Maldita Sociedad la Nuestra

Maldita Sociedad la Nuestra

Amigo, varias veces te he comentado que para regresar a casa después del trabajo atravieso el parque del Buen Retiro. ¿Lo recuerdas? Es ese inmenso pulmón que ameniza Madrid y le da algo de oxígeno al estilo Central Park en Nueva York. Lo que me lleva a escribirte es que allí, desde hace unas semanas, todas las tardes siento durante gran parte del trayecto, un par de ojos clavados en la nuca. Me detengo, doy un veloz vistazo panorámico y nada, no encuentro más que otra manera de hacer el ridículo en público y sigo, intranquilo, entre arbustos y caminos de tierra… desconfiando en cada paso apresurado que doy.

Solamente en tres o cuatro ocasiones pude observar un señor mayor que me miraba, un abuelo de esos arrugados y con manchas en la piel que parecía haber caído en la indigencia más oscura pero que todavía iba elegantemente peinado hacia atrás, con gomina o saliva, qué sé yo; aparecía y desaparecía a mis espaldas.

A partir de entonces sentí constantemente su presencia y con los días empezó a sonarme familiar. Aunque no lograra verlo lo figuraba esperando mi paso, con su bigote y copiosa barba de un color gris sucio por todo alrededor de su cara. Lo sentía por los alrededores de mi oficina en Conde de Casal, con las uñas sucias y un fino manto cobrizo tiñendo su cara alargada, sentía que me espiaba. Incluso muchas noches percibía su presencia en la plaza que tengo frente a mi casa; desde mi balcón. Cuando salía a fumar, un bulto oscuro con forma humana parecía acecharme desde la distancia.

Pude recordar que me había cruzado antes con él, bastante tiempo atrás. Al encontrármelo en un cruce (y al ver el aspecto que tenía), intuí que ese hombre necesitaba ayuda y le dejé de manera altruista y generosa un billete de cinco euros; no tenía cambio para menos y la situación fue extraña, me dio pena, quise ayudar porque él se me acercaba, buscaba mi ayuda. Parecía querer hablar conmigo e insistía, pero yo tenía prisa. (Sabes que uno puede ser generoso con el dinero pero tanto más cuesta serlo con el tiempo) ¿No es verdad? Hice oídos sordos a su reclamo y sé que eso no te gustará escucharlo pero… tiempo al tiempo. Le di cinco euros, él dijo algo que, para serte sincero, no entendí y tomé como el “gracias” de un viejo alcohólico. Rápidamente me largué sin darle oportunidad de más.

Efectivamente. De la oficina a mi casa hay una distancia considerable para andar, tardo más de media media hora o cuarenta minutos en recorrerla a buen paso, es mucho, sobre todo para una persona mayor. Una vez atravesado el Retiro, tomo por el paseo del Prado hasta llegar a la altura de Plaza Colón, es allí donde giro a mi izquierda y subo derecho hasta la boca de metro de San Bernardo. Es una larga caminata, y ardua si tenemos en cuenta que la persona que me sigue es un anciano. Cuando meto la llave en mi portal, el número 4 de Alberto Aguilera, él está adentrándose en la plaza, cogiendo posición, eligiendo un lugar para esperar hasta el día siguiente y reanudar la misma carrera; por lo menos, esa es la impresión que me da.

No voy a negarte que el hecho me intrigaba, que pasé largos ratos meditando acerca de qué hacer. Por eso, como resolución, consideré que en algún momento debía dejar de ignorar a mi perseguidor. No es que estuviera allí todos los días, pero era a menudo. Y parecía obvio que ese andrajoso señor mayor tenía alguna fijación conmigo, debía enfrentar aquella incómoda situación.

Te he comentado que llevo meses queriendo escribir una novela corta, sin encontrar un momento propicio, voluntad para hacerlo, ni un tema apropiado. Las ideas que me enviaste eran buenas, pero no termino de encontrar el modo de desarrollarlas, no soy lo bueno que imaginaba. Sospecho que mi insistencia en escribir un relato largo o una novela es porque me siento totalmente incapacitado para hacerlo, sería la única manera de superarme. Con respecto a mis colaboraciones en Qué-leer… no te daré más la lata, siguen siendo artículos que me aburren, me salen forzados, me leo exigido, y, cómo no, caigo en el corte pesimista que tanto te desagrada. Qué puedo decirte sobre esto, bien lo sabes, me siento frustrado y sin rumbo, esta carcasa mía vacía de talento me atormenta y nada encuentro que me dé plena satisfacción…

Podría haber seguido naufragando en las mismas aguas si no fuera porque a las pocas semanas de mi angustia la revista echó el candado. Se terminó. No era negocio para ninguno de sus directores -casi más que empleados, como alguna vez te comenté-, por lo tanto volví a tener la indiferencia necesaria para dedicar mis ánimos a otros menesteres, por ejemplo: la novela.

