Los quilates de Bob Murfing

Los quilates de Bob Murfing

Norberto Alvarez

29/03/2018

CAPÍTULO 1

La ciudad de Chicago fue una de las metrópolis americanas más castigadas por la ola de calor del verano de 1995. Aquel viernes, catorce de julio, Robert Murfing despertó medio vestido en su habitación del hotel Fairmont, mucho más temprano de lo que era su costumbre. Había llegado la noche anterior a una ciudad ya de sobra conocida.

El vuelo de American Airlines desde Milán fue agotador, duró más de nueve horas. Cuando el avión aterrizó en O’Hare, con una hora de retraso, se despidió de la pareja de asiáticos con los que había compartido la fila dieciocho izquierda de asientos, su favorita. La mayor parte del vuelo habian estado hablando en chino mandarín. Murfing reconoció el idioma por su antigua formación pero no se interesó en la conversación. Casi todo el viaje estuvo ocupado leyendo el contenido de una carpeta etiquetada: “Pietro Panni-Averiguación de paradero”.

—Buenas noches, señor. ¿Cuál es el motivo de su visita a Estados Unidos? —la joven agente afroamericana de migraciones fue cortante en su pregunta.

—Estoy aquí por turismo —respondió Murfing, aunque al instante pensó que su atuendo de traje y corbata contradecía la respuesta.

—¿Cuánto tiempo piensa quedarse? —inquirió ella.

—Diez días —contestó él, sin dudarlo.

La mujer revisó con meticulosidad el pasaporte que ya contenía fechas de otras estancias en el país, introdujo los datos en el ordenador y se dio por satisfecha. Estampó el sello de entrada en el documento y le franqueó el paso.

Murfing esperó impaciente su equipaje y demoró otros diez minutos en una fila para cambiar sus libras por dólares. Le gustaba disponer de suficiente efectivo en moneda local para transacciones menores cuando visitaba otros países. El taxi desde el aeropuerto hasta el hotel lo conducía un salvadoreño, demasiado hablador para su gusto. El trayecto a Columbus Street resultó más largo de lo calculado y le costó una buena parte de los dólares que había cambiado. El registro en el hotel fue rápido. Confirmó en recepción los tres días de la reserva y subió él mismo su equipaje. Al entrar en la habitación 1818 abrió la nevera, cogió dos botellines de Johnnie Walker y se arrojó sobre la cama tras quitarse apenas la chaqueta y la corbata. De cualquier manera la diferencia horaria con Italia no le permitió conseguir el descanso adecuado. Dormitó apenas tres horas sin conciliar el sueño. Su reloj biológico aún no se había ajustado.

La alarma puesta para las seis y treinta en su teléfono celular resultó innecesaria. Media hora antes ya estaba viendo las noticias en la CNN: «Se mantienen optimistas los futuros en Wall Street. Un estudiante norteamericano ha muerto corneado en la fiesta de San Fermín en España. En París se realiza el desfile conmemorativo del día de la Revolución Francesa. Se pronostican 110 grados para esta tarde en Chicago.»

Calculó el equivalente de Fahrenheit a Celsius; serían 43,3º en términos europeos. Esperó las noticias económicas y luego apagó el aparato. Se fue al cuarto de baño malhumorado. El agua fría de la ducha, como siempre la usaba en verano, moderó su estado de ánimo. Se afeitó y se recortó con cuidado su vistoso y poblado bigote y perilla donde alternaban el negro azabache y el gris plateado. La prematura calvicie lo había decidido a cultivar ese aspecto de su apariencia. Se consideraba una persona aún atractiva a sus cuarenta y cinco años, con dos matrimonios fallidos en su haber y sin hijos a su espalda.

Desde la penúltima planta del hotel, Murfing apreció unos segundos el paisaje. Los primeros rayos de sol atravesaban la maraña de edificios del centro y se reflejaban en los cristales de la torre Sears. Podía divisar el puerto de Chicago sobre el lago Michigan. Durante unos minutos se empeñó en calcular la cantidad de contenedores transportados en un buque de grandes dimensiones que estaba por atracar en el muelle. Después usó sus binoculares para entretenerse observando a las personas que hacían deporte en el parque junto al lago. Recién entonces se dispuso a ordenar parte de su equipaje en los armarios, lo que estimaba necesario para tres días.

