Canarias Texas, la odisea.

Canarias Texas, la odisea.

Texas, 9 de marzo de 1731.

Los soldados de la guarnición del presidio de San Antonio observaban la caravana que se acercaba rompiendo la quietud del lugar. Las familias fueron pasando entre los dragones de cuera que, sobre sus monturas, formaban calle a la entrada del presidio.

El teniente de la escolta se acercó y apeándose de su caballo le dio la novedad a su capitán, don Fernando Pérez de Almazán. Habían sufrido el ataque de los apaches por dos veces, pero consiguieron repeler ambos sin pérdidas de vidas.

Aquellos esforzados canarios iban adentrándose en el presidio aliviados por la seguridad y protección de los soldados y sobre todo porque habían llegado a su destino.

Ya no habría más caminatas. Las agotadoras jornadas que minaban sus maltrechos cuerpos y su fortaleza de espíritu; el paso helado de montañas, ríos y cañadas, el viento frío de las inhospitalarias llanuras, las noches bajo el cielo con sus amenazadoras sombras; el peligro que acechaba todos los días quedaba atrás y por fin estaban en la anhelada tierra.

Lo peor de todo, de las desgracias sufridas durante aquellos interminables días, era la pérdida de vidas humanas, la de una docena de hombres, mujeres y niños que, fallecidos por las enfermedades, quedaron en el largo camino.

Después de recorrer cientos de leguas por mar y tierra para fundar su ciudad, sus rostros cansados y sudorosos no pudieron contener la emoción y se abrazaron, y rieron, y lloraron lágrimas de alegría; habían triunfado.

Algunos se preguntaban si les compensaría el alto precio pagado y las penalidades, y el esfuerzo empleado; solo el paso del tiempo se encargaría de afirmarlo.

No sabían los canarios recién llegados que su aventura se guardaría en los anales de la ciudad de San Antonio de Texas, no sabían que sobrevivirían al paso de los siglos inmortalizando sus nombres.

Esta es su historia.


Lanzarote, 1729.

Juan Leal era alto y de brazos fuertes, acostumbrados al manejo del arado y no tenía miedo al trabajo duro del campo. Poseía algunas tierras de labor heredadas de los padres de su mujer, Lucía Catalina, con un aljibe casi siempre escaso de agua. Vivían en la aldea de San Bartolomé donde la vida era dura, como en el resto de las islas, pero con la agravante añadida de la escasez de agua. Las lluvias cuando llegaban eran generosas rellenando las maretas y aljibes, la tierra agradecida daba abundantes cosechas de grano, sin embargo los últimos años habían sido malos encadenando varios de sequía y el pasto para el ganado difícilmente prosperaba. Pero eso no era lo peor; desde hacía tres años venían produciéndose temblores de tierras, cada vez con mayor frecuencia. En la aldea tenían la sensación de estar sobre la piel de un animal vivo sacudiéndose las pulgas. Eran temblores tenues y no llegaban a producir daños importantes en sus viviendas, lo peor era el rugido procedente de las profundidades de la tierra que aterrorizaba a la población. Parecía que el suelo que pisaban estaba hueco y en cualquier momento se abriría, como una gran boca de piedra, tragándose todo lo que había en la superficie.

Muchos de los habitantes del interior de la isla, por seguridad, fueron abandonando sus viejas casas de campo para vivir en el puerto de Arrecife. La costa parecía la vía de escape más segura en caso de ponerse las cosas más feas en el interior.

Cuando recibieron en el ayuntamiento de Teguise el despacho del Juez de la Contratación del Comercio con las Indias, pidiendo familias voluntarias para trasladarse a América, vieron la oportunidad. El alcalde de la villa, don Ignacio Hernández, dio la noticia a todos los pueblos y aldeas de la isla.

Leal reunió a sus hijos y convenció a los mayores de la ocasión que se presentaba para todos. Les habían prometido tierras para cultivar a las orillas del río San Antonio, un lejano territorio al norte de Nueva España, un terreno fértil regado por ríos con abundante agua donde no tendrían necesidad de mirar al cielo cada día esperando la ansiada lluvia.

Además, el alcalde le confió a Juan Leal, al recibir el comunicado, las gestiones necesarias para reclutar voluntarios para la expedición. Él y su amigo, Toño Santos, habían sido los encargados de buscar y convencer a los otros; la esperanza se encontraba al otro lado del Atlántico.

