Quizá nadie fue más sensato que Pedro Tercero, el loco. Cansado de la distancia; de extrañar el café lento de su pueblo mirando el paso acariciado de la vida frente a la mesa del bar; de los minutos desperdiciados en esos tres años de guerra que se habían convertido en toda su vida; de la derrota no vengada; de respirar arena sufriendo el acoso diario de los spahis africanos quienes, más que vigilar a aquel triste grupo de desposeídos indefensos, hacían notar su odio a cada instante; de no dormir, o hacerlo siempre a duermevela; de vivir en peores condiciones que los cerdos que había cuidado años atrás en los campos de Logroño; de padecer esa hambre terca y desarreglada que lo hacía sufrir a lo largo del día acompañando su tedio en madrugadas y sueños, como a otros miles de refugiados contenidos por las alambradas del campo y, finalmente, cansado de estar cansado y de parecerlo, guardó las cuatro posesiones conservadas tras aquella larga huida desde el Ebro: una deshilachada cazadora corta gris con polvo de siglos y múltiples heridas de guerra, una boina enorme recogida en algún campo de batalla, un peine que hacía tiempo no usaba para combatir los piojos y una fotografía anciana donde tres siluetas diluidas se asomaban formando el único pasado que podía recordar, las convirtió en un pequeño bulto acomodado bajo su brazo y, sin despedirse de esos amigos de siempre en que suelen convertirse los compañeros de guerra, decidió regresar a España por la única vía que no estaba vigilada: el mar. Nadie intentó detenerlo, quienes lo vieron sumergirse entre las olas estaban concentrados cagando en la playa, su única desagradable alternativa, y no tenían intención, ni tiempo, ni voluntad de pensar que aquel orate podía actuar seriamente. La tarde era desconsoladamente fría, salpicada de un viento triturador e insensible ante aquel sacrificio; las últimas ocho gaviotas desperezaban su hambre ojeando entre las corrientes turbias en busca de peces adormilados por aquellas tímidas olas que rascaban rutinariamente la espalda de la playa, donde miles de exiliados deambulaban abrumados por el encierro entre barracas oscuras y tendajones levantados en desorden y sujetos a la arena de cualquier manera, tablones viejos, laminas picadas de salitre, arbustos en retazos, un poco de todo aquello rescatable para inventar nuevos estilos de vivienda para cincuenta mil, cien mil personas, tal vez más, apeñuscadas a la orilla de la vida. Erguido y sonriente, como si se liberara de un peso mayor que el universo, Pedro caminó sin prisa mientras el agua le alcanzaba los pies, las rodillas, la cintura, el cuello, hasta que el Mediterráneo se lo tragó completo, con sus piojos y su saco y su boina y su hambre que era mucha.

—Quizá habría que hacerle un responso —la oscura voz de siempre del Tapao rompió la pausa callada de sus compañeros cuando regresaron dando por terminada la inútil búsqueda del cadáver, esperanzados en que el mar abortara, tarde o temprano, los despojos de su camarada.

—Mejor sería armarnos de valor y seguirlo —contestó Nemesio, sin voltear a ver el hueco donde Pedro acostumbraba enrollarse por las noches y que ahora, vacío y huérfano, permitiría a los compañeros de la barraca dieciocho dormir estirando un poco las piernas—. Ese loco ha mostrado cojones para vivir y cojones para morir.

Alguien tosía sus males en una esquina lejana mientras, filtrándose con libertad absoluta entre los desvencijados maderos, el aire parecía despedirse a silbidos cruzando de frío el rostro de los camaradas, carne sucia que ya había olvidado hasta el dolor de las ausencias, de las distancias, de las esperanzas de la vuelta a casa a beber buen vino y a reír en el bar con los amigos y a besar a su mujer y a dormir sin amarguras contagiadas. Hasta los colores parecían haber desaparecido de aquel encierro gris pardo que no presagiaba nada bueno.

—No se puede ser revolucionario en el suicidio —reclamó el Mayor Cansino, cargando su firmeza de siempre que lo había acompañado en las batallas, en los escasos triunfos y en las incontables derrotas, en la desbocada huida cuando el grupo perdió las esperanzas o durante el deshonroso proceso de entregar el armamento al cruzar la frontera sin haber gastado los últimos tiros.

Nemesio protestó brevemente, aunque en realidad no encontraba sentido en iniciar una discusión.

