento, y tu rostro vuelve a aparecer. Bueno, tú sabes que la polaca está un poquito loca, pero te extraña, te quiere en serio, yo dudo un poco de su última afirmación, la llamo a Luz y le digo que nos deje la botella de vino entera, “para que no trabajes tanto, amor”, le sonrío. Ella me mira, junta sus labios y levanta las cejas, mueve su cabeza de un lado a otro y deja el vino frente a nuestras copas, luego se aleja meneando sus caderas con soltura. Lleno las copas y bebemos, mientras por la ventana se ven caer tímidas gotas de lluvia, que empujan a la gente a trotar rumbo a su destino, varios de ellos deciden entrar al bar, me imagino sus mentes diciendo: “¿Qué más da? Una copita más y ya…”

Rodrigo recibe un alerta en el móvil y al rato se va rumbo al femenino llamado. Acabo la botella y Luz, rápidamente, vuelve a llenar mi copa:

– La casa invita esta chico – Me dice con su acento centroamericano y me sonríe con su interminable boca, una frutilla caliente olvidada en la nieve, mientras me habla de su hijo, que hace años que no lo ve, que lo extraña, que cuando pueda lo trae para Madrid, “aunque ahora se está poniendo fulera la cosa”, que está esperando que le salgan los papeles para poder, luego de más de cuatro años de transito ilegal, ser “una ciudadana”…

Bebo mi copa de vino mientras miro por la ventana. La noche se posa completamente sobre las calles semidesiertas, calles de invierno, mientras nosotros, vagabundos de paraísos artificiales, caminamos por ellas inmersos en la promesa de una luz venidera, de una sonrisa eterna…

Me acabo el vino y salgo del bar. Pienso en ir a casa, pero prefiero caminar y perderme escuchando música. Paso por un supermercado chino, compro una lata de cerveza y dejo que mis pies me guíen adonde quieran guiarme. Vuelvo a cruzar el puente y camino por la Calle de Toledo rumbo a La Latina. A mi lado un camión cisterna barre con furiosos chorros de agua la basura del día y la lluvia cesa del todo, dejando ver una difusa media luna en la eterna noche.

En La Latina, las luces no son las mismas de un fin de semana, se ven a los insaciables trasnochados de siempre andar por las calles o malgastando su tiempo en los reductos que no duermen jamás. Me dirijo directamente al bar Flamenco, en la Calle de la Paloma. Los gritos se escuchan desde afuera, el circo de la noche está ,como siempre, en su apogeo, sin importar el día o el año, siempre sonando un tanguillo marinero, siempre una gran carcajada que espanta las penas y renueva la sangre.

– ¡Que pasa niño! – La turca me grita al entrar. – ¡Hace tiempo que no aparecíais!

Su sonrisa, caliente expresión de su alma, me abraza. Me presenta a unos amigos y luego nos sentamos junto al ventanal que observa el afuera. En la pantalla de video se ve un recital de Ojos de brujo y las cuerdas invitan a navegar en la noche, perderse del mundo, la realidad paralela que crece bajo una luna azul y se multiplica, un eterno nacimiento que aplaza la muerte del día.

La turca me habla con su ronca voz, mi ángel de grandes aros, que colorea la noche y quita las penas marchitas. Y me habla de su Jerez natal, una vez más, y sus ojos se inundan de un brillo profundo y voy en busca de un vino para seguir rumbeando. Me siento y le lleno su copa y la mía, mientras noto que mi celular me llama. Un mensaje de Krystyna, lo abro con temor.

– La polaca loca – le digo a ella, levantando con mi mano levemente el móvil.

– Si, y ya te he dicho que te va a dejar seco, mi niño. – Me contesta, resignada a verme perdido en el mundo de mi gitana del Este. Como siempre, sus palabras me sacuden, ahora tiernas, que me llaman. Pero hoy no. No iré corriendo a sus pies, hoy solo beberé mientras vago por el silencio y la locura de la verdadera Madrid. La turca, como buena anfitriona y dueña del lugar, va a entretener unos minutos a sus huéspedes, mientras yo saco mi cuaderno y escribo alguna fugaz y sencilla palabra en la hoja.

