Aquel verano estaba resultando especialmente largo y duro para el joven Ergón que, con tan solo quince años había dejado de ir a la escuela de su pueblo para ayudar a su padre y a su hermano en la granja y campos de cultivo.

Durante este tiempo había asistido a más de veinte partos de ovejas, arado parte de los campos hasta la saciedad, colocado trampas para los lobos negros en varias millas alrededor de la granja y ahora, en el máximo esplendor del verano, comenzaba a cosechar todo lo que ya estaba maduro en sus plantaciones.

Hacía un horrible calor aquella mañana y sin haber amanecido aun, su padre le sacaba casi a rastras de la casa para irse con él, mientras que su hermano, ese día por suerte, se quedaba en la granja para limpiar los establos como solían hacer cada tres días, quedándose mirandolos con cara de alivio mientras ellos atravesaban la explanada, que les separaba de donde ya estaba el carro preparado para soportar todo un día alejado del hogar.

Con las primeras luces del día llegaban al campo que su padre había decidido cosechar aquel día. Se trataba de una parcela de unos cien metros de ancho por cien de largo, plantada en su totalidad de calabazas. No es que ellos consumiesen tantas, pero su padre las llevaba a la ciudad, donde muchos otros granjeros las compraban o intercambiaban por sus propios productos, para hacer mermeladas y así volver a venderlas o intercambiarlas una vez más.

Ergón, que había ido durmiendo todo el trayecto en la parte trasera del carro, fue despertado por el ensordecedor grito de su padre, que instintivamente le hizo pegar un salto hasta el suelo, mientras éste le repetía: ” Bueno, ahí lo tenemos muchacho, cuanto antes empecemos, antes acabaremos”.

Él no estaba seguro de si, estando su hermano que parecía más preparado para el campo al igual que su padre, hubieran podido acabar ese trabajo en solo un día. De lo que si estaba seguro es que estando él allí, desde luego que no.

Su padre comenzó por la primera hilera de una esquina y ayudado por una pequeña hoz, iba cortando las calabazas de las matas, mientras que Ergón tenía que ir separándolas y haciendo montones con ellas, para cuando llegara el final del día, cargarlas en el carro y llevarlas hasta la granja.

A mediodía tan solo habían terminado con diez hileras de las cien que constaba aquel campo, intercambiando la labor cada vez que acababan una hilera, para que no se hiciera tan monótona la tarea haciendo siempre lo mismo.

Pararon durante la hora de la comida y aprovechando la sombra del carro, se metieron bajo el, donde comieron un trozo de queso, un poco de cecina y un pedazo de pan del día anterior. Pero nada más acabar, su padre volvió a instarle para que saliera y continuara con la recogida.

A media tarde Ergón tenía los brazos que apenas podía articularlos y los riñones resquebrajados, mientras veía a su padre a unas veinte matas por delante de él como si no hubiera hecho nada durante toda esa jornada. Agotado como se encontraba, se quedó mirando tres calabazas que tenía delante de él y que serían las siguientes que debería de recoger. Después miró al montón que tenía como a unos diez metros, para al momento levantar su brazo izquierdo y pensar en voz alta:” Porque no las podría llevar hasta allí con tan solo pensarlo”.

Delante mismo de Ergón, aquellas calabazas se pusieron de canto y poco a poco comenzaron a rodar solas, pasando por delante de él en dirección al montón que quedaba más atrás. Ergón se había quedado atónito, mirando a su mano que fue la que eligió el camino que debían de seguir aquellos frutos de la tierra.

El muchacho enmudeció no sabiendo ni qué hacer ni que decir por lo que acababa de suceder. Pero pronto volvió a la realidad pues su padre le acababa de propinar un manotazo en la colleja. Por lo visto él también había visto lo que había sucedido.

__ ¿Qué has hecho Ergón? Preguntó su padre con voz más de susto que de asombro.

__ Yo nada, padre.

__ ¡Cómo que no, si lo acabo de ver!

__ Habrá sido el viento.

__ No me tomes por tonto muchacho, se lo que he visto y has sido tú el que lo ha hecho.

__ Padre, no sé como ha ocurrido, sólo he pensado en que fueran ellas solas hasta el montón.

__ ¡Dios mío!, ojalá no seas uno de esos a los que llaman raros abominables.

__ Me estás asustando padre.

__ ¡Vuelve a hacerlo con esas dos calabazas!, dijo su padre señalando las dos siguientes.

__ Te repito que no sé como lo hice.

__ Tú vuelve a hacerlo y ya veremos.

Ergón volvió a hacer lo mismo que hizo con anterioridad, pero en esta ocasión nada ocurrió.

