I

En el punto final de ese poemario que no vería la luz, que quedaría en la incógnita del mundo, el poeta tomó su maleta, echó dentro toda la ropa que cupiera; en este precario caso a la petaca le sobraba espacio. El poeta no era hombre de vestidos finos; un pantalón bien podía servir por dos semanas; cuidaba no hacer mucho esfuerzo físico para que las camisas no se impregnaran de ese olor característico de los hombres agitados; los calcetines y las trusas, ¿quién las iba a ver?

Se vaciaron sus cajones, mas el caos que vivía en ellos siguió persistente en el estuche; lo combinó con el frasco de perfume obsequio de una novia dueña de los versos primarios de su profesión, siete años habían pasado de su rompimiento, y de ahí diez años más atrás desde el arriesgado beso envuelto en un juego de botella, principio de su relación. El frasco de perfume data del segundo aniversario. Los bolsillos de la valija fueron acosados con alguna crema, cortaúñas, cinta de aislar, cepillo de dientes, pasta, desodorante, papel higiénico, un espejo, un desarmador, y demás elementos necesarios.

Por un momento se acercó a su escritorio; observó los papeles, los manuscritos, leyó el último poema que escribió, lo releyó, tomó una lápiz y rayoneó algunas palabras, encima colocó otra más atinadas. La hoja regresó al escritorio sin ruido, como sucede con la poesía hoy en día: el poeta tiene esta postura. Por ello ni una pluma en su fardo ocupa espacio.

El silencio empoderó la mente del poeta. Se iba y no había nadie quien preguntara por qué. Lo demás de su casa quedaba intacto; dio media vuelta y salió del cuarto de oficina para entrar una vez más al dormitorio donde la maleta seguía sin llenarse; esta vez ni siquiera sus ídolos literarios lo acompañarían en el traslado: se condenaba a ver más allá de los libros, a observar la nuca de otro pasajero, o, tal vez, que su mirada traspasara la ventana; entonces, los alteros de profusos sabios también quedaban intactos.

Cerró el paquete. Tomó la chamarra, su favorita, la de los puños descoloridos; metió una brazo consecuentemente el otro brazo, el cierre ya no tenía esencia; al final un sombrero cubrió su cabeza, en estas estaciones en que los sombreros ya no están de moda. El poeta pertenece a otro tiempo, más antiguo, pero ese tiempo tampoco es suyo, él vive ahora y a la vez vive ayer, como también vive mañana viviendo el tiempo en que no existió. No le importa el sombrero, cubre bien las ideas, las mantiene calientes y luego las deja salir a la frescura del viento. El poeta no vive hoy.

Algo lo detiene al abrir la puerta de salida, que en otras ocasiones sirve de entrada; deja el bulto en la orilla que hace trascender a un individuo pues lo convierte en ciudadano del mundo; regresa a su escritorio, toma una hoja, recupera un bolígrafo, lo sacude, coloca el título de ese poemario que sólo existe ante sus ojos daltónicos, cada poema es un color difuso de la verdad, otros ojos se confunden en lo veraz de esos versos: ven muy azul y no es azul, ven muy rojo y no es rojo, ven muy verde y el verde no existe ante la contemplación visual del poeta. Hay otros ojos ciegos que se dejan envolver en las sensaciones, logran ver los colores correctos del sentir, de los ambientes vividos por el poeta. Esta vez nadie verá, este poemario se queda encerrado en la ausencia de su autor. Tantas palabras vueltas mudas. La mujer que me habita dice la tinta negra.

Una mujer. Una mujer siempre es la causante de que un hombre decida cerrar sus versos. Ella resguardará la casa, pues vive en las estrofas. El poeta toma su maleta, cruza la línea divisoria del marco, ahora ya no es individuo, está fuera como todo salvaje, es uno más entre los millones que respiran y reciclan el aire; cierra su puerta, gira la llave, acto seguido empuja la ganzúa por debajo de la ahora entrada. El poeta da la espalda, ya no le pertenece lo que existe allá adentro. Busca una carroza automática que lo lleve hacia algún lugar, pero antes, se deshace del sombrero.

