LA CIUDAD DE LAS TURQUESAS

LA CIUDAD DE LAS TURQUESAS

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Nadie recordaba un invierno tan largo, tan frío. Nevó durante incontables días oscuros, tenebrosos. La ventisca azotó sin piedad, cual siniestro látigo, el recóndito valle durante semanas. Los hombres maldecían. Las mujeres murmuraban interminables y monótonas oraciones: ruegos inútiles a un Creador enloquecido y furioso. Los niños lloraban asustados, sin consuelo, escuchando los rugidos del viento que se colaba a través de las rendijas de las rústicas cabañas que conformaban la pequeña aldea. En la intemperie, los pinos bailaban danzas imposibles al ritmo salvaje del vendaval. Hasta las alimañas, temerosas, habían acallado sus aullidos para correr a refugiarse en lo más profundo de sus negras guaridas.

-Escucha, mujer.

-¿El qué, Alonso? No oigo nada.

-A eso me refiero. El aire por fin se ha detenido. Ya no agita los árboles. Oye… Nada… Sólo silencio.

La mujer joven, hermosa, pero con aspecto desaliñado y cansado, se incorporó dejando sobre el camastro, envuelta en una manta de lana toscamente entretejida a la pequeña que, hasta entonces, apretaba contra su pecho. La niña de pocos meses se removió inquieta. Tal vez sintió frío al verse privada del caluroso y reconfortante abrazo de su madre. Quizás tuvo miedo al encontrarse sola, lejos del latido protector… ¿Quién sabe lo que atormenta el corazón de los inocentes? Volvió a removerse, cada vez más agitada y comenzó a llorar. La madre la tomó en sus brazos y la meció con suma ternura mientras se acercaba al fuego del hogar cantando con voz suave y delicada una nana que consiguió que la infanta cesara en su llanto. «No llores mi niña, que ya llega la primavera. No llores mi cielo, que papá por ti vela.»

Alonso se acercó y besó la frente de su esposa. La abrazó. Acarició con una mano ruda, pero cariñosa, la cabecita de su hijita y se dirigió hacia la puerta. -Volveré pronto. Apenas queda nada para comer. -Ten cuidado. Al igual que nosotros, los lobos también estarán hambrientos. -No te preocupes mujer. Si no pudo conmigo un oso… ¿Qué daño podrían hacerme cuatro chuchos famélicos? Abrió la puerta mientras soltaba una ruidosa carcajada.

Llevaba caminando varias horas cuando llegó a la cascada que se despeñaba desde lo alto de la montaña, embrión del riachuelo que atravesaba el valle. No recordaba haberla visto así: el intenso frío de las últimas semanas había logrado detener su eterna caída convirtiéndola en una fantasmal orgía de amenazantes y helados aceros empuñados por una salvaje columna de guerreros lanzándose en un desenfrenado ataque contra todo lo que se interpone en su camino, contra un enemigo invisible; contra el mismísimo transcurrir del tiempo; batalla perdida durante la últimas horas, pues el sol del mediodía ya lograba desprender de los brillantes e hirientes puñales delicadas gotas de agua que, con una cadencia a veces anárquica, y por unos instantes casi musical, comenzaban a formar un pequeño y frío charco sobre la nieve a los pies de Alonso que, ensimismado, contemplaba el valle cubierto por el blanco manto que dejó el invierno.

Es hermoso –pensó-. Duro. A veces cruel. Pero bello. Amaba su tierra, su pequeño mundo, su humilde hogar. En primavera se teñía de un verde luminoso. El cristalino caudal surtía de suficiente agua los escalonados campos que proporcionaban lo más necesario para una digna subsistencia. Abundaba la caza en las laderas de las montañas…

ZAMORA

Allá en Castilla la Vieja,

Un rincón se me olvidaba;

Zamora había por nombre,

Zamora la Bien Cercada.

De una parte la cerca el Duero,

de otra, Peña Tajada;

de la otra la morería;

¡Una cosa muy preciada!

(Romancero Viejo)

I

Mi Señor se ha dormido…

Después de lanzar nuestras plegarias al viento del desierto con la esperanza de que el Compasivo las escuche, hemos subido a lo alto del antiguo bastión que desde hace ya algún tiempo es nuestra prisión: la torre de Tariqu, levantada en honor al primero de nuestros antepasados que cruzó el mar para encontrar al otro lado del estrecho el paraíso terrenal que todos soñamos, que todos buscamos, que todos deseamos.

Mi Señor ya descansa… Pero antes de abandonar su ya agotado cuerpo al reposo y su marchito espíritu al bendito olvido de la inconsciencia, ha perdido su vista buscando el norte tras las almenas del torreón.