Fue difícil porque todos tenían desperdigados por las islas padres, hermanos y amigos; raíces sentimentales muy difíciles de arrancar. Pero con argumentos sólidos despertó la ilusión, venciendo los inconvenientes que veían en aquel viaje, un viaje sin retorno. No tenían miedo al trabajo duro del campo, estaban acostumbrados, pero esto era otra cosa, sabían que tenían un camino arduo y lleno de obstáculos. No iban a regalarles nada sin mediar un gran esfuerzo.

A sus cincuenta y tres años, Juan Leal, ya no era joven para empezar una nueva vida, no quería pensarlo mucho o no lo haría. Poseía un recio carácter y una gran fuerza de voluntad que le daba gran seguridad en sus actos, pero en esta ocasión se preguntaba si estaría equivocándose, sabía que iba a exponer a todas las familias a grandes peligros y que la decisión marcaría para siempre sus vidas.

—Aquí no tenemos nada que perder, es como si no tuviésemos nada —decía unos meses antes a los amigos reunidos en el bar Teguise; le hervía la sangre ante la pasividad de sus paisanos que no acababan de decidirse a dar el paso.

—Podemos perder la vida —dijo un hombre alto de unos cincuenta años con grandes entradas en la frente llamado Juan Curbelo, el Mellao para los conocidos. El apodo le venía desde la adolescencia cuando le rompieron un diente incisivo de una pedrada. Era el más pesimista de los amigos de Leal y desconfiaba de todo el mundo.

—Para qué queremos la vida. Esto no es vida —dijo Juan Leal, el Mozo, alzando la voz.

—Eso se dice muy fácil, pero empezar desde cero es muy complicado y sobre todo arriesgado —dijo de nuevo Juan Curbelo, el Mellao, con voz airada.

—Creo que es otra cosa; si tienes miedo mejor te quedas.

El Mozo, próximo a cumplir treinta años, ya tenía seis hijos. Su mujer estaba preñada de nuevo y no era muy buen momento para iniciar un viaje tan largo, pero no quería esperar más. Estaba cansado de discutir con su mujer, ella se negaba rotundamente a la «aventura». Por otra parte estaba su padre que los convenció de ser lo mejor para todos; él también opinaba lo mismo y partirían, con o sin el consentimiento de ella. Estaba cansado de jugarse la vida todos los días en el risco de Famara para recolectar la orchilla que empezaba a escasear. No veía su futuro colgado de una cuerda cogiendo aquellas hierbitas usadas para colorear las prendas que vestían los ricos. Cuando llegó la oferta vio la gran oportunidad de su vida y no pensaba desperdiciarla. Estaba tan interesado en la expedición como su padre y no pensaba permitir que se truncara.

—¿Me estás llamando cobarde? —dijo el Mellao con voz atronadora. Se había puesto de pie y parecía ofendido. Su cara, la que no ocultaba las barbas, se puso morada; la ira estaba a punto de hacerlo explotar como una bomba.

—No —dijo el joven sin alterarse—. Solo quiero decir que, como señala mi padre, no tenemos nada que perder y mucho que ganar.

En ese momento un ligero temblor agitó los vasos que estaban encima de la mesa. Nadie se movió ni pareció asustarse, vivían acostumbrados a las ligeras convulsiones de la tierra, pero cuando se producían se quedaban con la mirada perdida, a la espera de que finalizaran antes de continuar con sus quehaceres. Era como siempre, un temblorcillo sin importancia.

Juan el Mozo conocía bien al Mellao, sabía de su carácter noble y bonachón y no temía su reacción a pesar de su enorme cuerpo y de su aspecto amenazador.

—No vengas si no quieres —continuó el joven cuando cesaron los temblores—, otros habrá que tomen tu lugar.

—¿Vas a poner en peligro la vida de tu familia? —el Mellao parecía más sereno tras la pausa obligada, las barbas ocultaban la expresión de su boca y con los ojos entrecerrados concluyó—. ¿No te importa?

—Yo quiero a mi familia tanto como tú a la tuya, pero eso no tiene nada que ver con lo que hablamos.

—Bueno, basta ya, hijo —dijo Leal con autoridad a su primogénito—. No podemos pensar en los riesgos del viaje.

A continuación, mirando al grupo de hombres, habló pausadamente:

—Entre quedarnos o irnos yo voto por irnos, mejor morir de una vez que morir de hambre… O tragados por la tierra.

Aquello de «tragados por la tierra» venía muy al pelo de lo que venía ocurriendo últimamente en sus aldeas. Los demás amigos se miraban entre ellos y asentían con la cabeza, estaban de acuerdo con Leal.

—Nos han prometido, además de las tierras, semillas para la siembra y herramientas para fabricar nuestras casas —continuó Leal, mirando a los hombres que permanecían sentados y de pie por los rincones del local; su voz era clara y firme.