Al acabar esa tarea retiró una carpeta azul de su maletín de piel de cocodrilo que había comprado en Sudáfrica. Era la misma que había estado leyendo en el vuelo desde Milán. En el borde superior izquierdo exhibía aquella etiqueta mecanografiada: “Pietro Panni-Averiguación de paradero”. Murfing había escrito algo en tinta roja debajo de la etiqueta: ¿»R.I.P.»? Cuando acabó de repasar las páginas del documento cogió una tarjeta telefónica para comunicaciones internacionales que solía llevar. Se sentó en el borde de la cama y se dispuso a hacer una llamada de larga distancia con el teléfono de la habitación. No recordaba el número, tuvo que apelar a una libreta de direcciones que llevaba en un bolsillo interior del maletín. Tecleó doce números con máxima atención. Aguardó unos segundos hasta que se estableció el tono de llamada. No hubo respuesta. Saltó un contestador. Insistió tres veces más sin resultado. Decepcionado y otra vez de pésimo humor se vistió y a las siete y quince salió para desayunar. Colocó el aviso de “no molestar” en la puerta de la habitación, bajó por la escalera a la planta quince y llamó el ascensor.

Tres de la tarde en Sudáfrica. El invierno en Durban, a orillas del océano Índico, era suave y seco. El capitán Pedro Ferreira salía del bar Walvis con varios whiskies a bordo. Volvió andando hasta la casa que alquilaba en las cercanías. Había abandonado el ejército colonial portugués hacía veinte años, después de la guerra de independencia de Angola y de algunas escaramuzas en Mozambique. Seguía haciéndose llamar con el rango de su antigua jerarquía militar. De todos modos siempre lo había utilizado como mercenario en operaciones en África. Una cicatriz en el cuello, cubierta por una serpiente tatuada, era su mejor recuerdo. Ferreira esperaba recibir una llamada ese día pero no recordaba la hora exacta. Tampoco le preocupaba en exceso. Al llegar a su casa vio la luz encendida del contestador telefónico. No había mensajes pero alguien había intentado comunicarse con él tres veces. Se recostó en el sofá y dejó la pistola que llevaba a la espalda en la mesilla, al alcance de la mano. Tenía la esperanza de que no volvieran a llamar hasta que acabara la siesta.

La mañana era sofocante en Chicago con esa combinación de intenso calor y alta humedad que detestaba Robert Murfing. Prefería el fresco del verano de su Inglaterra natal. Caminó unos pocos minutos desde el hotel hasta la avenida Michigan y entró en el Toni Café, tradicional, con una pastelería exquisita y un café de primera calidad, lo recordaba de alguna visita anterior. Una buena cantidad de oficinistas, algunos turistas madrugadores y jóvenes deportistas llenaban el local. Con un certero recorrido visual Murfing descubrió una pequeña mesa junto a la ventana. Pidió un café americano, zumo de tomate y macarons de pistacho y ron, especialidad de la casa. Desplegó el Chicago Tribune que había cogido al salir del hotel y se dispuso a disfrutar de su desayuno. Al terminar la sección de deportes dobló el periódico y lo arrojó con desprecio a la silla más cercana. El Arsenal, su equipo de toda la vida, había despedido a su entrenador después de cuatro temporadas desastrosas. Además estaba inmerso en un caso de sobornos en la compra de jugadores. Una mueca de rabia y desesperación abarcó su rostro por un instante. Vuelto a la normalidad, pidió otro café y extrajo una libreta del chándal de los New York Giants que usaba esa mañana. Un lápiz mecánico plateado estaba enganchado en los anillos de la libreta. Lo abrió y comenzó a escribir con parsimonia, pocas palabras en diferentes hojas. En cada página anotaba un título y debajo una línea compuesta de letras y números.

El capitán Ferreira se despertó de su siesta por los golpes en la ventana del dormitorio. Su instinto de hombre acostumbrado a la acción y al peligro le hizo arrojarse al suelo desde la cama mientras manoteaba la pistola. Permaneció unos segundos con el arma preparada mientras apuntaba a la ventana hasta comprobar que las persianas de madera seguían cerradas. No podía ver el exterior.

—¡Maldición! —gritó.

―¡Ferreira, abra! —la voz era perentoria.

—Ya va, jefe —el portugués reconoció a Jerome Krieger, comisario de policía de Durban.

