Mil apocalipsis y un caballo

Mil apocalipsis y un caballo

Voy a contar una historia que nadie entenderá. Tres hombres se encorvan por una estepa sin camino como si llevasen a cuestas el horizonte. El aire quema. El paisaje se repite una y otra vez. La tierra se comba como el lomo de una vaca parda en la que se cuentan algunas vértebras. Esas protuberancias, torres deshechas, son túmulos, tumbas cónicas que rompen el horizonte de manera regular. Los tres hombres llevan días dejándolas a la derecha mientras encaran el este. Son un franciscano, un traductor y un mozo de cuerda que se cubren la cara del sol de la mañana con unos trapos que huelen a bestia sudada. Es la hora de la siesta y el agua está por agotarse. Se rascan, sacan la lengua, piensan en sus dos guías desaparecidos, en la comida y en los caballos que ya no tienen. Tres días sin ver otra cosa que tierra y cielo en este final de julio. Con un dedo sobre la cima, el traductor les pone nombres a los túmulos. Hace unos días las tumbas tenían nombres de mujer: unas las había conocido y otras las quería conocer. Las mujeres le duraron una tarde y una mañana. Hoy son nombres de ciudades. Se detienen frente a un cono. El traductor dice Sartaq. En la estepa, el final es el comienzo.

Con las manos en las caderas empiezan a subir los tres, Rubruquis, Homedei y Gosset. Hunden las puntas de los pies y rueda abajo una pequeña cascada de piedras y tierra, un reguero que rebrilla al sol. Guillermo de Rubruquis, el franciscano, se había recuperado del roce de los estribos. Agradece haberse cortado el hábito de faena y las heridas en los tobillos le aprietan entre las hierbas altas. Mira atrás y ve Soldaia, Bizancio, Acre, Damieta. Mira adelante y el túmulo, con su cima redondeada, está coronado de tres o cuatro piedras enormes. ¿Quién las habrá subido? Guillermo de Rubruquis es el más alto de los tres, de hecho, le saca una cabeza de ventaja a Homedei. El monje duerme con los brazos abiertos, solo come sentado, sin levantar la cabeza y siempre habla como si tuviese que llenar el aire con la voz. ¿Os he contado el saber del monje siciliano y la relación que hay entre los espejos y el mundo?

Mientras suben el hambre les señala la hierba seca, los pájaros negros que voltean sobre ellos, las madrigueras que imaginan en un pálpito de pieles y carne enterrada. Arriba la sed y el calor vibran en dos espejismos bajo el Sol que ascienden y se amplían. Son dos elipses que arden a lo lejos y siempre están por tocarse. En la cima los tres ven como el fulgor se mitiga. El viento deja de remedar el mar por el seco herbazal y solo quedan las llanuras que corren sin levantarse.

Se sientan a horcajadas sobre las piedras. Incluso desde allá, una y otra vez, se repite el mismo paisaje que esperaban romper con un poco de altura. Es como si se hubiera caído el cielo, un antiguo cielo amarillo y ramplón. El monje extiende la mano y mira al chico. Eslabón y pedernal. Gosset otea al sur, intenta distinguir el mar. Te he dicho que el eslabón y el pedernal. Homedei le da un codazo y el chico rompe a llorar. El musulmán se lleva la manga a la cara y Rubruquis mira al cielo. Las lágrimas agrietan el polvo en sus mejillas. El traductor se limpia y le queda un canal de arcilla en el pómulo. Los mira y dice en lo que hemos subido un caballo nos habría llevado una legua. El monje mete la mano en las alforjas y el traductor recuenta los túmulos con los dedos. El de Acre, el de Bizancio, el de Soldaia… Y los une por jemes, puentes morenos sobre el cielo. El eslabón es una omega de hierro rugoso que se había oxidado por los puertos y ocupaba tanto como la palma del monje que baja inseguro. Teme romperse un dedo del pie o parecer frágil. Todo está seco en la base y comienza un caudal de arbustos amarillos que por delante hace eses para después unirse a otras letras de un alfabeto inventado sobre la llanura. Se cruzan otras especies, las matas parecen a punto de quebrarse si se levantara la brisa. El monje se acuclilla y frota la piedra sobre el yesquero y salta una chispa que corre a esconderse entre el primero de aquellos arbustos secos. A la tercera prende. Señor, que el fuego no ascienda hasta la colina.

