Prólogo

Estaba a punto de firmar el documento que les otorgaba la propiedad del pergamino a aquellos indeseables. Después ya sería suyo.

Aquel fatídico día que, a juzgar por el pequeño ventanal, debía ser pleno de sol, estaba parcialmente oscurecido por aquellas cuatro paredes que ya aborrecía, y las sombras de mis tres secuestradores. Aquellos que atenazaban mi garganta con una áspera soga, pues no me permitían pronunciar una sola palabra, pero sí se expresaban los descontrolados latidos de mi corazón, como si estuvieran anunciándome el fin de una larga agonía.

No era la única salida -casi nunca existe sólo una solución- pero sí la única que le permitiría a mi maltrecho cuerpo dejar de sufrir. No era la única, pero sí la mejor o, al menos, eso era lo que yo creía.

Sabía que aunque les entregara el pergamino no me soltarían. Tenía frente a mí a ese tipo de gente que no les gusta dejar huellas, ni tampoco testigos. Acabarían conmigo en cualquier caso.

Eran muchas las cosas que rondaban por mi mente cuando mis temblorosos dedos asían con fuerza aquel brillante bolígrafo de metal.

Al fin y al cabo sólo se trataba de entregar un pergamino de casi dos mil años de antigüedad. Un maldito trozo de piel raída por el que habían sacrificado sus vidas varias personas y que llevaba guardado casi treinta años en la caja fuerte de un banco suizo. A mi nombre.

Y de repente vino a mis pensamientos una idea tan simple como arriesgada, sin pensarlo dos veces… firmé, sí, pero nada tenía que ver con mi firma original, aunque había muchas probabilidades de que me descubrieran. Escribí mi nombre y apellido casi con letra de adolescente y eché un garabato por encima. Ya está hecho.

Levka me sonrió con sarcasmo y elevó sus manos por encima de mi cabeza, me habían descubierto, quedaría ahorcado, sin vida, atado de pies y manos a aquella mugrienta silla de madera. Era el final.

Bajaban infinitas gotas de sudor por mi frente. Antes de perder el sentido por la falta de oxígeno, tuve tiempo de oír cómo Grigor les ordenaba apretar ligeramente la soga mientras sacaba el teléfono móvil del bolsillo.

Sentía a mi espalda cómo se desvanecía el sol de aquel 27 de agosto. La frialdad de cuando todo se apaga…y la respiración se convierte en lenta y pesada.

Mis ojos comenzaron a cerrarse lentamente.

Lo último que pude escuchar fue una voz femenina al otro lado del teléfono. Seguidamente quedé envuelto en un profundo y placentero sueño…

Recuerdo que venían a mi mente imágenes de aquellas excursiones y pequeños viajes que hacía con mis hijos por todo el norte de España, como si de una película se tratara, tan nítidas como si las estuviera viviendo otra vez. Eran unas imágenes centelleantes entremezcladas con una intensa luz que parecía atraerme con una fuerza que jamás había vivido antes.

Yo, Fernando Barreiro de Osorio estaba ante las mismísimas puertas de la muerte…

1

El Encuentro

Las magníficas vistas desde el acantilado cercano a uno de los más insignes faros del Cantábrico lograron sensibilizarme y estaba haciendo todo lo posible por alargar aquella visita que había planeado realizar con mis hijos desde hacía tiempo, para mostrarles la belleza que desprendían los paisajes en los que había crecido mi abuela materna, a la que recordaba con mucha ternura, pero sobre todo porque disfrutaba recordándome a mí mismo cuando tenía más o menos su edad, evocando pequeñas excursiones con mis padres o mis compañeros del colegio. Tanto Carmen como Jacobo demostraban estar en paz con sus turbulentos pensamientos, y sus sentimientos hacia mí retomaban cierta frescura y serenidad, lo cual todos agradecíamos después de haber pasado varias semanas separado de ellos por los viajes de negocios que a menudo tenía que realizar. Eran escasos los fines de semana que podíamos pasar juntos y tenía que sacarles todo el partido posible.

La densa bruma que desprendían las olas al romper contra las rocas aún hacían más especial aquél momento. Durante varios minutos quedamos los tres inmóviles observando la puesta de sol, dejando que la brisa acariciara nuestros rostros, grabando en nuestras pupilas la inmensidad del mar bajo nuestros pies, dando rienda suelta a la imaginación. Nuestras miradas se entrecruzaron con una sonrisa inocente y comencé a recordarles cosas de sus antepasados, aprovechando para darles una pequeña lección de geografía… ¡no podía ser de otra manera!