Ferreira ocultó la pistola, corrió el cerrojo de la puerta y Krieger entró sin saludar. Fue hasta el sofá del salón y se dejó caer arrojando el sombrero sobre la mesa del centro. Dos policías negros uniformados se quedaron en la calle, apoyados en la verja del jardín. Un tercer hombre permanecía en el coche sin identificación aparcado junto a la entrada. Krieger era un personaje muy típico de aquella región. Alto, corpulento, de pelo rojo claro, botas de cuero marrón, sombrero de fieltro gris. Un Afrikaner en estado puro, descendiente de varias generaciones de campesinos de origen flamenco, los antiguos Boers de la guerra del siglo XIX contra los ingleses. Su padre se había enriquecido en los tiempos del apartheid en negocios mineros no del todo transparentes.

—Siéntese Ferreira, estaremos más cómodos así para hablar de lo nuestro —ordenó el comisario Krieger mientras encendía un puro y colocaba las piernas sobre la mesa empujando su sombrero que acabó sobre la alfombra.

Cuando Murfing regresó al hotel se encontró con un mensaje pasado bajo la puerta de su habitación. El papel era de los utilizados en la recepción y escrito a mano, subrayado: “Habitación 1818 – para: Señor Murfing, de: Señora Carla – Mensaje: Robert, por favor llámeme tan pronto como pueda.” El mensaje se había recibido una hora antes. Murfing levantó el teléfono de la habitación y marcó los números requeridos. Ese no sería su día de suerte para las comunicaciones telefónicas. Dejó un recado en el contestador: “Signora Clara, para comunicarse conmigo puede escribirme al correo electrónico de la empresa. Grazie.” Murfing siempre pensó que era signo de buena educación intercalar alguna palabra en el idioma nativo de sus clientes porque eso generaría confianza y respeto en la relación.

—Vamos a ver, Ferreira. Dígame, ¿qué averiguó sobre nuestro amigo Panni? No quiero la versión oficial de la policía de Maputo. Usted sabe más de lo que me ha contado hasta ahora. ¿Qué demonios le pasó a Pietro Panni?

—Mire, coronel. Estuve en Mabibi. Fui con un Jeep alquilado. Desde allí partió el yate que alquiló Panni. Sabemos que entró en aguas de Mozambique, la frontera está muy próxima, porque así estaba registrado en la bitácora. El piloto del barco era sudafricano, blanco, aclaro; y los tres marineros eran de “maputolandia”, ilegales…El italiano quería bucear para filmar tiburones, según le contó al piloto. En el segundo día de navegación el tipo se tiró al agua con el equipo de buceo y grabación completo a veinte kilómetros de la costa y una profundidad en la zona de setenta metros. No volvió a la superficie. Esperaron dos horas. El oxígeno de los tanques no daba para más de cincuenta minutos. Fueron a Maputo y denunciaron la desaparición. Así me lo contaron en persona.

—Eso no me sirve. Me estoy jugando el cargo y usted la deportación. Ya pasaron dos semanas y hay mucha gente nerviosa con este asunto. Lo queremos vivo o muerto. No nos interesa desaparecido. Alguien transfirió dinero de las cuentas de su empresa en Seychelles tres días después de la desaparición. Son cuentas codificadas y sólo él conocía las claves. Hay un investigador inglés contratado por no sé quién metiendo las narices en el asunto. Pasó por Johannesburgo la semana pasada e hizo muchas preguntas. Habló con la chica alemana que vivía con Panni. No sé qué averiguó y no me gusta.

—No se preocupe, jefe. Iré a Maputo el próximo lunes. Ahí está la punta del ovillo. Pero quiero saber qué estamos buscando. Esto no es un caso cualquiera. Si me oculta información mi trabajo no será todo lo útil que se necesita. Y además mis honorarios no son los mismos de siempre. Hay muchos gastos que tengo que hacer a partir de ahora.

—Bueno ca-pi-tán…Pase a verme esta noche por mi despacho. Le entregaré un adelanto para gastos. También le hemos preparado un pasaporte brasileño para mayor seguridad. Y hágame un favor: tenemos que hacerle una foto así que aféitese y péinese un poco esos pelos que casi se puede hacer trenzas con ellos. Deme el sombrero que me voy.