-Mira Abdul: hoy el día es tan claro que casi puedo tocar la costa de Al-Ándalus con la punta de los dedos.

Sus ojos van más allá. Escudriñan el infinito horizonte en busca de la tierra que le vio nacer. Y vuelve a ver al niño que fue, correteando por las blancas y floridas calles que sesteaban al amparo del palacio de su padre. Y siente de nuevo el calor, y escucha el clamor de su pueblo cada vez que, victorioso, regresaba de una nueva campaña contra los infieles o, tristemente, contra otros reinos musulmanes que deseaban apropiarse de lo que tanto esfuerzo y tanta sangre había costado construir: su Sevilla; la ciudad más culta y hermosa que jamás hubiera existido. Y vuelve a embriagarse con el perfume del millón de flores que con su manto interminable de infinitos colores cubrían la ribera del gran río. Y siente de nuevo los latidos de su corazón con tanta fuerza como aquél día, en el cual, escondidos en la más profundo de la alameda, inadvertidos, invisibles para el resto del mundo, por primera vez le dijo a la que sería su única esposa que la amaba.

Su mirada sigue avanzando. Yo lo sé. Y va más allá. Vadea ríos. Atraviesa valles… Escala montañas. Cabalga interminables páramos. No se detiene. Siempre al norte… Y devora verdes campiñas hasta que, de pronto, interrumpe bruscamente su camino, y me doy cuenta de que las pocas fuerzas que le sustentan le abandonan. Y entonces, escucho el lamento de su alma.

Hace muchos años, cuando la contemplamos por primera vez, los dos nos sobrecogimos, nos sentimos diminutos, casi inexistentes ante su grandeza. Y a punto estuvimos de perder toda esperanza.

Parecía que la inmensa roca aún estaba emergiendo de las entrañas de la tierra. El sol, que buscaba el poniente, conseguía arrancarle unos destellos de fuego que, después de reflejarse en el río que dibujaba su contorno, era capaz de cegar a los pocos valientes, más bien temerarios que osaran mirarla de frente.

Desde la atalaya en la que nos encontrábamos, al otro lado del dorado cauce, podíamos admirar en todo su excelso y temible esplendor aquellos muros que, al igual que una cinta de terciopelo ciñe la cintura de una doncella, rodeaba con sus lienzos de piedra toda la ciudad.

«La Bien Cercada» la llamaban los cristianos. Y puedo aseguraros que ese nombre no era suficiente para describir aquél grandioso recinto amurallado.

Las murallas no parecían ser obra de los hombres, sino prolongaciones de la roca sobre la que se asentaba toda la ciudad: pétreos brazos que se fundían en un cerrado abrazo, emotivo y sublime; como el que se le da al ser más amado cuando el devenir de la vida nos lo arrebata, y aún sabiendo que lo hemos perdido para siempre, seguimos aferrados a él, luchando si es preciso, que El Misericordioso me perdone, pugnando desesperadamente con Él, que todo lo puede, y todo lo decide, para que nos lo devuelva.

Las almenas, dibujadas en el áureo tapiz del atardecer que precedía al ocaso, se asemejaban a una multitud de amenazantes y afiladas uñas: las monstruosas garras de una bestia nunca imaginada dispuesta a lanzarse sobre nosotros y resquebrajarnos los huesos en una irrefrenable y atroz embestida; a cercenarnos la carne con sus terribles filos; a quitarnos la vida.

Elevándose sobre el mismo borde de la caprichosa forma de la roca, y arrancando desde un imponente castillo, nacía la muralla en un irregular e inquietante zig-zag semejante a una gigantesca sierra dispuesta a talar cualquier ejército que osara acercarse a sus dominios. A continuación, dos cubos cobijando una estrecha puerta a la que solo se podía acceder ascendiendo unos toscos escalones tallados en la propia piedra. Otro lienzo zigzagueante y amenazador. Otras dos torres circulares protegiendo otra estrecha entrada a la ciudad a la que se llegaba después de derrotar un angosto camino, tan estrecho que, apenas dos guerreros, juntos codo con codo, podrían escalar; si, escalar, pues la pendiente que llevaba la senda hasta el portón era casi vertical… Un lugar inexpugnable.

Además de las defensas construidas para la guerra, sobrevolando las murallas, y próximos cada uno de ellos a las puertas que abrían la plaza, destacaban varios torreones de planta cuadrangular, recios y robustos coronados por una cruz: sus templos, cuyas fuertes torres descubrían varias saeteras desde las que unos pocos arqueros experimentados podían diezmar a todo un ejército.

