CAPITULO 1:

Habían matado a alguien en la calle. Estaba seguro de haber oído el grito sordo de una mujer y un tipo que la amenazaba.

– ¡Zorra! ¡Puta asquerosa! ¡Te voy a matar, no volverás a comerle la polla al subnormal ese de mierda! –

Después ella gritó. Fue un chillido intenso y corto. Más que corto, se entrecortó. De pronto el silencio impregno hasta mis tripas. Fue como si mis vísceras contuviesen el aliento apuntadas por el cañón de una pistola. Me tentó salir al pequeño balcón de mi apartamento y ojear la calle, ver el cuerpo desangrándose en mitad de la acera. Era junio y el calor envolvía los cuerpos como mosquitos hambrientos deseosos de vaciar hasta las varices de las viejas. No lo hice. Me quedé sentado en el sofá, libro en mano. Madrid en verano es como un crepúsculo ardiente que te impide salir a lamer los edificios la mitad del día.

Estaba leyendo “Yonki” de Burrought y que hubiesen matado a alguien en mitad de la calle me parecía que encajaba a la perfección con el relato que me absorbía. Tenía entendido además que Burrought se había cargado a su mujer de un tiro en la chola, con la siempre fulgurante elegancia que lo caracterizaba. Casi pensé en bajar a la calle y si la tipa no estaba muerta ya, rematarla yo mismo a patadas. Pero regresé al plano material por el que gateaba, la cordura me inundo y reflexioné con claridad sobre lo acontecido. Alguien estaba muriendo debajo de mi casa. A escasos metros de mí. Aun así, seguí igual de quieto. En realidad, debí de llamar a la policía. Pero tampoco lo hice. Fue curioso pues, aunque un escalofrío me recorría la columna como una navaja fría, no sentí lo que se dice miedo. Es más, a pesar de haber vuelto a al mundo tangible, me invadió una preocupante apatía. Me dije a mí mismo que en realidad hubiesen, o no, matado a alguien debajo de mi casa me daba completamente lo mismo. Pasó por mi cráneo adormecido la idea de que, si alguien había muerto, sería incluso mejor.

En el mundo sobra gente, la superpoblación de la estupidez humana embadurna las calles como el fango que rodea a las alcantarillas o las colillas muertas pisoteadas del cemento. Uno más, una menos, cien fuera de juego habitando cajas de pino, no era ningún drama. Después me vino a la mente la imagen de todos los árboles que tendrían que ser talados si se producía una hecatombe mortal. Una plaga de peste, malaria o de los distintos seres microscopios segregados por la pacha mama para advertirnos de que este mundo no es nuestro, y que está harta de que lo embadurnemos con nuestro olor a consumo desenfrenado. Caí en la cuenta de que también podían ser incinerados, metamorfosearse en polvo en el viento que diría Dylan, y que hermoso final. Convertirse en la poesía que jamás comprendieron ni se preocuparon por comprender. Eso no estaría mal. Algún día yo también sería polvo en el viento. Virgen prostituida, que sagrado placer será ensuciar al viento con mis restos. Aunque también era cierto que todavía había algunos que no quería que lo fuesen antes que yo. Solo algunos, para así no sentirme más solo de la cuenta cuando quisiera compañía. Me decidí entonces a salir al balcón. Tal vez esa mujer no mereciese morir. Es posible que, aunque fuese otro lastre de carne para el mundo, alguien se sintiera solo sin ella. Al asomarme no vi nada en la acera. Miré a un lado y al otro. Nada. Me puse a lanzar la oreja al precipicio de la calle. Escuché unos ruidos extraños, como si una cabra se hubiese pillado el rabo con una puerta. Enfoqué la mirada en dirección diagonal. Entonces contemplé dos figuras que se movían compulsivamente.

