La sonrisa torcida de Samael

La sonrisa torcida de Samael

Lucía Del Rosal

09/02/2018

Introducción

***

Cuando el sol desaparecía por las montañas del oeste más pronto, mi abuelo cazaba conejos y codornices a las que no hiciera falta una dosis extra de pólvora para rematar, pues el camino de vuelta no estaba iluminado. Pero esta vez traía consigo entre jadeos pesados un enorme jabalí sin vida que lanzó al maletero polvoriento de la furgoneta junto con algunas escopetas y sus perros agitados, que lamían sus heridas tratando de recuperar el aliento. Por entonces mi abuelo aún se echaba sobre la furgoneta agotado y se fumaba un cigarrillo después de una tarde de caza. Tenía sesenta y seis años pero siempre se negó como muchos viejos a aceptar que se estaba haciendo mayor, o al menos lo suficiente para ignorar los dolores. Esa tarde otoñal me trajo consigo en el asiento del copiloto con el cuerpo encaramado en el cacharro de hojalata. O más bien me encerró en el vehículo. Solía hacer ese tipo de cosas, cuando estábamos a solas aseguraba que todo resultaba peligroso y sólo él podía protegerme, a pesar de lo que me dijera realmente mi instinto.

Terminó el cigarrillo, volvió a erguirse en sus piernas y caminó lentamente hacia la puerta del copiloto, se agachó doblando el tronco y se mantuvo a dos palmos del cristal, mirándome con una sonrisa. Su respiración se condensaba en la ventanilla una y otra vez. Cuando me sonreía me recordaba a los Payasos de la Tele, gentil, gracioso, de no ser por las cicatrices que atravesaban su rostro, el olor intenso a tabaco y pólvora, y la sangre que manchaba su chaleco verde oscuro y gran parte de su rostro. ¿Me dejas abrir?, me preguntaba, haciéndome por fin partícipe de la situación. Aunque más tarde desee que no lo hubiera hecho. Recuerdo encogerme de hombros, pues no era yo quien era el poseedor de las llaves con que me mantuvo a salvo en ese cacharro de pintura blanca desconchada. Introdujo la llave en la cerradura y la giró lentamente. Es para no despertar al jabalí. Apenas hubo abierto la puerta del todo cuando estaba agarrando mi brazo para sacarme de la furgoneta. Nunca había tocado a mi abuelo, que yo recordara, ni siquiera para besarlo pues nunca me caractericé por mi calidez ni él por un interés especial hacia mí, o eso creía. Pensé en el instante en que me apretaba entre sus brazos, contra su ropa manchada y maloliente, que aquello no estaba bien, pues su tacto me ardía y el tiempo se congelaba. Arrimaba su boca a mi oreja y me susurraba tengo una sorpresa para ti, pero no hagas ruido o el jabalí despertará. Y miré hacia el cielo, desde que este empezaba a perder las tonalidades azules hasta que dieron paso a los tonos rojizos, y estos, a la oscuridad. Sus manos quemaron por donde pasaron y sentí el corazón hundirse en mi pecho, latiendo en un leve susurro para no hacer ruido. Pero se escuchaban sus gemidos desacompasados, y su aliento nauseabundo estallaba muy cerca de mi boca, junto a su lengua y mis labios azulados.

***

1

La muerte de mi madre en abril de 1991 fue el principio. A mi padre le asoló un huracán que puso a prueba su pésima resistencia en la vida, pero ya para entonces era un alcohólico al cargo de un negocio que rozaba la quiebra desde hacía meses. Yo tenía once años, cursaba sexto de primaria y aprobé de milagro el curso, poniendo punto y final a mi larga etapa en la primaria. Durante esos meses trágicos desarrollé una magistral cara de dolor bien ensayada en el espejo que relucía cuando un adulto me palmeaba los hombros dándome el cínico pésame de turno, gestos que de repente le conferían a la difunta la importancia y el respeto que nunca le ofrecieron en vida. Además de soportar aquellas falsedades, tuve que ignorar los chismes que sobrevolaban los cielos como palomas que cagaban sobre las fachadas, las aceras y por todo el pueblo, ensuciándolo con sus inmundos excrementos hasta las alcantarillas. Su muerte era una u otra según quién lo contara, heroína, muerte cerebral por porros, accidentes domésticos en los que quizá enredara su cuello con el cable de un exprimidor o una sobredosis por drogas de diseño que repartían en las puertas de algunas discotecas. El pueblo la había convertido en un personaje absurdo y ficticio antes, durante y después de su fin debido a los prejuicios hacia los forasteros y extranjeros, como los marroquíes, los rumanos o cualquiera que no hubiera pertenecido al pueblo desde su nacimiento. Mi madre era las dos cosas, natural de los Estados Unidos y recién llegada a la Sierra Oeste a los veinticinco años, donde se enamoró de un joven obrero que trabajaba por las obras de una de las avenidas principales de la capital. Por entonces mi padre, el menor de tres hermanos varones, trabajaba como empleado para la empresa familiar, donde esta se hallaba en pleno auge hasta convertirse en el gigantesco monopolio de la construcción de la Sierra Oeste pocos años después (…).