*

Varios meses antes del incendio en la estepa Rubruquis había sido mandado por su rey, el rey Luis, desde Palestina al campamento de Sartaq. Sartaq era mongol, era general, era cristiano y era el general mongol cristiano más cercano a Tierra Santa. Los eccemas de los reinos francos se alimentaban de hombres que venían de occidente a arder en el aire como pájaros de estopa. Era atracar y urdir un breve nido de piedra y amenazas. Uno de esos pájaros era el rey de Francia, que había hecho voto de ir a liberar el Santo Sepulcro si le dejaban de doler los oídos. La promesa la hizo en la cama, frente a doce monjes, con doce cirios cada uno y un regimiento de iconos, ensalmos y novenas. En dos semanas se levantó con un zumbido sordo que nunca le abandonaría.

Nadie, ni siquiera el Papa, le recordó que cumpliera su promesa. Aquellos reinos eran un exilio honroso, una forma de apilar lo que no sabía estar quieto. Las tierras francas se llenaban de infantes insaciables y barones pendencieros, no de reyes sensatos. Sin embargo, Luis marchó y partió en un barco lleno de dominicos y hospitalarios, encomendándose muchas veces a Dios. Iba, con sus hombres y mujeres, a la conquista Jerusalén, arrebatada por Saladino. El plan era sencillo y, por lo tanto, les parecía infalible. Primero tomarían por la fuerza un enclave egipcio para luego canjearlo por la ciudad de las ocho puertas.

El rey y sus barcos llegaron a Chipre y desde allá, casi sin descanso, saltó sobre el país del Nilo. Sentaron sus tiendas azules, levantaron las trompetas y arrasaron Damieta. La caballería pesada de Luis era envidiable y fresca como las frutas del sur. Maduros por haber entrado en una ciudad en la que acababa de morir un rey, se lanzaron a la conquista de otro enclave. Se gritaban entre ellos, sin jefe, a galope tendido, agarrándose de los cueros de las riendas. Dios los protegería de ahogarse, de ser heridos y de morir. En ese orden cruzaron un brazo apagado del Nilo y los ingenieros ayubíes rompieron las presas para aislarlos. Se pusieron frente a la fortaleza de Fariksur, erizada de lanzas como un gato de hierro. Las flechas oscurecieron el sol y blanquearon los ojos de los caballeros. Quedaron, como piedras blandas, los caballos boqueando a las puertas de la ciudad. Los hombres se arrastraban, unos aplastados por sus monturas, otros quebrados por las piedras de asedio. El ejército había perdido su mejor mitad y la otra continuó con un ataque bajo la protección de Él. No fue diferente la muerte, aunque huyeron menos hombres. Se mezclaron las sangres en la tierra y el rey Luis fue preso y rematados los que no se rindieron.

El franco, en una habitación mullida y sin cerraduras, fue tratado con sedas y sorbetes y los carceleros apreciaron que fuera un hombre que cumpliera su palabra. Rehusó mejores ropas, como rechazó lavarse. Asistió a los plenos del nuevo sultán mameluco, con quien perdía todas las partidas de ajedrez. Si accedía a sentarse al tablero de nácar, era por cortesía, pero le disgustó que las partidas se dilataran en las horas en las que debía respetarse el rezo. Cada vez que veía las piezas colocadas ya sentía un profundo dolor de cabeza. En lo que duraban las treguas entre movimiento y movimiento, el rey y el sultán tomaban zumos y discutían cómo sería salvado. Les costó dos meses llegar a un precio. Para ser un rey, el francés pagó barato su rescate, pero solo costó un besante más caro que cada uno de sus soldados. Encima solo llevaba la mitad de la deuda y le dejaron marchar, con la fianza de su palabra. La mañana que salió entendió de otra manera a las aves. Creía tener delante a Dios y detrás le seguía un ejército de heridos y mutilados. Se arrastraron por Egipto y les dolió dejar a la derecha el camino a Jerusalén. Al norte les esperaban las ciudades de las viudas de las cruzadas.