—Joder, Mayor, es imposible ser revolucionario en estas condiciones, en este muladar, encerrados como ganado —sus expresiones amargas y cansadas indicaban que aquel altercado por un muerto más estaba por concluir—. A su manera, Pedro está caminando hacia España para seguir la guerra mientras nosotros…

—No habrá caminado mucho, —el Tapao se había sentado en el sitio donde, dos noches antes, Pedro lloraba su hambre—; no supo que por el mar nunca llegaría a La Rioja.

Recargado en los tablones malolientes, Aniceto tragaba las lágrimas disimulando el primer gran dolor tras su destierro. Con aquel grupo, pero especialmente con el loco ausente, amante del café pausado y de su bar, y con el Tapao, vivió cuatro victorias y veintiséis derrotas, la última de ellas a las puertas de Barcelona. Siempre huyendo fueron conociéndose, aprendieron a vivir con dependencias compartidas en combates donde la desventaja era notoria gracias especialmente a la formación militar de los nacionales y al respaldo de armamento sofisticado proveniente de Italia y Alemania, mientras en el bando republicano abundaban las promesas incumplidas y las explicaciones pretendiendo justificar el absurdo: que si Rusia estaba inmersa en sus propios problemas, que si los franceses impedían el paso de pertrechos por motivos banales, que si el gobierno había sido engañado por uno de los múltiples intermediarios con quien se vio obligado a negociar y que finalmente les dio nada a cambio de todo… cuando ya no hubo otras batallas que perder y la frontera les indicó que no quedaba más territorio español donde seguir corriendo, los compañeros tuvieron que acatar la terrible orden que el Mayor Manuel Cansino nunca imaginó dar a esa unidad reducida por las desventuras bélicas a ocho soldados: buscar refugio fuera del país. 1939 se iniciaba como un año tristísimo. Atrás habían quedado decenas de compañeros muertos, hombres valiosos como Alejandro el gallego que no dejó de silbar ni cuando le cortaron la pierna intentando recuperar el resto del cuerpo que tampoco lograron salvar, cobardes reclutados por la fuerza como Carmelo Antón y Milton Acevedo, quienes afortunadamente murieron muy pronto con lo que no pudieron extender el miedo y el desánimo entre sus compañeros, o el extraño personaje que fue Basilio, un andaluz silencioso lleno de dolores previos, y quien en todo momento miraba rencoroso por debajo de su casco checo, con ojos pequeños que semejaban ranuras de fango, un tipo necio e inexplicable que nunca se relacionó con nadie más que con su odio callado y su ametralladora rusa, una Maxim M1910, su amante y su tesoro durante aquel corto periodo. Demasiados cadáveres repartidos en aquel accidentado trayecto, desde Andalucía hasta Madrid y desde Valencia hasta Figueras, todo para salir sin sueños y sin patria, con las manos vacías y el orgullo destrozado. En el penoso camino del exilio a Francia descubrieron reptando a miles de compatriotas más, que se habían adelantado en la migración del hambre, del miedo y de la derrota: ancianos, campesinos, niñas y niños, obreros, mujeres y hombres lisiados o desprotegidos, familias enteras o dolientes solitarios; los veían tiritando de frío en senderos y montes cargando sus pertenencias en carretones, a bordo de automóviles casi inservibles o a lomo de mula; una inmensa línea humana salpicando las montañas como si toda España estuviera en éxodo. El hormiguero subía lentamente por el ríspido perfil de los Pirineos hasta Le Perthus o Port—Bou, bajo una lluvia pertinaz que se precipitaba por horas, llorosa y lamentable, a veces canosa en remedos nevados, enlodando el camino del desprecio a catalanes, andaluces, gallegos, aragoneses, asturianos, algunos vascos, extranjeros afiliados voluntariamente a las famosas Brigadas Internacionales para defender al régimen, todos recorriendo penosamente los campos saqueados por hambre. Mal comiendo, derritiendo algunos manchones de nieve para beber, durmiendo por instantes cuando los olvidaba la aviación enemiga, aquel medio país derrotado se alejaba dejando atrás su historia y sus muertos y su pasado y su efímera república que en alguna esquina de la vida torció hacia el desastre. Aún en esos instantes, como durante todas las otras calamidades sufridas a lo largo de esos tres años, Pedro mostró un desmedido optimismo y una confianza inmensa porque las cosas, tarde o temprano, tendrían que cambiar. El loco no había nacido para ser perdedor, su ánimo explotaba eufórico hablando de aquel poblado, aunque no tuviera mucho que contar sobre sus casas apiñadas, el Bar Ausencio y sus tazas aromáticas que no se terminaban nunca, su invierno para hombres, sus cerdos resignados