No recuerdo una persona tan bella y pura como mi madre, que habría sido capaz de abrirse en canal con el filo de un cuchillo antes de tener que juzgar a una persona. Por ello entenderás que todo lo bueno de mi vida se fue con ella, pues no tenía más familia que mis padres. Y los González.

***

2

En la Nochebuena de aquel año no esperaba a nadie, y sin embargo, fue la peor cena de Navidad que había tenido entonces en toda mi vida. Saqué las empanadas de carne y las puse sobre la mesa del salón junto con el turrón blando, el de chocolate con almendras y los mazapanes. Encendí algunas velas rojas, enchufé las bombillitas que rodeaban el árbol de Navidad, puse la televisión que prestaba un show especial de Cruz y Raya en La 1 y cerré todas las ventanas y persianas. Mientras Sombra dormía bajo mis pies estuve un buen rato mirando el plato que con esperanza concedí a mi padre por si aparecía. Agarré una botella que encontré de champagne y la dejé abierta en el centro de la mesa, pensando que eso lo atraería como una luz a un mosquito. Y entonces llamaron a mi puerta. Estaba empezando a temer el momento en que alguien golpeara sus nudillos contra el armatoste que me aislaba de la calle, pues hasta el momento nunca fue para algo bueno. Calmé a Sombra, pues este se levantó con el lomo erizado y los ojos fijos en la puerta. Lo agarré del pescuezo como hice antes de que atacara a Roberto Salas el pasado jueves y lo metí en el interior de la cocina, donde se mantuvo en completo silencio. Asomé un ojo por la mirilla. Mi expresión se congeló de inmediato. De todas las personas que esperaba ver aquella noche, apareció la menos deseada de todas. Pero solo sentí un escalofrío cuando le oí hablarme desde el otro lado.

-Abre la puerta, sé que estás dentro –espetó Jacinto González.

Le abrí la puerta, con la boca apretada y las extremidades tiesas. Apenas respiraba. En cualquier otra situación habría hecho otra cosa distinta, quizá me habría escondido debajo de la mesa con el pico cerrado hasta que se fuera, o habría gritado hasta espantarlo. Pero entonces, aún no me había dado cuenta de lo que sucedía, y solo era extraño, terrorífico. Tan rápido como le abrí la puerta me alejé de él unos pasos atrás, incapaz de mirarlo a los ojos. Acostumbrados los dos a que aquello sucediera siempre que estábamos cerca el uno del otro, durante los años de toda mi infancia.

-Tu padre está en casa, pensábamos que estarías con él. Es un puto borracho. Apaga las cosas y ven –dijo con su sequedad característica.

Jacinto González era un viejo con un humor de perros, sobre todo cuando no tenía sus elementos de seguridad cerca de él. Estos eran el tabaco, el vino, su escopeta o el tacto de un manojo de cientos de pesetas en sus manos. Estos le reconfortaban en sumo grado, pues al fumar, ingerir algo de alcohol de vez en cuando o salir a cazar le hacían sentir en cierto modo que no era tan viejo como para dejar de hacer todas esas cosas, y sin el dinero, por descontado era imposible que las llevara a cabo. Cuando Jacinto González se reunía, siempre lustraba su copa de vino con los conocidos de toda la vida, expulsaba el humo del tabaco como una locomotora del siglo diecinueve y bromeaba con todos los presentes. Pero Jacinto González escondía un secreto, y cuando lo recordaba a veces sus ojos se abrían tanto que podías entrar en ellos, sus cejas se arqueaban y la curva de su sonrisa mostraba unos dientes amarillentos que pronto te acabarían encontrando.

Se me heló la sangre.

-¡Vamos! ¿A qué esperas?