Joan, el catalán perdido en Madrid, se acerca. Apenas puede conversar, pero como siempre sostiene una, relativamente lógica, charla.

Camínalo, rompe el cajón / saca los cueros, Camínalo…” se escucha por los parlantes.

– ¿Qué escribes cabronazo? – me balbucea Joan. Su cara, pergamino voraz de la vida, se arruga en sus eternas marcas, y sus negros y rasgados ojos intentan enfocarme. Le paso el cuaderno para ahorrarme el trabajo de explicar la mentira. Luego de leer concentrado un rato no tan largo, me mira con sus achinados ojos, se ríe y grita:

– ¡Ja, ja, cabrón, esto es la mierda verdadera! Pero lástima que no se lo vais a vender a nadie… Los idiotas solo comen estupideces, no sienten, no sangran, solo abren y cierran sus bocas como inútiles pececitos encerrados en una diminuta pecera… En fin, te vais a morir de hambre… – Se ríe a carcajadas. Nos enfrascamos en una disertación literaria, de analfabetos literarios, sobre lo “bueno y lo malo”, sobre lo que alimenta el alma y lo que manipula el ser. Por suerte, la turca llega, lo echa a Joan y se sienta a mi lado.

– ¿Y qué pasa con tu polaca?

– ¿Hoy? Nada – Le contesto.

– Tu sabes mi niño, eres un alma pura, y yo haría de ti un hombre, pero tú sigues eligiendo a las niñas, niñas trastornadas…

– Claro, turca, pero aquí en la noche no bajaría jamás a tierra…

– ¿Y para que quieres tu bajar? – Sus negros y grandes, hermosos ojos de tierra gitana, me investigan el alma. Los rulos caen rabiosos sobre su rostro, y los colores de su ser, de su nómada vida me sonríen.

– Tú eres igual a la otra loca que me busca, estrellas errantes que vagan por las calles, no hagas promesas inútiles, ya no soy un chiquillo…

– Y tú eres un cabrón… Y no me compares con la rubia guiri esa, por favor. – Acerca su rostro y me besa en la frente – Tu sabes que te espero. – Me sentencia y se aleja a atender a una pareja recién llegada.

Y la noche…sigue la noche en su cantar. Vagan las sombras bajo la oscuridad, buscando repiquetear, sonando un candombe anochecido, buscando bajo la luna un motivo…

Salgo del bar de la turca, que me obliga a llamarla en un rato, y cruzo las calles de la Latina. Me tambaleo entre las cajas de los comercios chinos, que adornan las estrechas calles, calles que se transforman en la noche, que dejan paso al ritmo enloquecedor del día y se vuelven una canción proletaria, esa mezcla de ciudad del futuro, donde los desterrados de la sociedad capital y lista, intentan forjar una vida digna. Pero se encuentran de lleno en un infierno, en una Babilonia del futuro, donde solo queda tratar de sobrevivir y mantener “su cultura” como sea…

Llego a la Plaza de Tirso de Molina y, en la noche, me encuentro con la luz de los trasnochados que no tienen futuro y la música de los desterrados, de los olvidados, se hace escuchar. Un grupo de africanos y algunos españoles, beben cerveza y cantan, tocan tambores y bailan, mientras los camareros de los bares que rodean las plazas, juntan las mesas de las terrazas con su mirada cansada y los chorros de las fuentes modernas escupen agua y adornan este pequeño espacio de cultura entremezclada, donde vagamos inmersos en la nada… Y todo se vuelve tan difuso…