Para complacer a los directores de Qué-leer tuve que convertirme en un furtivo, salir a la jungla y llenarla de trampas. ¿Con qué derecho iba yo contaminándolo todo? Debía cumplir con regularidad, para la revista; encontrar historias conmovedoras o inventármelas y que parecieran reales, para la revista; vidas rotas pero dignas, de incierto futuro, menos presente y no sé cuántos más corsés, me exigía la revista. Todas las condiciones se hacían incomodidades en mí, callos y durezas para mis pasos, eran cadenas que adoptaba y estaba harto. Pero, como si de un milagro se tratara, en esta ocasión era la historia la que me reclamaba. Podrás intuir mi alegría, sólo tuve que detenerme, desoír mi ansiedad, demoler ciertos prejuicios y escucharlo, escuchar al viejo.

En los primeros encuentros le adjudiqué, con ingenua y mezquina imaginación, una pensión o residencia en cada despedida, en cada desencuentro; en cada ausencia suya en la plaza lo hacía durmiendo en algún lugar, en alguna cama, sin preguntarme jamás cómo sería su casa, ni si la tenía. Daba por hecho que la tendría sin considerar esa idea. No es una excusa, y sé que lo interpretarás como algo estúpido, mas aunque me conozcas, no te apures en juzgarme; posiblemente mi liviandad en el análisis era un mecanismo de defensa para no comprometerme demasiado pronto con la pena o la tristeza que siento a estas alturas. Era una persona sin hogar, sí. , me aclaró él mismo tiempo después, tiempo ahora atrás. Sé que pensarás que no por eso es mucho menos aterradora su situación, comparto tu opinión. Aunque, por otro lado, tampoco puedo definir si no fue a partir de nuestras primeras conversaciones cuando se instaló definitivamente en la plaza.

Pasaron unos cuantos días antes de que me decidiera a dar el paso necesario para acercarme a él. La revista cerró y dejó de seguirme hasta la oficina a la que sólo volví en contadas ocasiones para ayudar a mudar documentos y muebles. Empecé a tener más tiempo libre, a moverme menos, a salir menos, a vagar por el día y por la noche sin rumbo ni beneficio. Para el Viejo debe haber sido un alivio evitarse esos paseos y reunirse conmigo cada mañana, cómodamente, en la plaza; un gran alivio para sus pies y sus rodillas.

En nuestros primeros encuentros apenas hablábamos, un “hola y adiós” era suficiente; él no insistía, yo tampoco. Mientras me alejaba sentía sus ojos clavados en mi espalda, sentía su reclamo, luego se ponía de pie, me seguía unos metros y se detenía cuando yo ya había salido de la plaza, eso era todo, no abandonaba la plaza y yo no encontraba la excusa para volver sobre la historia de mis pasos.

Cuando entraba en casa enfilaba porfiado hacia mi balcón, lo buscaba entre las hojas de los árboles y me ponía a observarlo un rato largo, a ver qué hacía; pero no hacía mucho, simplemente ahí estaba, esperando, en el mismo banco. Desde donde lo observaba lo primero que advertía era su postura al sentarse; encontraba en su forma de estar un aura tierna y cordial de respeto a su entorno, no era como otros vagabundos a los que parece que acaban de atropellar, mantenía el tipo, como si algo dependiera de su atención para existir, de su estarse en alerta constantemente, tronco erguido, listo para responder de un salto.

Aunque suene a tópico, una vez vencida la timidez de los primeros encuentros, una sensación ajena a los cinco sentidos, -o que combina los cinco sentidos-, me llevó a confiar rápidamente en su persona. Sabes que para mí eso no es fácil, que soy un escéptico, un misántropo, como tú bien me dices, por eso consideré noble el valor de lo que sentí. El Viejo vestía un poco andrajoso pero, como te he comentado, se lo veía muy digno, lo compensaba todo con sus maneras, sus modales. Se sentaba como si un cordel anclado en las nubes tirara de su cabeza, cruzaba sus piernas y cuando lo hacía inclinaba su columna un pelín hacia la derecha, se podía quedar dormido en esa postura y cualquiera pensaría que sólo estaba concentrándose en profundas imágenes lejanas.