Algo se había apoderado de mí, pues como una estatua de hielo aguardé junto a la pared, mirando la punta de los pies de mi abuelo. El terror era tal que no tenía el valor de elevar los ojos y observar su rostro, ni siquiera a metros de distancia. Desprendía un olor fuerte, como una mezcla de resina, leña quemada y tabaco. Se me metía hasta en los huesos haciéndolos temblar debajo de la carne. Si alguna vez no has sentido que el temblor se presenta como miles de agujas aguijonándote el cuerpo sin parar mientras solo escuchas el latido sordo de tu corazón desbocado en tus oídos, es que nunca has tenido pánico. El pánico paraliza, y dejas de tomar el control. Solo quería cerrar los ojos y desear con todo mi ser que cuando los volviera a abrir, aquel hombre no estuviera ahí delante. Pero cuando lo hice, ahí seguía. En completo silencio. Entonces, percibí un leve movimiento en él y un latigazo de terror atizó mis brazos. Mis ojos se dirigieron al origen del movimiento, a la altura de sus caderas, y descubrí sus manos metidas en los bolsillos del pantalón de pana, retorciéndose bajo la tela. Miré un poco más arriba, y vi esa expresión, esa sonrisa. La vi, allí la tenía, justo en frente de mí. La bomba había estallado. Sus dientes amarillentos comenzaron a avanzar hacia mí, como si solo pudiera ver esa parte de él brillando en la oscuridad. Más tarde comprendí que había perdido el conocimiento, pues me estaba levantando del suelo, pero su olor aún permanecía, yo me impregné de su olor. Mi ropa, mi piel… Todo. Y después de aquello, sin recordar nada, apagué las luces de la casa, cogí el abrigo y avancé hacia la furgoneta blanca de mi abuelo como un autómata sin vida.

***

Salí a toda velocidad de la furgoneta y atravesé la puerta entreabierta del muro. La luz de la cocina estaba encendida y vi la silueta de mi abuela, cocinando a la velocidad de una atleta olímpica. No la volví a ver desde el entierro de mi madre, antes de la primavera, y ahora requería mi presencia, dando las órdenes a Jacinto González para buscarme a mi casa como una sargenta.

-¡Hombre, tú por aquí! –exclamó mi tío Jacinto Segundo con teatralidad cuando me dejó pasar.- ¿Cómo que no te querías venir? ¿No sabes que esta es tu familia?

Estaba muy, muy lejos de contestar a esa pregunta, como entenderás. Pasé en silencio buscando a mi padre, cuando una mano agarró mi brazo con fuerza tirando hacia el interior de la cocina.

-¡Dale un beso a tu abuela! –exigió la mujer con el ceño fruncido, sudando como el asado que estaba reposando en el interior del horno y vestida con un chándal azul marino.- Estabas en tu casa y no avisas ni te presentas ni nada, que tengo que decirle a tu abuelo que te traiga. Menudo ser. ¿Es que no quieres a tu abuela? Ahora que tu madre no está me tienes que querer como si fuera tu madre.

Me reservé la respuesta una vez más. Esa noche vi a mi padre tan borracho que le dejaron dormir en el sofá del mismo salón donde celebraríamos la Navidad. Casi parecía un chiste, su barriga sobresalía de su camiseta de trabajo, subiendo y bajando según respiraba, encogido sobre sí mismo, sucio, triste, descubierto y abierto al público que de vez en cuando lo observaba desde la mesa del salón entre murmullos y comentarios desafortunados.

-Ven, siéntate aquí –me ordenó Jacinto Segundo palmeando el asiento vacío que descansaba junto a él.

Jacinto Segundo era el primogénito de la familia de los González, y por ello quizá soportara el peso de una de las grandes empresas que hizo famosa a nuestra familia durante generaciones. Siempre llevaba la cara rasurada, apestando a alguna loción de afeitado, vestía polos de algodón y camisas a cuadros por dentro, Levi´S oscuros y unos zapatos chinos de lo más caros. Su risa arrogante indicaba que desde hacía muchos años aún continuaba en la cresta de la ola.

-Hay que ver lo que te quiere tu abuelo –aseveró una de mis tías, la mujer de Jacinto Segundo, vestida con un ajustado traje de dos piezas de dolor rojo, con colgantes dorados y brillantes y el rostro pintado como una puerta, siempre con el gesto torcido como si todo apestara a su alrededor. Incluso cuando sonreía daba la impresión de que todo le resultaba desagradable. Cuando me acerqué a la mesa se estaba fumando un cigarro mientras le echaba la zarpa a una copa de vino cada vez más vacía.