a convertirse al paso de los años en el mejor jamón de Logroño, sus noches pariendo estrellas, sus eufóricas esperas a ser alistado cantando Hijos del Pueblo… pero aquellos meses en la playa, bajo un encierro indigno e insoportable, con hedor a tristeza y a orines, más la constante presencia de un chiflón cargado de sal que hacía crujir los huesos, lograron finalmente doblegar su voluntad. Era un martes, lo supieron por el diario donde el Mayor registraba los aburrimientos y las desesperanzas con vanas aspiraciones literarias, diluidas entre comentarios monótonos y planos; el almuerzo había consistido en lo de siempre, un anciano trozo de pan y un poco de agua turbia que pretendía ser café; al mediodía, tratando de engañar el hambre, recorrieron el campo en busca de noticias reales e imaginarias acerca de los que se habían quedado en casa y ahora sufrían la venganza de un régimen que mostró su intolerancia desde los primeros respiros, con fusilamientos y torturas y desapariciones y juicios al vapor y encarcelamientos dudosos; compartieron falsas esperanzas con otros desheredados sobre brotes de insurrección, rumores acerca de un maravilloso ejército preparándose en algún lugar de Europa para volver, ahora sí, con el armamento necesario para tantos voluntarios como hubo anteriormente, aquellos que, en el pasado, se quedaron sin un arma para defenderse de los contingentes franquistas que venían pertrechados como se debe en una guerra; escucharon por la radio un mensaje de las autoridades en el exilio asegurando un luminoso futuro gracias a la solidaridad internacional, finalmente alejada de esos discursos que durante la conflagración habían llenado las páginas de los diarios mundiales y que, ahora, dejaría de ser fugaz e inútil para convertirse en efectiva y real; hablaron de mujeres ajenas casi propias y propias que de tan diluidas por la distancia se habían vuelto ajenas, los mismos sueños aderezados en discusiones entre comunistas, anarquistas, socialistas, atribuyéndose los escasos éxitos y repartiendo paternidades de la desgracia. Como todos los días, a mitad del silencio, cuando las amarguras se volvían densas y las depresiones desembocaban en violencia, Pedro juraba haber descubierto catorce planetas escondidos tras la luna, astros multicolores, cuadrados, imposibles de ver por los mortales comunes; alguna vez viajaría hacia allá para dispararle a Franco desde el cielo con un arma de luz y volver a su España republicana y a su café de siempre en la Rioja familiar. “Callen a ese loco”, gritaba alguien, pero Aniceto salía en su defensa porque reencontraba en la incoherencia de aquel tipo fraternal una válvula de escape a la abrumadora cordura tan llena de epitafios y apocalipsis. En caminar buscando la tarde y un cigarro en el salvaje mercado negro se les fue el tiempo que, con frecuencia, emigraba lento, entre ocios y andares descompuestos de un extremo a otro de aquel desastre. El campo de concentración no era ni más humano ni más limpio ni más esperanzador que la víspera, ni tampoco prometía mejorar en el futuro. Los enmohecidos habitantes forzados mantenían las mismas costumbres de negar lo inevitable y pretender lo imposible. Cientos de rostros enfermos vagabundeaban, siguiendo huellas desconocidas entre las dunas y las barracas, siempre vigilados por los tiradores senegaleses y las guardias republicanas móviles de los franceses con el mosquetón listo. Los mismos gritos apasionados, las mismas charlas, las mismas alambradas saturadas de óxido, las eternas grescas entre hombres desesperados, los ladrones de miserias, los brotes que ya eran epidemia de disentería y fiebre tifoidea, las prostitutas y los prostitutos, los mismos cantos de los idealistas y llantos de los tristes y aullidos de los heridos y resignado silencio de los cadáveres esperando su sitio en las fosas preparadas junto a la alambrada grande, en tanto que el Comandante Bouteillou, a cargo del campo, aseguraba que todo estaba en orden y se atendía a los refugiados con dignidad. Hasta ese momento, Pedro no mostraba huellas depresivas ni una insanía mayor a la habitual, la de todos los días, la demencia que lo llevaba a la temeridad y al arrojo absurdo que lanzó su cuerpo enajenado en aquellos montes desnudos cercanos al Ebro a enfrentar el pecho sin protección a los tiros fascistas mientras, llevando como siempre el casco al revés, gritaba “Viva la única España, joder, libre y republicana”; la locura que lo hacía detenerse a santiguar cada cadáver con que se cruzaba en esos campos de muerte sin importar el bando al que perteneciera, mientras lo felicitaba por ganar la guerra. Era el entrañable orate de siempre.