-¿Supongo que sabréis dónde estamos, no? –les pregunté

-Claro papá –respondió Jacobo

-Papi, aunque nunca hayamos estado antes, sabemos que se trata del Cabo Peñas –confirmó Carmen

-Vale, vale, ya veo que no se os olvida todo lo que aprendéis en la escuela. ¿Y podríais decirme cuál es el cabo en el punto más septentrional de la península?

-Estaca de Bares, papá… ¡ya nos lo has preguntado un montón de veces! – replicó Carmen con una sonrisa que en nada se diferenciaba de la de su padre.

-¿Y sabéis cómo se llama el pueblo de vuestra bisabuela? Está aquí al lado…

-Uhhmm… ¿no era el pueblo por donde pasamos esta mañana?…cómo se llamaba…Bañugues, ¿no? –respondió Jacobo dudando.

-Correcto, Bañugues; me alegra saber que aún recordáis muchas cosas. Por hoy ya no haré más preguntas, pero otro día os contaré cómo es que siendo mi abuelo de El Bierzo se enamoró de una encantadora señorita en un pequeño pueblo de la costa asturiana…–quedando satisfecho del resultado de mi pequeña encuesta.

Comenzamos a andar, ahora con más seguridad, pues habíamos abandonado aquellos altísimos acantilados, para dirigirnos hacia el vehículo, no sin antes regalarle una amplia mirada al imponente Faro de Peñas a modo de despedida.

Los últimos rayos de sol de aquel caluroso día de Junio se reflejaban en la luna trasera del coche mientras comenzábamos a descender lentamente por la ladera de la montaña. Carmen, que iba delante, abrió la ventanilla para permitir que entrara un poco de aire puro, impregnado de aquel olor a mar que tanto le gustaba. Llevaba un buen rato con ganas de fumar un cigarrillo y era lo mejor que podía hacer para aguantarse sin molestarme, pues sabía que me desagradaba que alimentara un hábito que yo mismo llevaba años intentando dejarlo. Jacobo se acomodó en la parte trasera, siendo consciente de que el viaje de regreso a casa sería largo. Aún disponía de unas horas para descansar y reponerse del “madrugón” al que se vio forzado para estar arreglado y desayunado junto con su hermana a primera hora de la mañana.

-¡Vamos hijo, que no es para tanto! Supongo que no te has levantado antes de las ocho, ¿verdad?

-Papá, hoy ha sido un día agotador; ¿cuántos kilómetros hemos recorrido?

-Exactamente no lo sé, pero calculo unos cuatrocientos hasta este momento.

-¿Y cuántos nos quedan por hacer?

-La mitad, más o menos…

-Papi, procura no entretenerte en el viaje, que he quedado, ¿vale? –apuntó Carmen.

-Bueno hija, no es mi intención hacer más paradas. Espero que pronto tengamos ocasión de hacer otra excursión parecida. No pretendo que lo conozcáis todo en un día.

Estaba a punto de enlazar con la carretera comarcal, dirección Avilés, donde tomaríamos la autovía que, a su paso por Oviedo, nos llevaría directamente a casa. Por su parte, Carmen, que llevaba tiempo sin pronunciar una palabra, inclinó ligeramente su asiento y continuó pensando en su novio, al que llevaba algo menos de veinticuatro horas sin ver… ¡pero ya le echaba de menos! Sólo tenía diecisiete años, tres más que su hermano, pero sus hormonas le estaban haciendo pasar por un momento tan dulce como difícil. Sentía cómo se enfrentaban en su interior toda clase de sentimientos, agravados por unos estudios que no acababan de inspirarle el más mínimo interés.

Sabía que yo estaba muy pendiente de sus progresos en el colegio, pero también era consciente de que no podía ejercer un control directo sobre ella, en especial desde que no convivíamos bajo el mismo techo. Aunque le costaba admitirlo, comprendía la separación de sus padres, pues en los últimos meses las discusiones cada vez eran más frecuentes y dio por sentado que de aquel amor solo quedaban esporádicas conversaciones telefónicas, de las que tenía serias dudas sobre su contenido afectivo. Pero esos asuntos concernían a sus padres principalmente y Carmen intentaba mantenerse siempre al margen, por lo que llegó a la conclusión de que debía poner empeño en seguir aprobando sus asignaturas y terminar el curso de la forma más airosa posible. Eso sí, sin dejar de verse con aquél chico que le daba tanto cariño, y que, de alguna manera, suplía aquél que yo había dejado de darle, o al menos, así lo percibía ella, razón por la que a veces tenía la sensación de que me odiaba.

-¿Os ha gustado el viaje que hemos hecho?

-Bueno…no estuvo mal –contestó Carmen

-¿No estuvo mal? ¿No ha sido divertido, después de todo lo que hemos visto en un solo día?

-Sí, papi, pero algunos sitios ya los conocía.