Mi tía Olimpia, dueña de Limpiezas Olimpia, le gustaba gobernar a golpe de látigo a sus empleados como los antiguos profesores que atizaban a los niños cuando les parecía. Su empresa, levantada con la herencia extraordinaria de sus padres fallecidos, tenía grandes convenios y contratos con muchas empresas en el pueblo y por los alrededores. En plena expansión, llegó a firmar con residencias, ayuntamientos, polideportivos, colegios, bibliotecas e institutos. Además de un servicio especial de limpieza a domicilio, donde se movía la tercera parte del capital. Pero mi tía Olimpia no solo poseía la capacidad de aterrar a los que considerara inferiores a ella, tanto social como laboralmente, era una serpiente. Era el tipo de persona que no solo crecía con el sufrimiento ajeno, sino que si se mordía a sí misma, corría el riesgo de envenenarse.

-Hay que ver –repitió.- ¿Bueno, las has aprobado todas? Si las apruebas todas te coloco en mi empresa este verano y así ayudas a tu padre, que mírale como está –dijo, señalando con una sonrisa maliciosa.

No era un secreto el desprecio desmedido e irracional que sintieron por mi madre, como tampoco lo era negar la evidencia de que medio pueblo pensaba como ellos. Ni siquiera guardaron la discreción de sus opiniones durante el entierro, dándose codazos con la boca apretada para señalar con el mentón a mi padre llorando desconsolado sobre el ataúd de roble donde descansaba su difunta esposa. Saltaban sobre mí como un muelle, creyéndome un pequeño teletubbie que no se enteraba de nada. En gran parte, las personas como mi tía, con una buena empresa y un marido con la misma suerte, se creen con derecho de manifestar abiertamente que es necesario que existan personas en situaciones más penosas que las suyas para estar en las alturas. La cima es muy pequeña para tanta gente. Mi tía Olimpia nunca me cayó bien, desde hacía muchos años atrás que no me parecía buena persona. No le gustaban los niños y eso se notaba, pues apenas aguantaba a los suyos. No hacía más que contratar niñeras para que estas se encargaran de su dieta y sus numerosísimas actividades extraescolares. Entre ella y yo no era un secreto que lo único que nos unía era el mismo sentimiento de repulsión. El resto de la familia se divertía observando cómo la mujer bromeaba conmigo cuando realmente se reía de mis ojos grises y saltones, que eran de mi madre, o decía que parecía un fantasma por la palidez natural de mi piel. Entonces años atrás me cruzaba de brazos y miraba al horizonte con el ceño fruncido, provocando las risas de todos mientras Olimpia añadía que mi cara se arrugaba tanto que parecía una ciruela pasa. Así que no era extraño que cuando estaba cerca de mi tía Olimpia, el pecho me ardiera y mis puños se cerraran sobre mis rodillas de manera natural.

***

-Venga, a comer –ordenó la matriarca, sentándose en el extremo de la mesa.

-¿Y este? –preguntó Tomás Segundo, dirigiéndose jocosamente a su hermano durmiente.

El rostro de mi tía Olimpia se iluminó tras aquello e interrumpió el trago de vino para decir:

-Pues a ese más vale meterle la cena con un catéter, que ya con la otra habrá entrenado de lo lindo –sentenció entre risas, aun a pesar de tenerme compartiendo mesa a pocos centímetros de ella.

Era incapaz de probar bocado, pues el estómago se me había retorcido de tal modo que era imposible que nada entrara por él. No podía comprender por qué estábamos ahí, mi padre inconsciente en el sofá, enfermo, y yo con el cuerpo tieso y la mirada clavada en la mesa entre Jacinto González a mi izquierda y el matrimonio odioso a mi derecha. Supliqué hacia mis adentros que terminaran las burlas, pues la consternación me aplastaba más de lo que nunca dejé ver en realidad. Nunca expresaba mis sentimientos sin querer, era como si mi rostro estuviera férreamente entrenado para no dejar salir las emociones, y mi cuerpo era exactamente igual. Solo si me hubieras mirado muy de cerca podías adivinar que este pesaba más que un canto rodado sobre la silla, pues aparte de mi peso contenía todo lo que ocultaba en mi interior.

Esa fue la noche de las burlas, de los gritos silenciosos que arañaban mi garganta como una bestia deseando escapar de mi.

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