II

Llegó a donde todos y nadie llegan, todos porque ahí están físicamente, nadie porque esos bultos conocidos en el diccionario como personas nada notan, ni su propia existencia. Así el poeta pasó inadvertidamente entre la compilación de maletones, maletines, sacos de dormir, dormilones, dormilonas, ronquidos, sueños y pesadillas; no lo reconocieron, y él no hacía sonido, fungió como centinela de las brasas oníricas de los que están a punto de emprender algún viaje. Escogió un destino, el que fuese, subió al monstruo de cuatro masas rodantes, llegó al asiento diecinueve, dobló su cuerpo para cubrir el espacio destinado a su humanidad, se sostuvo cómodamente en lo acojinado de la butaca y fue entonces que se dio cuenta que su fardel no lo acompañaba en la travesía.

Lo que tenía que perder, lo tenía que perder, ya sea por decisión propia o por azares del destino; la ansiedad lo atrapó un momento, sin embargo no podía llorar por algo que nunca podría recuperar; de manera filosófica el poeta razonó de la libertad de sus pertenencias, están en otro plano, en otro par de piernas, en otro tórax, en otras nalgas. Le dolió el perfume, él quería terminarse ese frasco, pues tenía pensado destrozar el contenido con una elegía que hablara de todos los vapores de ese amor que hizo lo prohibido. Se vio las uñas, observó su piel, olió las axilas, aventó un suspiro al echar la cabeza hacia el respaldo para olvidarse entre las figuras caprichosas del plástico de motas azules y negras encubridor del techo.

El poeta no usaba cartera. En la bolsa izquierda trasera del pantalón tenía sus identificaciones junto con sus tarjetas; en la derecha, algunos billetes; en la bolsa izquierda del frente, por lo regular cargaba un teléfono, pero ya no; en la derecha, por lo regular cargaba sus llaves, ahora sólo tenía monedas. ¿Quién lo buscaría? Todos, ¿quiénes son todos? Los obvios. No quería que lo encontraran sino que lo perdiesen, así como él perdió su maleta, en calma, sin aspavientos, se dieran cuenta que no era indispensable para la vida, nadie lo necesita y él no necesita a alguien o algo.

Hace tiempo que fue la última vez en la cual un trasporte lo llevó fuera de su ciudad, tampoco sus pies lo movían lejos. Esta urbe suya es el centro de su nación, no tiene mares, ya no tiene ríos, los árboles miran hacia abajo, no importa si es una jacaranda o un eucalipto, ni un sauce llorón, todos están cabizbajos; la fronteras son grises pues amurallan fábricas, este anillo de chimeneas es el lindero que impide subir a las montañas. Ha habido días en que el humo se vuelve denso y toma vida, construye una torre circundante, se apropia de los idiomas, penetra al cielo y llueve, llueve, llueve, esa lluvia quema, quema. Otras mañanas el sol invade, vence, pinta las calles de sombras.

Sale de su ciudad, por alguna razón se siente más ligero, como si ahora se desprendiera de las preocupaciones. Huye y no ve hacia atrás. Sonríe, se carcajea, la gente lo observa extrañada, lo notan, algunos saben que es el poeta, se lo recuerdan y él deja de reír. Firma hojas con plumas que no son suyas en versos que fueron suyos. Regresa la calma, regresa la tensión, en verdad todavía no sale de su metrópoli, aunque el camino lo contradiga kilómetro tras kilómetro.

III

Piensa, y a veces ya no le gusta pensar: trabajo de ociosos. Siente espasmos en su hombro izquierdo en cada conjetura de aquella mujer que lo sigue habitando; lo sabe, le enerva que ella lo siga habitando. Ni la dueña del frasco de perfume lo habitó tanto. El poeta no sabe definir sus sentimientos, odio amoroso lleno de orgullo y rencor; ahí yace en su escritorio todo lo que la amó.

Ahí debe quedar, en esas hojas que nadie podrá leer; tranquiliza su ansiedad destrozando la piel circundante del revestimiento córneo de sus dedos, ya no tiene cutículas, es dueño de pequeños hilos de sangre, éstos recorren la uña dando tintes de hombre trabajador, de hombre que usa sus manos para llevar el pan a la mesa. Él tiene manos delicadas, gruesas claro, grandes, protectoras, sin embargo revelan que ni siquiera el estilete ha logrado endurecer esa piel. Tampoco ninguna mujer ha logrado endurecerle el corazón, al contrario, la cursilería lo baña como si fueran lágrimas de vulnerabilidad permanente.