Al regresar de aquel periplo por las barracas, el Tapao fue con Eliseo el cartero en busca de noticias de su mujer y Aniceto decidió aburrirse fuera de la zona de los andaluces observando una lenta y discutida partida de naipes entre cuatro ancianos. Ninguno estuvo presente, y lo lamentaron siempre, para oponerse cuando Pedro adquirió de pronto el valor o la cordura que le hacía falta y, acojonado por las angustias, se cubrió de aquel mar histórico de breves líneas espumosas rompiendo el azul helado para volver a los suyos.

La noche susurrante transmitió la noticia entre los barracones vecinos: había un habitante menos en Argelès—sur—Mer, aquel trozo mediterráneo de Francia elegido de manera precipitada por las autoridades para dar contención y cabida a los hispanos que huían de la locura, un sitio lejos de casi todo y a salvo de miradas y acusaciones políticas o humanitarias, una rebanada de playa y un terreno insípido donde se buscó acomodar a miles bajo disciplina y estructura militar sin lograr ninguna de las dos, ya que el estado mayor español del campo, tan ineficaz como absurdo, mostró muy pronto su incapacidad de dar algo de coherencia a la vida interior y a la distribución errática de víveres. Cercano a la frontera y atacado a mansalva por los vientos que franquean los Pirineos Orientales, el asentamiento se había transformado en pocas horas en un enorme y doliente hormiguero de casi cien mil refugiados, acomodados a la buena de Dios en secciones y barrios sórdidos donde se multiplicó la ley de la selva, entre navajas y lamentos y conflictos causados por el hacinamiento que destapaba la olla de las desgracias humanas. Uno menos en Argelès, un refugiado menos, un derrotado menos, un problema menos por resolver, una afrenta menos para ocultar. No hubo tiempo para informar el deceso entre las letras entumidas de la Gaceta que publicaba con una constancia admirable Miguel Orts, la rutina se tragó sin misericordia las intenciones de sus compañeros por engrandecer el sacrificio del riojano; las horas habrían de usarse en otra cosa, no existía espacio para el martirio y los homenajes; eran mayores las preocupaciones por comer, por protegerse de aquel clima endemoniado y por elegir alguna de las cuatro vías para salir de esa prisión. Muy pocos querían regresar a España, temerosos ante las represalias que seguramente serían brutales; tampoco aceptaban la posibilidad de enrolarse con el ejército francés para construir trincheras, previendo la inminente guerra que se aproximaba; sin familiares en Francia que pudieran solicitar su salida del campo, les quedaba sólo la pequeña, pequeñísima posibilidad, de ser embarcados a la América lejana, especialmente a México.

SINOPSIS.

Huyendo de la guerra, un adolescente analfabeta carga unos manuscritos extraños en su huida a Francia, su encierro en el campo de Argèles y su viaje a América hacia el exilio mexicano, documentos recibidos por accidente y que contienen el tesoro literario de los últimos días de García Lorca. El contenido del paquete vinculará las historias de aquellos primeros exiliados, sus recuerdos y su adaptación a un entorno complejo, distinto, donde la mayor similitud existe apenas en el idioma y algunas costumbres, pero el escenario es doloroso para los llegados, entre el festejo oficial y la dureza de integrarse a realidades ajenas. Medio siglo más tarde, aquellas páginas roidas que han vagado por Veracruz y la capital mexicana aparecen de manera fortuita y son reconocidos por una muchacha catalana que pasó las últimas noches de enero de 1939, en la Barcelona aún libre, atada a un amor pasional e ilógico con aquel muchacho. Neus decide entonces recorrer el camino para descubrir, primero, el destino de aquel crío, y más tarde para reconciliar las letras de aquellos folios con su autor original. Buscando abrirá heridas aún no cicatrizadas y acercará nuevamente a los dos países en un sórdido conflicto sobre su posesión y, especialmente, sobre su real autoría.

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