– La debe de estar matando, joder. -me dije- ¿Que coño hago yo ahora? –

Miré con mayor detenimiento. A medida que mis pupilas conseguían absorber mejor la luz de la calle las dos siluetas se hicieron cada vez más claras. No solo aquel tipo no estaba matando a la mujer, sino que se la estaba follando en el portal del banco BBVA que estaba en la acera de enfrente. Eran alrededor de las cuatro de la mañana y me pareció el mejor espectáculo que la noche me podía regalar. Él llevaba los pantalones por los tobillos y se la estaba clavando con saña mientras ella apoyaba las manos contra la vidriera de la recepción. Llevaba falda, al menos es lo que me pareció, y aunque buscaba desesperadamente el ángulo exacto que me regalase, aunque fuese una visión parcial de sus nalgas, solo podía ver el culo del tío constriñéndose a intervalos mientras la penetraba. La terraza era pequeña y la libertad de movimiento reducida. Pensé en saltar sobre el techo del escaparate de la lotería que había nada más terminar el suelo del balcón. Así habría podido tener una mejor perspectiva. Me sentía como un investigador, un científico observando la fauna salvaje de una ciudad peligrosa al morir las luces de los escaparates y nacer las de las farolas. En el fondo no era sino un pervertido. Un tipo que, cansado de una vida sexual monopolizada por el onanismo, veía en esa obra un divertido entretenimiento sexual. Tanteé el techo del escaparate y me di cuenta de que debía de ser de cartón pluma o directamente de papel, porque no había ni apoyado el peso de una pierna que ya comenzó a ceder. Volví a tomar posiciones. La trinchera de mi balcón no solo me daba un suelo firme, sino que también me podría cobijar de los disparos de miradas en caso de que el espectáculo se girase hacia a mí. Tuve que contentarme, eso si, a esperar un golpe de suerte que me embadurnase el cráneo para que el culo de aquel individuo dejase de monopolizar las vistas. Durante unos cinco minutos no hubo suerte. De repente el tipo paró de golpe y porrazo y la chica se puso recta como un mástil. Cualquiera hubiera dicho que tenía un muelle instalado en culo para ocasiones especiales como esa. Él se levantó los pantalones de mala manera y se apoyó sobre el escaparate del banco. Vi entonces que había motivado tal acto de control. Un coche de la policía, adornado con esas preciosas luces blancas y azules, estaba pasando en mitad de la obra por el escenario. Los actores dejaron de actuar en el acto, y debieron de ser rápidos pues el coche ni siquiera redujo la marcha. Volvieron entonces a la carga. Era obvio que no se percataban de mi presencia. Las cortinas apagaban las luces del salón y yo, como un oscuro chaman, me ocultaba en las sombras. Esta vez tuve suerte. Él, confiado por la soledad de la avenida, se tumbó bajándose los pantalones e hizo sentarse la chica encima. La debió de penetrar hasta reventarle el cuello del útero pues del primer contacto nació un grito agudo de placer que se expandió por el espacio y el tiempo. Ahora si tenía buenas vistas. Ella estaba en cuclillas apoyando los pies en el suelo y su culo en pompa ocupaba ahora todo el espacio visual. Por fin el espectáculo merecía la pena. Saqué el paquete de tabaco del bolsillo de la camisa y me encendí un cigarro. Era como estar en un cine porno de carretera. Aunque en esos lugares es mejor estar acompañado, agradecí la soledad de la ceniza que se oía consumirse entre el roce de los cuerpos que retozaban a escasos metros. Me dije que era maravilloso poder observar a dos personas follando como si de una obra de arte se tratara. Analizando los gestos y los tiempos, como si estuviese leyendo un poema lleno de figuras literarias. Los chillidos altos y alargados eran como alejandrinos que me entraban por los tímpanos y el crujir de la piel al contacto del culo de la chavala con los muslos de aquel hombre, eran como esos finales inesperados en un poema.

La chica en cuestión tenía un culo amplio, creo que debía de ser negra o mulata por la forma, el color no alcanzaba a distinguirlo. Sin duda era un trasero apetecible. Unas suculentas nalgas alejadas del esmirriado canon de belleza tan desgarbado que puebla los escaparates de las tiendas de moda. Pensé entonces en si habría alguien más disfrutando de la función. Algún otro espectador oculto desde la grada de su apartamento. Yo había agradecido el cambio de óptica que los actores habían tomado, pero tal vez algún otro devoto voyeur no compartiese ese agradecimiento. Alguna mujer o algún homosexual que estuviesen disfrutando más, antes de la nueva posición. Me importaba una mierda. Ahora yo tenía butacas en primera fila. Por fin la producción conseguía llamar mi atención y me estaba gustando. Incluso pensé en lanzarles uno vitoreo. Puede que algunas de las flores podridas de la ventana de mi vecina cuando acabasen para demostrarles mi entusiasmo.