—¿Todo gratis? —dijo un hombre de rostro afilado y mediana estatura llamado Juan Cabrera, el Cabra.

—Todo gratis —dijo Leal completamente convencido.

—Eso no me lo creo, nadie da nada gratis —dijo Juan Rodríguez, el Rodri, otro amigo de Leal.

—Todo gratis —repitió Leal empezando a irritarse ante la tozudez de sus amigos.

—¿Y quién paga todo eso? —dijo Rodri con voz aflautada.

—La Real Hacienda. Es orden del rey. El despacho viene de Sevilla que es donde está ahora la Corte, en él dice lo siguiente: «Al llegar a nuestro destino nos proveerán de lo necesario para cultivar las tierras y tendremos privilegios de colonizadores».

—¿Lo has visto tú? —dijo de nuevo Rodri.

—Sí, lo he visto y Toño Santos también —dijo señalando a un hombre de mediana estatura y cara redonda en la que destacaba una enorme nariz.

—Fuimos los dos a Tenerife para saber de buena tinta las condiciones. He traído una copia del despacho real que le pedí al escribano del señor intendente del comercio con las Indias; no está completo porque es muy largo.

Leal sabía leer y escribir, aprendió con el ojo sano gracias a su tenacidad y esfuerzo, la visión con el izquierdo la perdió de un desgraciado accidente. Los que no tenían confianza le llamaban «el Tuerto» al referirse a él, pero por respeto no se lo decían en su cara y él lo sabía, su fino oído apreciaba ciertas sutilezas en la boca de los vecinos las cuales prefería ignorar.

Leal sacó unos papeles del morral y acercándose a la luz de la ventana leyó:

«Sepa que por despacho yo, en el día de hoy, comunico al gobernador y oficiales reales de La Habana, para que tan pronto lleguen las familias canarias a ese puerto les reciba y les dé la asistencia que necesiten…»

—Eso quién lo dice —interrumpió uno de los hombres.

—¿Quién lo dice? Lo dice el rey, ¡cojones! —dijo Leal gritando y dando un puñetazo sobre la mesa, muy furioso; levantando la vista del escrito miró al que había hablado—. Comunica a los oficiales reales que nos atiendan cuando lleguemos. ¿Es que no te enteras?

—Bueno, hombre. Tranquilo que solo estoy preguntando, ¿o es que no puedo?

—¿Tranquilo? —Leal se fue serenando, comprendía que la ignorancia que tenían sobre los asuntos legales era muy grande y tendría que tener paciencia—. Estoy cansado de explicar que es un despacho que viene de Sevilla, del Consejo de Indias, firmado por el rey de España que ahora se llama Felipe Quinto.

Un murmullo se dejó sentir por el local; entre los parroquianos unos asentían con la cabeza y otros más incrédulos lo negaban. Hablaban todos a la vez y el murmullo iba en aumento subiendo de tono. Leal pidió silencio gesticulando con las manos.

—Vale —dijo el parroquiano llamado Salvador Rodríguez, el Dorín, cuando se hizo el silencio, asintiendo con la cabeza—. Ahora si lo entiendo; continúa.

Leal carraspeando volvió a extender el papel y siguió con la lectura del despacho.

«…y ordenen lo concerniente a su transporte a Veracruz y las medidas que se tomarán en ese puerto para que se les transporte por mar a los lugares donde se establecerán; y proveer de lo necesario para su mantenimiento durante un año hasta que recojan sus cosechas. Asimismo cuiden de ellos y les den tratamiento adecuado».

—Si lo dice el rey… será verdad —dijo Leal más calmado al concluir la lectura.

—Es palabra de rey —dijo Toño en apoyo de su amigo—, si no creemos lo que dice el rey no podremos creer en nada.

Asintieron todos los presentes, estaba escrito y tenían que creerlo. La veintena de hombres reunidos en el local tenían algo en común, casi todos vivían de lo mismo, cultivaban sus pedazos de tierra o cuidaban de sus rebaños de cabras, que con frecuencia se les morían de sed y hambre. Todos estaban curtidos por el ardiente sol; sus rostros bronceados aparecían secos y cuarteados como las charcas de sus tierras. Algunos pasaban de los cincuenta años, pensaban que era tarde para ellos y no estaban dispuestos a correr riesgos. Estaban seguros de no participar en aquella aventura, no se sentían con fuerzas para empezar una nueva vida.

—Disculpa al muchacho. Es joven y tiene la sangre muy caliente —dijo Leal a su amigo cuando estaban solos—. No se lo tomes a mal. Él tiene seis hijos que mantener y otro en camino, se juega tanto como nosotros o más.