__ Inténtalo otra vez, ¿acaso las ordenaste que se movieran?

__ Solo dije que ya podían ir ellas solas hasta el montón.

__ Pues hazlo como la primera vez.

El joven volvió a levantar la mano y a repetir aquella frase. Acto seguido las calabazas se volvieron a levantar y a rodar solas, como había ocurrido con anterioridad.

__ ¡Maldito seas Ergón!, eres un raro.

Su padre se marchó maldiciendo mientras iba a por el carro. Inmediatamente recogieron los pocos montones de calabazas que habían cosechado y se marcharon. En el camino de regreso su padre sólo fue capaz de pronunciar una frase: ”Esto hay que solucionarlo cuanto antes”

Nada más llegar aquella noche a su casa, el padre de Ergón comentó lo sucedido a su mujer y a su hermano. Después de enterarse de lo acontecido en el campo, ninguno de su familia le miraba abiertamente, de hecho cuando le pedían algo durante la cena o le tenían que hablar, lo hacían desviando la mirada a otro sitio.

Durante esa cena en la gran mesa que tenían junto al hogar en la cocina, dio la impresión de que ellos tres se arrinconaban en una sola esquina, dejando al joven Ergón separado de ellos. Su hermano aunque temeroso por lo relatado, estaba intrigado por como lo hizo e inclusive se atrevió a que hiciera algo para demostrárselo.

Por supuesto la madre puso el grito en el cielo, pero su padre respondió: ”Anda, enséñales lo que sabes hacer, hijo raro”. Ergón no quería hacer más tipos de demostraciones, ya estaba bastante asustado por lo ocurrido aquella tarde, como para seguir echando más leña al fuego, pero ante la insistencia de su padre y de su hermano preguntó:

__ ¿Qué quieres que haga, Nathan?

__ Me apetecería un huevo hervido, ¿me acercarías uno?

Ergón suspiró profundamente no queriendo creer lo que le estaban obligando a hacer, pero levantó su brazo izquierdo una vez más y pronunció:”Ve hacia él”. Acto seguido el huevo saltó de la cesta donde su madre acostumbraba a dejar los huevos cocidos y comenzó a rodar irregularmente por la mesa, hasta llegar a la mano de Nathan que permanecía abierta.

Su hermano dejó escapar por su boca un “qué pasada”, su padre a negar con la cabeza en silencio, como no queriendo aceptar lo que era su hijo, pero realmente lo peor fue su madre, que en los primeros instantes en que comenzó a moverse el huevo, se puso las manos tapándose la cara y diciendo “Dios mío, mi hijo no”

En los siguientes días a aquel fatídico momento para esa familia de granjeros, Ergón quedó relegado a estar en casa, apenas si salía y cuando lo hacía era para dar de comer a los animales en los corrales o para ir a por agua al pozo. Su familia estaba avergonzada por si volvía a repetir “aquello” y asustada por si algún vecino granjero o del pueblo veía lo que era capaz de hacer.

Pero una tarde, cuando su padre regresó del pueblo de vender e intercambiar sus productos, entró en la casa muy contento y aliviado al mismo tiempo, diciendo a su mujer que ya tenía una solución para el problema que les planteaba su hijo pequeño.

Resultó que ese mismo día en el gran mercado de los viernes en el pueblo, se encontró con el cura de la parroquia, que además daba la casualidad de ser su tío. Ambos, que llevaban algún tiempo sin verse fueron a tomar un licor de bayas salvajes, momento que aprovechó para contar lo ocurrido con Ergón.

El párroco escuchó atentamente todo lo relatado, para acabar diciéndole que eso mismo ya lo había vivido en el pasado. Le preguntó si se acordaba de Nero, un chiquillo que tenía su misma edad y que era el hijo de los granjeros del bosque. Pues bien, resultó que a los doce años comenzó a hacer cosas extrañas, su familia le tenía hasta miedo cuando le veían mover cosas, hasta que un buen día, un viajero le vio hacer cosas que un ser normal no hacía. Decidió hablar con los padres y estos accedieron a que se fuese con él como aprendiz, de ahí que ya no volvieran a ver nunca más al joven Nero.

El padre de Ergón estaba dispuesto a llevar a su hijo hasta el continente donde, según su tío el párroco, existía una torre ciudad donde vivían todos aquellos a los que ellos llamaban “raros”

Le gustase o no al muchacho ya se había empezado a escribir su futuro, lejos de allí, donde como decían sus padres no se avergonzasen de cosas que pudiera hacer, aunque él no las provocara intencionadamente.

Dos días más tarde comenzaban el largo viaje a través del mar y después por tierra, muy posiblemente para no volver nunca más a su casa.

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