Siguieron así un rato más. Tampoco mucho. Supuse que la pobre mujer debía de tener los cuádriceps destrozados de tanta sentadilla. Pensé en el potro de tortura que usaba la inquisición. Supongo que con ese gesto no estaría más que protegiendo la integridad de su estómago. Independientemente no parecía ser un castigo, lejos de lo que los primeros gritos me parecieron demostrar. Ella se levantó y se puso de rodillas. El siguió su gesto alzándose como bien pudo con los pantalones bajados y colocó su terso miembro sobre su lengua. La vista se me había ido adaptando cada vez más y ahora podía observar con mayor claridad las formas y los gestos que realizaban. Tenía una buena vara el condenado. La chocó contra los mofletes de la devota feligresa que rezaba de rodillas ante la inclemente anaconda. Él se la meneó con fuerza. Me pareció incluso que demasiada. Las sombras no me dejaban ver bien la velocidad de sus movimientos, pero creí que si seguía a ese ritmo acabaría por arrancarse el frenillo y el semen se entremezclaría en el aire con la sangre expulsada a borbotones. Como si los dos líquidos bailasen un vals acompasado por la gravedad de la nada fusionándose. Haciendo de los microscópicos espermatozoides verdaderos vampiros que antes incluso de ser fecundados ya habrían catado los rojizos coágulos frescos de la carne. Pero no fue así. Al parecer el tipo controlaba bien el ritmo frenético con el que liberaba su mano pues acabó deshaciéndose en viscoso esperma que derramó sobre la boca de la mujer. Lo supe, no porque tuviese una vista de lince y hubiese conseguido ver hasta los restos de lava blanca expulsado por la erupción, sino porque de un momento para otro el ritmo frenético del hombre se paró y su figura se volcó hacia atrás, como queriendo tocarse los tobillos con la nariz, acompañada de un grito grave y áspero que debió de oír todo el vecindario.

-La función, ha terminado-me dije.

No me molesté en aplaudir. Al final el espectáculo tampoco había merecido tanto la pena. Ni tan siquiera abulte los pantalones y la ocasión lo propiciaba.

– Vaya amiga, tú que antes te alzabas como un mástil de hierro con solo ver un pezón trasparentado ya no te dejas engañar… Ya no eres la misma. Supongo que los años te han hecho selectiva. Ahora todo será más complicado. Puñetera…-

Volví a entrar en casa. Eran ya las cuatro y media de la madrugada y aunque no tenía sueño creí que ya era hora de planchar la oreja, tenía una entrevista de trabajo a las dos de la tarde. No era una hora común, pero al menos no se me complicaría con el insomnio que llevaba viviendo varias noches. Me tumbé agotado sobre el viejo colchón. No cambiaba las sabanas desde hacía un mes y las chinches y ácaros se debían de estar regocijando entre la basura de mi sudor. Pero no era eso lo que me quitaba el sueño.

Al cerrar los ojos para mentalizarme en hundirme en una onírica realidad alejada de esta, escuchaba un sinfín de voces que me invadían el cráneo. Se deslizaban susurrando poco a poco desde la nuca hasta el cogote. Allí acampaban. Sacaban las toallas, y clavaban sus sombrillas en mi cerebro para no parar de decir sandeces y frases inconexas. Así era imposible dormir. Cualquier cosa, cualquier idea por muy absurda que fuese se reproducía una y otra vez en mi cabeza arrastrándome lejos del sueño que ya tenía ganas de encontrar. Me mantenía así una hora más o menos. Las voces que seguían en su concierto particular acababan por hacerse familiares. Como los destornilladores de los dentistas que al principio son como micro vergas roídas y oxidadas profanando tu boca, pero a los que te acabas acostumbrando. Pero siempre sale caprichoso y desobediente un chorro de sangre que te despierta y te devuelve a la realidad, pues a mí me ocurría igual. En el condenado momento en el que Morfeo se decidía a postrar sus labios sobre mis parpados algo, como una sombra caliente, me lamia el cuerpo. Me incorporaba entonces aderezado con diminutas gotas de sudor que eran como agujas frías clavadas en los nervios. Algo insoportable. Envidié entonces a los muertos porque no tienen que preocuparse por dormirse. Ellos están tiesos en ataúdes o vasijas de barro donde descansan, o gritan, eternamente. Pero al menos lo tienen claro. No deseaba estar muerto, pero algo bueno tiene que tener la vida. Aspiraba a esa paz serena de lo inmóvil. A una ausencia y un silencio que se me escapaban como el alcohol de quemar entre los dedos dándome ganas de beberlo. Al final, tras mucho traqueteo mental y contralar la respiración como antes de entrar en una pelea, conseguía dormirme. Entonces me hundía. Me perdía en una oscuridad entre la que quería nadar sin perder bocado. Pero eso solo duraba unos segundos. Después me despertaba y solo recordaba partes del sueño que había tenido y a veces ni siquiera eso.