No llega a conclusiones, tan sólo a impulsos de gritos, o llanto, o de salir corriendo para volverse uno con el universo. Los ojos arden y ruegan por un descanso; le piden cerrar los párpados, desdoblar los papiros pues tienen ganas de proyectar torpezas. Ante el reclamo y el ronroneo del motor sin vida necesario para su travesía: el poeta duerme, duerme como cualquiera, se presta a los servicios de un ello que a lo mejor le revelará la sanación.

El asiento reclinable es bondadoso con su cuerpo, las personas ya no le observan, la novedad terminó. Ahora que el poeta es dueño de nada, sueña en paz. Quien tiene la tarea de mover el volante de la mole de diesel también reclama las horas horizontales, por momentos ocupa dos carriles del asfalto, lo despiertan las sonatas esperanzadoras de vehículos gigantes, monstruos del mundo industrial.

El poeta ya no se percata. El poeta vive en dos dimensiones: en la que el cochero tal vez pierda el control y destruya su existencia, la cual probablemente no extrañará ya que no tendrá tiempo de aferrarse; y en donde se enfrenta a un él que discute con ella, la mujer de las piernas largas que no quiere dejar el condominio. Se queda en el segundo, pues el primero es tan sólo la suposición basada en porcentajes probables de una ecuación de números indeterminados.

En esa otra dimensión el poeta la ve a ella, ella tiene esa actitud de saberse en decisión; él quiere hablar, según está dando un discurso, pero en verdad no habla. Luce enojada, soberbia y desnuda. No habla el poeta aunque esté diciendo todo. Injusta posición del hombre que procura, persiste, espera y al final sólo observa a la mujer como un ser totalmente ajeno. Un hombre de transición para las féminas, él les regresa el porte, les otorga el trono, se los limpia, lo pule y luego se vuelve parte de la corte.

Entonces, en esta dimensión, el poeta arremete, corre pero no corre, la quiere alcanzar y no la alcanza, ella no se mueve, ríe; él vuela muy bajo, cae al suelo, el coraje crece, se desprende, se libera, acelera su paso, la abraza en su cuerpo desnudo, se vuelve uno con ella.

La quiere ver cerca, ya no está en sus brazos, sus manos cargan el manuscrito; el poeta lo parte en dos, luego en cuatro, en ocho, la arroja al techo y cae en pétalos de amapola. Entra a su baño, observa en el espejo la desarticulación de todas las palabras que alguna vez dijo o escribió; dejaron de ser veraces pues ya son incomprensibles. Levanta su mano para abrir la mezcladora, ahí fue testigo de la descomposición de su cuerpo en letras, las emes de sus manos se fueron por el desagüe, las as cayeron al piso, igual las enes, las os y las eses; las ces de su cabeza recorrieron las erres de su rostro; las bes, las lles bajaron hasta las pes; las eles y as con tilde salieron de sus os seguidos de jotas… explotó en fonemas. La ola de letras inundó el departamento, tronó las ventanas, devastó la ciudad. En el espejo quedaron algunas formando el nombre del poeta, triste es que en este cataclismo alucinado ya no existía el idioma perteneciente a esas runas. El poeta era lengua muerta.

IV

Despertó. Seguramente el camino seguía donde debía estar, pero él, los asientos cómodos, el autobús, eran parte de otras circunstancias. El poeta abrió los ojos en una camioneta con sirena, estaba semi desnudo, quemado, los pies le ardían. Movía la cabeza entonando los movimientos de los enfermeros, no entendía qué ocurría. Le daban palabras de aliento, no comprendía sus guturales ruidos, por lo cual desesperó un poco y quiso incorporarse, lo capturaron pronto. La almohada soportó su cabeza al mismo tiempo que logró empatar un poco su situación. Le preguntaron su nombre… quedó en silencio.

Sus credenciales debían dar luz a este particular, sin embargo el calor intenso que cubrió el accidente derritió el plástico de sus identificaciones, se hallaban pegadas unas a otras, el bulto que formaban ahora eran parte del pantalón y a su vez un poco de la nalga del poeta. Le dolía en el trasero el hermetismo de quién era.

El nosocomio lo recibió sin pompa, el cuarto era plural, las personas que estudiaron años para insensibilizarse y lograr curar a la humanidad pasaban tan rápido que no tenían aspecto. El anónimo poeta no tenía lugar en sus pensamiento para dolerse; mientras alguien lo limpiaba con esmero, mientras otro alguien lo vendaba con gran acierto, mientras otro le hacía preguntas que quedaban en blanco, mientras el jefe de todos estos individuos pedía la investigación de los datos que debía tener la línea de transportes, mientras mientras, el poeta fue recobrando su apelativo.