*

El salitre del mar metía sus dedos de miriápodo en las murallas de Acre. En la escollera, la sal se había comido el negro, el verde, el pardo. Trazaba una inquieta línea de flotación, como un horizonte irregular en el marco de la ciudad, que parecía hacerla flotar si se veía desde las chalupas que pretendían el puerto. La espuma eran nubes batidas y la intensidad de los sillares compartía la textura de las esponjas. Como la masa de un pan de los sueños, la piedra de la ciudad podía doblarse, pero por dentro todo pesaba. Solo saltaba al aire el martilleo de las forjas. Se clavaban los carros que extendían sus barras al cielo como pidiendo lluvia. Se clavaban las rodillas de los orantes, los puñales enterrados, los pilares de las tiendas se apretaban unos a otros como deseos puestos en fila. El mercado olía a aceites dulces y agrios y la profundidad de las casas, a brea. Las iglesias se cubrían de festones y Luis se pasaba en sus penumbras las mañanas. Rezaba por solucionar la mitad del rescate que les debía a los mamelucos. De rodillas, con los brazos sobre el pecho, le temblaban la barba y las manos. Por las noches le preparaban las fiestas al gusto del siglo pasado. Le traían juglares, tragafuegos, charlatanes. Pero Luis prefería a los monjes. Le gustaban sus gestos, parcos y rituales que él imitaba. En la sala contigua al salón de cenas, frente a la pared, alineaba clérigos de distintas congregaciones. Jubones negros, blancos, carmelitas, un abanico de chanclas y tonsuras. El rey se paseaba y los miraba de reojo y señalaba uno. Este. El monje en cuestión se separaba un paso, hacía una reverencia y entraba en la sala de festejos para discutir. Los demás se quedaban murmurando, hacían piña, se llevaban las manos a la espalda. En la cena se desgranaban las sutilezas, los argumentos de la fe, la interpretación de un pasaje equívoco. El rey, desde su enfermedad, era duro de oído y los monjes no se atrevían a gritar. Al acabar, apagaban las lámparas y las monedas tintineaban en la oscuridad de las faltriqueras de lana.

Una noche sin luna, en la fila de la pared, apareció un clérigo tan grande que les parecía que un oso se hubiera convertido y trajera un turcomano de acompañante. Es Guillermo de Rubruquis, franciscano, en el campamento lo llaman ‘comemapas’. Este. El monje hablaba a voz en grito. Luis debía elegir tema. Conquista. El rey cerró las manos y se sentó a la mesa. Rubruquis quería convertir a todos los musulmanes, quería bautizarlos, quería salir por los caminos a cristianizar uno a uno a los infieles, para acabar con la guerra. Todo lo explicó poniéndose más rojo cada vez, más palpitante. Sus manos dentro de las mangas se hinchaban. Luis bajó la cabeza y reconoció lo que era una idea. Mandaría a Guillermo a convertir, pero no a los musulmanes, sino a los mongoles, para conseguir la alianza definitiva que liberaría el Santo Sepulcro. Añadiría nuevas piezas de ataque al tablero.

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Los sabios, los reyes, los monjes, las beguinas, los predicadores, los profetas, las panaderas y los ignorantes sabían que aquellos mongoles eran los ejércitos del final del mundo. La horda que cruzaría las Puertas de Hierro del mar Caspio y agotarían la arena de los relojes y la cera de las candelas. Alejandro Magno había levantado la muralla definitiva que los mantenía alejados, en un mundo oscuro como un milagro. Pero esa frontera que no se sabía donde se sostenía había caído y las hordas sedientas de sangre habían saltado por encima. Cabalgaban por el mundo los ignorantes de cualquier lengua libres de arrasar a los pueblos de Dios. El libro de Daniel, en la Biblia, los llamaba Gog, rey de Magog. Comían carne humana y no podían compartir la tierra con los hombres. El papa ya había enviado prelados a su capital, pero ninguno había llegado.