******

Eran las once de la mañana. Dos porteros de los pisos de enfrente tenían una acalorada discusión sobre algo que no conseguía distinguir. Me levanté como un zombi podrido por el cansancio y cerré la ventana. Las voces seguían atravesando el cristal, pero era como una melodía difusa. Me dieron ganas de mearme sobre sus cabezas. Pero haciendo cálculos mentales deduje que ni aun habiendo tragado 3 litros de cerveza de una sentada el chorro saldría con la potencia necesaria para rociarles la calva que lucían. Me guardé la chorra en el calzoncillo y me preparé un café. La casa estaba en silencio. Como el agua yerma de un estanque. Estaba seguro de haber visto una cucaracha escondida en un rincón, tampoco me importaba. Limpian las migas que se caen al suelo y encima hace una curiosa compañía. Digo curiosa porque, aunque no me preocupaba su existencia, sin duda de ver alguna la habría matado. Las cucarachas parecen haber nacido para eso, para ser matadas. Están naturalmente destinadas a la supervivencia a costa de los restos de otros. Un poco como los hombres. Sobre todo, los que se dicen buenos.

El teléfono sonó en el salón. No sabía qué demonios había programado en el maldito aparato, pero el jodido cacharro emitía una melodía al volumen de una procesión. Cada vez que resonaba me entraban ganar de estamparlo contra una pared y convertirlo en mil pequeños pedazos que comerme con vinagre y sal. El café se me había quemado a poco y mientras descolgaba el móvil busqué algo que echarme a la boca. Solo había unas zanahorias podridas y un bote de alubias caducadas. Me hice otro café.

– Si, ¿Quién es?

– ¿Señor Rabrio?

– Si soy yo.

– Le llamo de la revista “Cultura Inquieta” quisiéramos confirmar su asistencia a la entrevista de hoy a las 14h00.

– Allí estaré.

– En realidad quisiéramos pedirle que, si no tuviese usted grandes inconvenientes, retrasásemos la entrevista a mañana a la misma hora.

– No, no hay inconveniente. ¿A la misma hora me ha dicho?

– Si, a la misma hora.

– Sea pues. –

Acto seguido colgué el teléfono. Había sido cortante porque, la verdad, no me hacia ninguna gracia retrasar la entrevista, la nevera andaba hambrienta y cuanto antes empezase antes podría empezar a pedir algún adelanto. Miré la cartera, solo había algunas monedas y un billete de diez pavos. Lo suficiente para permitirme un buen bocadillo de ensalada de pollo y una caja de cervezas. Fui al super que estaba un par de calles más abajo.

SINOPSIS:

En esta novela, Enrique Rabrio, alter ego de Galo Abrain, gatea las calles de Madrid en busca de un golpe de suerte. Nada a contra corriente tratando contra todo pronostico de escapar de la mugre que tanto lo alimenta. Enrique es un reflejo de los jóvenes perdidos del siglo 21. Mira a su alrededor y le dan arcadas. La muerte le sopla la oreja mientras la adicción a la tecnología, la muerte de la esencia de las cosas, la perversión puritana a la que se enfrente día a día lo van meciendo paulatinamente hacía una desquiciada locura que apaga con cigarrillos, alcohol y drogas. Vive lo escatológico, deshace a las mujeres y a sus amantes, se desenfrena a la búsqueda de un trabajo con el que llenar la nevera mientras sobrevive con palabras. Rabrio es la imagen mezquina de la posmodernidad, la niega mientras se alimenta de sus desgracias y exprime con las manos muertas las escasas gotas de ambrosía que recoge por el camino. Una columna vertebral oxidada que se resquebraja con el pasar de los días hecha de carne e ideas que invaden como un torrente maldito. Maneja sabores fuertes, sadomasoquistas, violentos, como de cuerpos muertos, usando el sexo como redención. Enrique Rabrio es un bastardo del nuevo milenio conociéndose romántico y asustado, con un whisky y la cabeza alta.

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