-¡Vaya! ¡Uno se empeña en que os cultivéis visitando los paisajes más bonitos de España y mira con lo que me vienes!

-¡Que sí papá, que nos gustó mucho la excursión! Venga, anda, no empieces con tus lamentos –intervino Jacobo.

Siempre que tenía ocasión los llevaba lejos de la ciudad donde residían, porque sabía muy bien que era lo que más necesitábamos, no sólo para estar juntos sin que nadie nos molestara, sino también para hacerles ver que la cultura y los valores que se adquieren viajando ni los documentos escritos ni las cámaras digitales transmiten de igual forma, por mucho contenido o imagen que contengan. Lo cierto es que yo lo sabía bien, pues en aquel momento mi trabajo como agente inmobiliario me permitía hacer tantos viajes como quería, mostrando a la clientela casas y terrenos a lo largo de toda la costa norte española, por lo que estaba encantado y agradecía haberme librado de aquel trabajo puramente burocrático al que había estado sometido durante varios años en mi anterior empresa.

Había llegado el momento de dejar el piso de alquiler de Ponferrada y decidir en qué ciudad iba a instalarme, pues mi domicilio estaba demasiado lejos de mi zona de actuación y llevaba varios meses levantándome muy temprano para poder cumplir con mi agenda y eso era algo que no llevaba demasiado bien.

Tenía cierta inclinación por instalarme en La Coruña, pues había recorrido muchas de sus calles durante varios meses para ayudar a Tony a iniciar un negocio de compra-venta de inmuebles. Esa ciudad costera tenía algo especial que me atraía y además recordaba aquella época de finales de los noventa con orgullo porque mi amigo había tenido éxito con su empresa y sabía que en parte me lo debía a mí. Después de varios años aún le iba a visitar con frecuencia y juntos recordábamos aquellos duros comienzos fotografiando aquí y allá para reproducir las imágenes en un viejo ordenador al que le temblaban todos sus componentes cada vez que un avión pasaba a tan solo unos cientos de metros por encima de aquel discreto piso de El Burgo que usábamos como vivienda y oficina.

Aquél día ocurrió algo inesperado, probablemente porque no estaba muy concentrado en la carretera, pues observé cómo una caja de mediano tamaño con varias botellas en su interior se desprendía de un camión que circulaba a pocos metros de mi, aterrizando directamente en el centro de mi carril y no tuve más remedio que dar un giro brusco hacia mi izquierda, llegando a golpear a otro vehículo que en ese preciso instante me adelantaba. Mis hijos despertaron sobresaltados de su letargo y me dispuse a estacionar en una gasolinera cercana para comprobar los desperfectos, siguiéndome de cerca la conductora perjudicada, que no se había despegado de mí ni un solo instante desde el suceso. Me disponía a sacar de la guantera la documentación del coche, mientras trataba de tranquilizar a mis hijos, que aún no sabían muy bien qué era lo que había ocurrido.

-¿Estáis bien? –les pregunté

-Sí –dijeron ambos- ¿Qué pasó?

-No ha pasado nada, sólo ha sido un arañazo.

-¡Ostras, papi, casi nos la pegamos! –dijo Carmen.

-No os preocupéis. Esperad en el coche, será sólo un momento.

Salí del vehículo sin saber muy bien la reacción de la conductora, que estaba esperándome de pie, a unos metros de donde yo había estacionado; se le notaba un poco nerviosa, aspirando largas caladas a su pitillo, lo cual evidenciaba que tendría que utilizar cierta dosis de paciencia y algo más de diplomacia, cualidades ambas a las que solía recurrir con frecuencia en los últimos meses por la situación que me tocaba vivir.

-¿Se puede saber qué le ha pasado? ¡Casi me mata! –exclamó la conductora.

Al mirarla por primera vez, sentí cómo mi corazón empezaba a latir más rápido de lo normal, aunque sabía que nada tenía que ver con el percance de la carretera y noté un nudo en la garganta que me impedía responder con la agilidad a la que estaba acostumbrado.

-Perdone…disculpa…es que no me dio tiempo a esquivar la caja que estaba en la carretera… ¿se encuentra bien?- tartamudeé. Te tuteo, si me permites, que eres muy joven.

-¡Claro! Ya suponía yo que no ibas a asumir toda la culpa. De todas formas reconozco que todo fue muy rápido. Pude ver perfectamente cómo el camión perdía la caja de sidra –replicó ella.

-Tenía que haber cogido la matrícula del camión, pero con controlar el volante ya me llegó, para no colisionar contra tu coche. ¿Tiene muchos desperfectos?

-¡Pues fíjate cómo me has dejado la aleta trasera!

-Bien…tranquila que para eso pago un buen seguro. Disculpa, aún no me he presentado…mi nombre es Fernando Barreiro, encantado de conocerte –le estreché la mano.