Llegará Guillermo, se dijo Luis, al general del gran Kan, con ayuda de Dios. Entonces cayó en que ni siquiera conocía su nombre de pila. Pero esta vez la estrategia sería diferente. Sabían en Acre que los mongoles se batían en el norte. Esos demonios devoraban las orejas derechas de sus víctimas y las izquierdas las ofrecían como sacrificio. Violaban y violaban y luego se casaban, en lo que los cruzados veían algo de sentido común, un primer escalón desde el que entenderse. Pero la diferencia es que ellos pasaban a convertirse a la religión de la mujer más preciada. Y al norte, donde iría Rubruquis, había un general que se había casado con una cristiana nestoriana. No puede fallar. Al monje le dolió la oreja izquierda y que aquel mongol fuera nestoriano, esos monjes de Siria que se habían esparcido por el mundo engañando a los demás y ahogándose sobre sus vómitos de herejes.

El rey pertrechó a Rubruquis con dos hombres, mapas, dos bolsas con trescientos hyperpyrones y otros tantos dinares, una Biblia con guardas de oro y gemas, el salterio de la reina, dos camisas, un escapulario y su confianza en una carta traducida a dos idiomas más. La despedida de Acre fue sin Luis, porque el rey había vuelto a Egipto a pagar su deuda. Gosset y Homedei esperaban al franciscano en la lengua de madera que el barco despliega como una invitación a subir. Cada uno con una simple alforja de lana, con cuatro mudas y un calzado de invierno. El barco parecía pequeño, un esquife genovés que era más rápido que seguro. Zarparon y según se alejaban de las murallas batidas en el blanco y el verde, el monje pensaba en las riquezas, en los bienes espirituales, en la holgura, en la sensación de estar en el camino, en su deber de bautizar, en despedirse de la estrecha ciudad de Acre. Quizá eso dejara a un lado a los ladrones de caballos que les habían obligado a arrastrarse por la estepa y subir a un túmulo.

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En mayo llegaron a Bizancio. Durmieron en el palacio del emperador que temía que los cruzados saquearan su capital y se mostraba cauto y dadivoso con sus mensajeros. A la compañía se sumó un monje, que decía haber hecho el camino a los mongoles y en el mercado de la ciudad compraron un niño, un esclavo nuevo que ayudase al clérigo. De tres, pasaron a ser cinco. Mientras Rubruquis discutía con él la ruta a seguir, el bibliotecario de la capital metía baza. El futuro es un espejo, tosía Rubruquis mirando dos mapas desplegados sobre la mesa. Al otro lado está este lado, multiplicado, igual, porque este mundo es perfecto, nada más cabe en él, solo la variación. Homedei ponía el pulgar y el índice entre las dos orillas del paso del Bósforo. Preguntaba cuando saldrían. En cuanto fleten un barco al norte, respondía Rubruquis. Sacó de la alforja, frente al librero y al traductor, un tomo con canto dorado con el que abanicaba el salón azul. Con este libro es imposible perdernos. Los dos afirmaron. El bibliotecario salió de la sala y dos horas después apareció el emperador. Le pedía su copia de las Etimologías de San Isidoro de Sevilla. Homedei palideció. Rubruquis lo entregó con una reverencia. Me lo sé al dedillo, no pasa nada.

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En mayo estibaron un barco de iconos. Iba al norte, al otro extremo del Ponto.

SINOPSIS

Estos tres personajes históricos (Willem Van Ruysbroeck, Abdullah Al-bazzi y el desconocido Gosset) van a la corte mongola en 1253 y vuelven en 1254, 80 años antes que Marco Polo. Rubruquis es un franciscano que pertenece a la secta de los «Hermanos del Espíritu», gente convencida de que renacerá el Espíritu Santo y con él, el Apocalipsis. Con el viaje cree que ha crecido en Gosset, su paje y le convence de ello. Entonces el niño tiene sueños, sueños con el futuro (histórico) que se van entrelanzado con su viaje. Cada sueño es un momento donde Occidente (Europa y América) dijo que El Fin del Mundo estaba presente y la gente lo creyó. Los tres deberán sobrevivir entre el imperio de los nómadas, el mundo, en cada dos episodios, deberá sobrevivir a sí mismo.

Así sueño/futuro/pasado se mezclan y dan un sentido a nuestro presente, a nuestros miedos, a nuestro momento.

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