Me mezclo entre el grupo que canta, desafiando el frío, volviendo a su tierra o alejándose de ella, un negro canta en un francés rustico una especie de reggae acompañado de algunos tambores que suenan tímidamente. Dos policías apoyados en sus motos beben café y hablan, sin importarles demasiado. Aun es relativamente temprano, pero cerca de medianoche cumplirán su deber y dejarán desierta la plaza, empujando a los trasnochados para otro lado, donde ya no sea responsabilidad de ellos. Miro el edificio que crece frente a la plaza, en uno de sus balcones, creo que es de la CNT (Central Nacional de Trabajo), cuelga una bandera pidiendo “¡Huelga General, abajo La Patronal!”, a unos metros, en el bar El Frontón, los empleados terminan de juntar las mesas y hablan con los últimos clientes que apoyados en la barra discuten sobre algo. Un marroquí me dice que tiene “móviles” para vender y me pasa una cerveza. Le contesto que no tengo dinero para gastar en móviles, todo bien me dice, “si algún día necesitas uno, búscame”, claro, le contesto y le devuelvo la botella. Alguien prende un porro y otros cantan, y yo me dirijo al barrio de Lavapiés por la calle del mismo nombre. En los costados de la estrecha acera se acumulan cajas y bolsas de basura de los comercios que pueblan el barrio. Paso por una pequeña plaza donde un grupo de africanos sobrevive a la noche, uno de ellos me dice “¿quieres chocolate?”, no, le contesto y sigo andando. La mayoría de los bares están cerrados y el barrio está casi desierto en comparación a cualquier día de verano. Entro en un pequeño tugurio y pido una copa de vino tinto. El lugar es estrecho y una española con sus brazos ocultos tras los tatuajes que lo adornan, me sirve mi bebida. Hablo con ella. En la barra una pareja bebe sus copas en silencio mientras fuman y miran a un grupo de dos ibéricas y tres morenos que ríen en una mesa junto a la ventana. Una rubia con dreadlocks entra por la puerta, va hacia atrás de la barra y besa a la española de los tatuajes. Empiezo a sentirme algo cansado y acabo mi copa y salgo rumbo al bar de la turca. Camino por el barrio de Lavapiés y me dirijo a La Latina. Al llegar al bar, la turca me sonríe y yo la ayudo a terminar de limpiar unas mesas. Ella despide a su ultimo habitué y luego bajamos las persianas, cerramos el portón con llave y vamos rumbo a su departamento. Ella me abraza y bajamos por la calle Embajadores sin hablar demasiado, acurrucados contra el frío y acompañándonos en la noche invernal. Pasamos por la entrada del Metro de Acacias donde, juntos uno al otro, una pareja duerme entre cartones, residuos olvidados del día. Llegamos al edificio y subimos por el ascensor hasta el piso séptimo. La noche ha llegado a su fin, por lo menos para nosotros dos, mañana un día más…

Me despierto aturdido por un sueño donde una vieja novia me gritaba que tenga cuidado, que pronto algo sucedería… Tardo algunos segundos en reconocer el cuarto de la turca. Ella duerme a mi lado profundamente, yo me siento en la cama y acaricio a Bebe, la gata negra de mi andaluza, que ronronea al sentir mi mano en su cuerpo y se retuerce entre las sábanas. Voy hasta la cocina, preparo un café instantáneo y lo bebo en el balcón del departamento, respirando el frío aire que despabila mi mente rápidamente. Allí abajo, los coches pasan sin tregua y la gente sale y entra del metro de Acacias. Recuerdo que hoy tengo una entrevista para un trabajo y decido irme a casa a cambiarme. La turca sigue durmiendo y me escabullo sin despedirme como tantas otras veces. Bajo por un solitario ascensor y saludo con la cabeza al conserje del edificio que lee un diario gratuito y apenas levanta la cabeza cuando paso a su lado. El día transforma a la desierta Madrid de ayer en la noche en una ciudad que cobra vida y velocidad, la gente va de un lado a otro, mientras un tímido sol se cuela entre los edificios. Paso por la plaza de Acacias donde algunos niños juegan y las madres se juntan a charlar o pasean a sus perros, bajo la perdida mirada de un grupo de vagabundos del este que beben vino barato sentados en un banco de la plaza, y discuten sobre cualquier cosa para no aburrirse.

SINOPSIS:

Invierno cuenta la historia de un joven aspirante a escritor, inmigrante argentino en Madrid, que vaga por las calles y se entremezcla con personajes delirantes, pobladores de esta ciudad multiétnica y vibrante, y a su vez algo marchita y estancada.

Invierno es una novela de amor, amor por la vida, amor por las mujeres, amor por la escritura y la noche interminable. Es también un grito desesperado del personaje, un intento de salvación.

En esta historia, los bares tienen un protagonismo principal, como reductos seguros, alejados de todo tiempo, que le permiten a este joven soñar, siempre entre copas, con un futuro que nunca parece llegar.

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