-Tienes razón, la educación tiene que ir siempre por delante, aún en estas circunstancias tan desagradables. Me llamo Paula Peláez, pero no sé si debería decir lo mismo…-me dijo sonriendo.

Tenía enfrente de mí a una mujer como hacía tiempo no había visto, esbelta y vestida con mucha elegancia, de tez blanca, cabello castaño y ondulado. Pero lo que más me llamó la atención fueron aquellos grandes ojos claros que juntamente con aquella natural sonrisa iluminaban su rostro.

-Bueno, al menos estamos vivos y eso es lo único importante. ¿Tomamos un café mientras rellenamos el parte? Aquí apenas queda luz –le pregunté, señalando la cafetería del área de servicio.

-Sí, pero no puedo entretenerme demasiado; he quedado con unos amigos para cenar esta noche y no quisiera hacerles esperar demasiado –dijo Paula.

-Si lo hacemos bien terminaremos pronto. ¿Ha cogido la documentación?

-Por supuesto, aquí la llevo.

Lo cierto es que no estaba nada disgustado con la situación, hasta el punto de que casi olvido que mis dos hijos estaban esperándome en el coche, pendientes de cómo se desarrollaban los hechos y tuve que regresar unos metros para ir a buscarlos.

-Bien, vamos hijos, tenemos que entrar a tomar algo mientras cubrimos el parte de accidente para el seguro. No nos entretendremos mucho, pero bueno, tampoco tenemos ningún problema en llegar un poco más tarde de lo previsto, ¿verdad?

-Papá, que yo he quedado cuando lleguemos a casa –respondió Carmen –es sábado y yo también tengo mi vida.

-Cariño, procura comprender y no protestes sin razón.

Nos reunimos los cuatro en la entrada de la cafetería y como era lógico le presenté a mis hijos, no sin cierto temor a que cualquiera de ellos pudiera notar mi animada disposición a alargar aquél trámite más de lo necesario, aún teniéndolo todo en contra.

-Te presento a mi hijos, Carmen y Jacobo.

-Encantada, vaya chavalotes, eh? –observó Paula.

-Pues ya ves, ellos son los que me hacen mayor a mí –sonreí – Bien, ¿qué vais a tomar?

-Yo tomaré una Coca-Cola –dijo Carmen.

-Y yo un batido de chocolate –respondió Jacobo.

-Un café con leche, por favor –solicitó Paula.

-Podéis poneros en esta mesa, hijos. Nosotros necesitaremos otra para tener suficiente espacio para los papeles. Tomad, os dejo un momento mi móvil para que busquéis algún juego de esos que tanto os gustan hasta que hayamos terminado, ¿vale? – argumenté con cierta picardía.

Me dirigí al camarero para pedir las consumiciones, al tiempo que me exprimía el cerebro intentando averiguar qué podía hacer para que esa no fuera la última vez que veía a aquella chica. En los últimos meses era algo que me solía ocurrir muy a menudo por falta de decisión, pero no estaba dispuesto a que me volviera a suceder. Tenía la sensación de que entre nosotros existía una buena conexión, una buena “química”, y estaba decidido a descubrir si estaba en lo cierto.

Fue aún mayor mi agrado cuando, al fijarme en sus manos, pude comprobar con una rápida ojeada que no llevaba ninguna alianza que pudiera demostrar compromiso alguno por su parte. Esto provocó en mí más deseos, pero aquel indicio no determinaba con exactitud su estado civil o si su corazón ya tenía dueño, por tanto consideré que debería encauzar la conversación con mucho tiento. De repente me di cuenta de que tenía ante mis propias narices la excusa perfecta que estaba buscando desde hacía un buen rato. Saqué apresuradamente el Parker que siempre llevaba encima y comencé a rellenar cuidadosamente todas y cada una las casillas, poniendo especial atención en la información que más necesitaba. Para mí no era nada nuevo rellenar aquel cuestionario, pues había sido durante años el responsable de siniestros en una correduría de seguros y sabía perfectamente lo que tenía que hacer.

-Bien, mis datos ya están todos –indiqué- ahora tienes que darme los tuyos, ¿de acuerdo?

-Pregúntame lo que necesites; no quiero tener ningún problema para reparar mi coche –advirtió Paula

-¿Cómo es tu nombre completo, Paula…?

-Paula Menéndez Triana

-Tu segundo apellido parece andaluz ¿no? –le pregunté.

-Es que mi bisabuela era sevillana

-Ya me parecía a mí que eres una mujer con mucho salero…

-¡Oye mira! –protestó Paula con una sonrisa contenida.

-¡Vaya carácter! ¿Me dices la dirección completa?

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