Las veces que me cruzaba con él no me esquivaba la mirada ni se mostraba desafiante, estaba a lo suyo; cada vez que me daba la vuelta simplemente me seguía, pero nada me exigía con eso. Pretendía que fuera yo quién diera el primer paso después de aquel intento fallido donde sólo había conseguido dinero; imagino que cuando una persona está acostumbrada a que no lo escuchen, a que lo pasen por alto, sólo le queda esperar a que alguien le dirija la palabra; esa idea supo ablandarme, al fin de cuentas, también yo comencé a observarlo desde mi balcón, como cualquier voyeur, buscando claros entre las hojas de los árboles.

Desde mi habitación, lo veía meditar o concentrarse en un punto fijo de la plaza vedado a mi perspectiva, lo vi leer libros y papeles sueltos, esperar y no dirigirme la palabra cuando bajaba y me sentaba a menos de dos metros de su presencia, en el mismo banco. Compartíamos un mismo ambiente y él, imagino, esperaba un valor o unas ganas en mí que yo no terminaba de ejercitar. Como dos idiotas nos ceñíamos a un mismo escenario, supongo que pensando uno en el otro, sin atrevernos -por lo menos yo-, a dar un paso de bienvenida.

Una mañana me percaté que su barba, la misma que antes te sugerí imaginar copiosa, me recordaba a la de Don Quijote cuando se la hubo arreglado; fue ahí cuando pude descifrar sus facciones, la forma de su cara, su nariz y ese mentón prominente que daba cobijo a una boca harta de renuncias y de albergar precarios dientes postizos; me recordó también a Jorge Luis Borges, al de la vejez, a ese que tú y yo admiramos, ese que había abandonado la prepotencia que lo caracterizaba y amanecía como un sabio modesto; no le falta ni el bastón para la semejanza, pero deberíamos agregarle algo revolucionado, tal vez una obsesión, una marcha de más, un malestar, un rencor posiblemente atrapado en su interior y que hierve salpicando su imagen. No puedo precisar si eso me animó a acercarme, por un momento me vi reflejado en él, pensando en mi propio ocaso.

Una vez cruzadas algunas palabras fue cuando descubrí que sus modales eran exquisitos, como de alta alcurnia, raro en estos tiempos. Sin embargo sus ojos, lo que es la pupila en sí, más que profundos, me resultaron penetrantes…

Antes de continuar, debo comentarte algo que, de no hacerlo, no me dejaría dormir tranquilo: Al Viejo lo he perdido para siempre pero tomé las notas necesarias para registrar su historia. Le confesé a los gritos que estaba escribiendo sobre nuestras conversaciones y sobre lo que me había dejado, lo hice in extremis por algún cierto impulso extraño o por la energía convulsa del ambiente y lo terrible que acababa de suceder. Supongo que ingenuamente buscaba su consentimiento cuando él así lo debía haber planeado. Es irónico, ciertamente redundante, pero lo hice; le pedí permiso en un arrebatado exceso de pasión, mientras se lo llevaban esposado. Le grité que quería hacer un libro con todos esos apuntes, donde hablaría de él y, por supuesto, de todo lo que me había legado. Me hizo prometerle que le pondría empeño; por lo bajo me instó con la boca y con los ojos a que me garantizara un salvoconducto ante cualquier pequeña amenaza por nimia que pareciera, y que intentaría desaparecer si alguna vez me veía seriamente amenazado. Me hizo jurarle que no me olvidaría de todas las personas sin hogar que malviven ignoradas en las calles, me sugirió que buscara en ellos cobijo si me viera en apuros. Así lo haré y si tú me ayudas, plasmaré su historia con todo lo que él me dejó. Me hizo prometerle que trabajaría en beneficio de todas aquellas personas que este sistema de vida se llevó y se lleva por delante. Por eso necesito tu colaboración; voy a necesitar de tus consejos. No sé si seré capaz de sacar algo en limpio, empiezo a temblar, me entran los sudores frente a la página en blanco, pienso en lo que me cuesta transmitirte lo que he vivido. Funciono al revés que los grandes poetas: me ahogo en imprecisiones y redundancias cuando la historia me sensibiliza.