—Lo sé. Si pongo muchas pegas es porque no lo veo claro; para un viaje así hace falta dinero, no podemos empezar sin nada —dijo Curbelo con voz suave y ojos tristes.

—Tendremos que poner en venta todas nuestras propiedades, la casa, el ganado —dijo Leal mirando fijamente el rostro de su amigo—. ¿Para qué las quieres?

Algunos conocidos sentían una extraña sensación ante la mirada de Leal, observaban el ojo blanquecino sin darse cuenta y desviaban la vista al momento. Para Curbelo el Mellao no tenía ese efecto y siempre miraba el gris; se conocían desde la infancia, siempre habían sido amigos y tenían una gran confianza.

—¡Choss! ¿Y si fracasa y tenemos que volver? —dijo con una mueca abriendo las manos.

—Tu y yo, más nunca —dijo Leal con voz grave—. Para nosotros es un viaje sin retorno. No lo pienses más, esto se vendrá abajo cuando menos lo esperes y te quedaras sin nada.

—¿Tú crees?

—Sí, lo tengo decidido hace tiempo y si hace falta me iré solo con los míos. Si no quieren seguirme que se atengan a las consecuencias.

Entre una cosa y otra, mirando su pedazo de tierra áspera y yerma, las cabras hambrientas, Leal percibía con claridad el futuro. No había más remedio que arriesgar, ahora o nunca.

Al llegar el mes de enero vendió todas sus propiedades y regaló lo que nadie quiso comprar. Vendió barato al alférez Rafael García con todo el dolor de su corazón; dejaba el aljibe de su propiedad al capellán de su iglesia para que lo explotara y además, el dinero suficiente para quince misas rezadas, a dos reales de vellón cada una, a vírgenes y santos de su devoción: Nuestra Señora del Rosario, Purísima Concepción, Dulce Nombre de Jesús y a San Antonio y Santo Domingo. Anuales y a perpetuidad por su alma y la de toda la familia. Le pidió también que rogara a Dios para llegar sanos y salvos a su destino.

Con las ventas consiguió el dinero necesario, hasta que fueran abastecidos, para el largo viaje según lo prometido por el Intendente del Comercio y para empezar una nueva vida en aquel territorio lejano.

SINOPSIS

Marzo de 1730. Santa Cruz de Tenerife. Diez familias, de Lanzarote en su mayoría, algunas muy numerosas, embarcan con rumbo a Cuba para fundar una ciudad en el norte de la Nueva España. En esta primera etapa, Juan Leal, el Tuerto, es el único de la expedición que sabe leer y escribir y es nombrado jefe de la expedición por unanimidad.

Durante la aclimatación en la Habana se agregan algunos canarios más, allí nace un niño y el amor entre varias parejas de jóvenes.

El clima continental de Veracruz no es propicio y fallecen dos hombres y una niñita por el temido vómito prieto. Tras cada sepelio las miradas confluyen en el jefe de la expedición, Juan Leal. Es descartado el transporte marítimo por la imposibilidad del desembarco, deberán continuar por los caminos reales, de venta en venta, sobre mulas a Cuautitlán, donde son bien acogidos y se repondrán para la siguiente etapa. Continúan las muertes y empiezan a señalar a Juan Leal como causante de las desgracias; creen que está gafado por ser tuerto.

En Cuautitlán espera el guía de los canarios, Francisco Duval, un mestizo nacido en Texas con la suficiente experiencia, el mejor. Se ocupará de conducir la caravana y adiestrar con las armas a los colonos, algo imprescindible para defenderse de los ataques de bandidos y apaches. El camino que han de recorrer, cientos de leguas, está sembrado de peligros y dificultades. Piden audiencia al virrey porque necesitan ayuda económica; realmente lo que desean es permanecer en Cuautitlán.

El virrey, don Juan de Acuña, marqués de Casafuerte, recibe a Leal notificándole la importancia de su misión para la Corona, concediendo la ayuda y el equipo necesario. Para evitar deserciones propone casar a los jóvenes sueltos; recibirán privilegios y honores como las demás familias; cinco parejas aceptan y se celebran las ceremonias en Cuautitlán. Conocen al brigadier, don Pedro de Rivera, hombre de confianza del virrey y principal apoyo de la expedición.

A partir de ahí, el Camino Real del Norte se abre ante ellos inmenso. Las inclemencias del tiempo, las enfermedades y los ataques apaches irán preparando y fortaleciendo a las familias para lo que se espera de ellos.

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