Ferreira recogió el sombrero de Krieger de la alfombra después de pisarlo y disculparse por su torpeza. Se lo entregó aplastado y deforme. Le abrió la puerta para salir:

—Allí estaré, co-ro-nel o co-mi-sa-rio, lo que usted prefiera. Le prepararé un informe a mi regreso de Mozambique. Ah, una cosa más; por favor, la próxima vez no me moleste a la hora de la siesta.

Carla Fiore recibió la noticia de la desaparición de su ex marido dos días después de ocurrida. Se encontraba en su oficina de Milán atendiendo a un cliente en un caso de fraude societario. En realidad los Panni-Fiore nunca habían tramitado el divorcio, a pesar de que llevaban cuatro años separados. Panni no consideró prudente hacerlo por las relaciones que ambos tenían en la elegante sociedad del mundo de los negocios en Italia y por sus hijos adolescentes que estudiaban en Estados Unidos. Acordaron un contrato que cubría con amplitud las necesidades financieras de la abogada y sus hijos. Al mismo tiempo evitaba que los mecanismos de partición de bienes e intereses comunes perjudicara la integridad de algunas operaciones en marcha.

La primera reacción de la señora Panni al conocer lo sucedido fue abrir la caja fuerte que estaba en su despacho de abogada. Buscó un archivador de cuero negro cerrado con llave. Lo abrió y extrajo un documento de papel grueso, de varias páginas y con intervención notarial. También había otro documento de tipo comercial con membrete de la compañía de seguros IICL (International Insurance Corporation Limited). Carla Fiore repasó ambos papeles, suspiró, esbozó una sonrisa, se persignó y los volvió a guardar con mimo en la caja fuerte.

Aquel viernes y el sábado siguiente la temperatura superó con creces los cuarenta grados centígrados en Chicago. Un termómetro en la avenida Michigan marcaría ciento dieciséis grados Fahrenheit, a la sombra, a las tres de la tarde. Fue un registro histórico y según las crónicas del Chicago Tribune más de trescientas personas murieron en esa semana infernal por la ola de calor. El sitio donde se dirigiría Murfing para su primera cita programada estaba a quince minutos en taxi desde el hotel. Era esperado a las cinco de la tarde. Se puso una chaqueta a cuadros discreta, cogió su cuaderno de notas y una grabadora de bolsillo. Los guardó en una bolsa deportiva de marca donde llevaba también una cámara Polaroid y los prismáticos. Al llegar a recepción pidió un ejemplar del Chicago Times y lo metió también en la bolsa con una botella de agua que compró en el bar. Salió por la puerta giratoria y al pisar la acera de Columbus Street recordó la descripción de Dante sobre el infierno.

SINOPSIS

Último decenio del siglo XX. PIETRO PANNI, empresario italiano que acumuló una fortuna en el negocio de diamantes, ha desaparecido cuando practicaba submarinismo en Mozambique. Separado de su esposa, CARLA FIORE, abogada de Milán, residía en Johannesburgo con ERIKA CLAUSEN, joven periodista alemana.

ROBERT (BOB) MURFING, investigador privado inglés, antiguo agente de los servicios de inteligencia, empedernido lector de “novela negra”, aficionado al whisky, al fútbol y al jazz, es contratado para aclarar esa desaparición. Está en juego la indemnización proveniente de una póliza de vida multimillonaria si se comprueba la muerte de Panni. Murfing acepta el ofrecimiento a cambio de una compensación importante y un premio adicional con la resolución del caso.

Durante la investigación surgirán sorprendentes revelaciones sobre Panni, desconocidas por su familia y la empresa. La telaraña del comercio de diamantes obligará a Murfing a descifrar un peligroso acertijo internacional. Diversos intereses políticos y económicos se mostrarán intranquilos a causa de su investigación.

Un ex militar portugués, PAULO FERREIRA, veterano de la guerra de Angola, aparecerá en escena para complicar el trabajo de Murfing. Aumentarán los riesgos y las amenazas para todos. El inglés evolucionará también en una relación particular con Carla, la ex mujer de Panni. La periodista, Erika Clausen, querrá aprovechar la difusión del caso y las connotaciones públicas para su propia carrera profesional.

Murfing desentrañará la trama y las consecuencias del asunto que investiga. Las alarmas del sistema amenazado reaccionarán y se verá acorralado frente al contraataque enemigo. Deberá utilizar sus mejores recursos para resolver el caso aún a costa de pérdidas irreparables. Su enfoque de la vida cambiará de forma radical tras completar este trabajo.

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