En el salón de emergencias la gente quería poesía, ya se había corrido la voz de que el poeta estaba en una de esas camas comunes. No era dueño de su nombre, le pertenecía al prójimo. El poeta apenas recogía los fragmentos de su ser, sus semejantes ya tenían las ocho columnas llenas de su presencia. Por supuesto, fue cambiado de espacio, lugar especial, cama confortable, ventana, ventana de colores, ventana de redes, ventana por donde pudo salir, en bata, pre-curado, sin saber paradero, nadie debía estar al corriente, al cabo ya no tenía credenciales. Huyó porque recordó los motivos que lo llevaron a embarcarse sin rumbo, por un momento maldijo a su memoria, con esa amnesia estaba sano…

No paró, no miró hacia atrás. Cuando se percataron de su ausencia, supieron que en su hogar ya también lo estaban buscando por su primera huída. La comunicación impresa, filmada y sonorizada verborreó sobre el escándalo: este poeta ahora vive versos de fuga.

Desde la nuca hasta las extremidades bajas el poeta tenía descubierto, no dudó en tomar algunas prendas del tendedero más cercano, la bata sólo cubría el frente. En una llave externa lavó sus pies, observó sus heridas, se colocó los vestidos y siguió hasta donde el aliento le diera permiso. Ya el hambre la vencería en su momento; por alguna razón se le metió en la cabeza que debía llegar a playa, tocar la arena, respirar la brisa salada de la posibilidad de que esa agua que te moja a tocado a otro ser en un punto demasiado lejano, ese toque es la invitación a conocerlo. Con la nación en búsqueda del artesano de vocablos, el poeta quería robar historias de los granos de arena.

V

Tuvo que parar, convertirse en silencio, pues sus lesiones le rascaban la intolerancia. Una glorieta lo recibió en su regazo, como si lo invitaran a pasar la noche en casa amiga, entonces se acercó a un escaño, no lograba acomodarse, de su lado derecho pensaba demasiado en ella, de su lado izquierdo le dolía el pandero. Por lo cual se levantó, se adentró al área verde, observó un hueco que mostraba las ruinas de un arbusto, se le ocurrió que podría acostarse boca arriba y las posaderas quedarían volando en ese espacio donde el alma del matojo persistía; el poeta se acomodaba en su brillante idea y al mismo tiempo pensaba que el matorral creía que todavía estaba vivo, lo podía ver ahí erguido, recibiendo día con día las rociadas de agua y, por qué no, las de orina.

Sus ojos veían la noche, sus cabellos tomaron la forma acumitada de la hojas desaparecidas; sus ojos se alargaron para alcanzar las copas de los árboles, sus venas se convirtieron en ramas y lianas, así las ardillas despertaron, salieron de sus agujeros, para entonces hallar en las cuencas del poeta un hogar más confortable. Sus ojos querían alcanzar la mirada de las estrellas, ese atisbo tan lejano como la plenitud de meses, meses atrás.

El poeta ama soñar. Procura no olvidar sus delirios. Para dormirse elabora fantasías, hechos divergentes de su cotidianeidad, situaciones que no tienen oportunidad, ni tiempo de ser reales. Juega con sus sueños, interviene de manera consciente sin tratar de romper la tarea del involuntario pensamiento, que no se dé cuenta el subconsciente que existe un intruso manipulador. Todo es posible ahí.

Ahora, el poeta, ya es una raíz. Pueden verse sus dedos enterrados en la tierra con su palma levemente levantada, creando un refugio de alimañas, bodegas para los insectos. Sus pies son patas de elefante, gruesas, llenas de grietas reveladoras de los secretos que compartimos los seres vivos, todas las edades, todas las eras.

La luz directa del sol le muestra la bien amanecida histeria de aquellos que muy tempranamente salen a correr. Él se levanta con su neurosis de culpa al no tener la más mínima intensión de darle forma a sus músculos, luego se percata que su trasero está lleno de tierra y su culo ha chupado lo último de esa maleza que anoche todavía existía en espíritu. Quedó el abismo con la marca del poeta. En cada flatulencia que se esfume en el empíreo, el poeta sabrá que es un gemido de ese arbusto.

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