Es triste confesarlo pero, en todos estos últimos días, después de lo sucedido y de vuelta en el vacío, cada vez que atravieso la plaza sigo viendo al Viejo allí sentado, en el mismo sitio de nuestras charlas, apoyadas las manos una sobre otra recostadas en la curva empuñadura de una rama que cumple la función de un bastón… Se me hace un nudo en el estómago cuando el viento lo atraviesa y no le mueve un pelo.

Le debo un libro, y tal vez las acciones que él esperaría de mí para renovar el movimiento de su causa. La memoria es tan traicionera; espero puedas entenderme y yo, espero volver a encontrar a las personas que podrán ayudarme a mantener viva su lucha y su memoria.

Me gustaría describirte la plaza donde me espera el viejo, un discreto rectángulo de trescientos metros de largo por sesenta de ancho, que campa frente a mi casa. Primero debo aclararte que llamo casa a una pequeña habitación que alquilo en un piso compartido. Es un cubículo extrañamente húmedo donde soy víctima directa de la contaminación acústica. (Aunque todos lo somos en el centro, en esta red de ruidos que nos envuelve). Me siento un rehén de una calle que nunca duerme y se muestra desafiante cuatro pisos más abajo, y eso me ha convertido en un tipo huraño y malhumorado. No soy el niño cordial de sonrisa eterna y paciencia infinita que solía ser. Treinta son los años que sumo y cinco los que llevo padeciendo los bocinazos de todos los impacientes conductores que no saben más que conducir con marchas cortas y putos acelerones. Perdón. En relación a la plaza, es una delicia. Cuando me adentro en ella es como entrar en un mundo imposible, sobreviviente del incontrolable y desbordado orden urbano, donde me refugio como un barullento intruso que reclama algún derecho que sólo otorga la costumbre que todavía no ejerce allí. Bajar a esa plaza se convirtió para mí en acudir a un pequeño rincón de descanso al costado de esta gran vorágine que es Madrid, meterme en un sueño, fingir ser otro o simplemente mejor de lo que soy, y distenderme, estirar los brazos y los anhelos, dejar la vista fija, como hace el Viejo, concentrada en una extraña dimensión o darle libertad de vuelo, que es casi lo mismo en el pequeño pulmón de la Calle Alberto Aguilera. Confundido y dócil acudo a ella como un boxeador magullado a pedir consejo a su esquina. Es para mí el costado del inhóspito cuadrilátero donde tarde o temprano todos salimos con los pies para adelante; cuando me infiltro en su atmósfera, por fin descanso los pasos que me socorrieron hasta llegar a ella, me dejo caer tímido en su modesta amplitud como el que se lanza al vacío, llego como un elemento extraño y poco a poco voy encontrando mi versión serena. Me tomo unos minutos para observar sus árboles, pocos, nunca los cuento porque recuerdo tu consejo. Fueron estratégicamente plantados en hilera, una frente a la otra; simulan una formación notable de gigantes que resguardan a los visitantes, me cobijan a su manera y posibilidad; es notorio que su existencia sufre otro Tiempo, que tardan meses en lanzar un beso al aire, son los testigos mudos del planeta y en especial estos, que si no me equivoco, -sabes que no entiendo de árboles- son plátanos de sombra, tan comunes aquí y en Buenos Aires, y que en esta época de año suelen estar pletóricos de verde vida.

No puedo ignorar ni dejar de mencionarte el estilo sencillo y armónico de una fuente discreta que habita en el centro de la plaza; vagamente denuncia cómo su arquitecto acierta al no adornarla ni buscar engrandecerla con leones ni con niños orinándose en ella para que se integre pausadamente a su entorno, deleitando sólo el oído transeúnte de cada ser viviente con un sorpresivo sonido alegre y chispeante que late como si fuera su mismísimo e invisible corazón. Luego, una vez superada la impresión refrescante, reparo en los setos, bien colocados y cruelmente podados a imagen y semejanza de un mueble de cocina; eso le da a la plaza un cierto toque burgués que no me desagrada, la hace prolija, no sé por qué eso, en cierta medida, me tranquiliza. Los bancos, eternos soportes de incontables traseros, son de piedra, una mezcla de granito y cemento, bien sólidos. Mira tú qué destino para aquellos elementos, degradados de montaña o corteza terrestre a serviciales apoya-culos para holgazanes, tristes o desamparados; qué sino miserable…

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