Y estaba el río. Tranquilo. Apacible. Pero inquebrantable en su eterno discurrir acariciando la fuerte peña sobre la que se asentaba toda la urbe. Tan sólo un estrecho y dañado puente guardado por una torre en cada uno de sus extremos, y que parecía construido en tiempos antiguos, permitía el paso a los aledaños de la fortaleza.

El río. La roca. Las murallas… Nos dimos la vuelta apesadumbrados, derrotados por la trágica evidencia: las habíamos perdido para siempre.

Varios hombres cargados con aperos de labranza comenzaron a mirarnos con curiosidad sospechosa. Teníamos que irnos. Espoleamos nuestras monturas. La oscuridad acechaba.

«La Bien Cercada», la nombraban los infieles.

Nuestros más eruditos cronistas, cual consejo de maestros adivinos capaces de predecir la existencia de mi amo, como falsos y burlones profetas del cruel devenir de los acontecimientos que marcaron la vida de mi Señor, la llamaban Semurah, «La Ciudad de las Turquesas».

Aquella noche cabalgamos sin descanso sumidos en una profunda tristeza. Aquella noche. Y otra. Y otra… No recuerdo cuantas. Pero siempre hacia el este. Convinimos en que si era cierto que, a nuestro pesar, y para desgracia de la mayoría de los musulmanes de Al-Ándalus, Yusuf había desembarcado al frente de sus tropas, no teníamos otra vía de escape. -¡estamos en guerra! ¡los africanos han puesto pié en la península! ¡Por el rey Alfonso! ¡Muerte a los invasores!- gritaron durante el ataque varias voces furiosas, desencajadas, incluso algunas, exultantes.

Pensamos que era imposible ir al norte: Semurah nos cerraba el paso. Además… ¿donde llegaríamos? Descartamos el sur: el Rey de Badajoz era uno de los más interesados en recibir la ayuda almorávide para detener al monarca leonés, tal vez porque pensaba que el próximo objetivo de éste eran precisamente sus dominios. Impensable Toledo: otra vez en manos cristianas; también habría recibido la noticia y estaría de nuevo preparándose para soportar otro infernal asedio. Pobre Toledo: amiga de judíos; protectora de cristianos; amante de musulmanes; y, sin embargo, vendida, esquilmada, traicionada por todos. Por supuesto, a Sevilla no podíamos regresar: bien conocida era por todos los sevillanos la reticencia y hasta la aversión de mi Señor a la llegada de las huestes africanas. Allí, en nuestra propia casa, entre nuestra gente, seríamos considerados enemigos, traidores. Ni nuestro amado Rey, uno de los solicitantes del auxilio, harto ya de la soberbia de Alfonso, podría protegernos. Sólo nos quedaba Valencia, donde gobernaba un antiguo amigo de mi Señor.

II

-No debería haberlas traído Señor.

-No te preocupes, mi buen Abdul. Aunque frágiles, aún corren tiempos de paz. Nuestro Rey sabe bien lo que necesitan sus súbditos: templadas primaveras que hagan florecer los campos sin que se vean arrasados por las incursiones cristianas; gratos y plácidos veranos para colmar los graneros de trigo; inviernos recogidos en la tranquilidad de nuestros hogares sabiendo que a nadie le faltará el pan. La deuda contraída es alta. El precio exigido, casi siempre humillante. Pero, al menos durante otro año podremos disfrutar de la vida en nuestra amada Sevilla.

-No os falta razón, mi Señor. Pero la paz, como siempre, es quebradiza. Los años que corren convulsos. Las noticias confusas, cuando no falsas. Circulan aciagos rumores que las más de las veces terminan convirtiéndose en certezas. El Rey Alfonso aspira a unificar bajo su cetro todos los reinos peninsulares…

-Sí. Estás en lo cierto. Y Alfonso, además de un temible guerrero, no en vano le apodan «El Bravo», es un maestro en dirigir a su conveniencia las intrigas palaciegas entre los nobles que le rodean para conseguir sus fines. Incluso en manipular para la conquista de sus intereses a la nobleza de esos reinos que, como bien dices, quiere agrupar bajo su corona. Crea enemistades entre amigos cuyos vínculos fueron siempre inquebrantables. Es capaz enfrentar entre sí a todos sus enemigos. Cuentan que fue él, desde la prisión en la que se hallaba recluido tras ser derrotado por uno de sus hermanos en las guerras que libraron entre ellos por hacerse con el poder en todos los territorios que heredaron de su padre, quién manejó los hilos que consumaron el asesinato de su hermano, Sancho, cuando éste asediaba precisamente Semurah, la ciudad a la que nos dirigimos, la cual pertenecía por expreso deseo del Rey Fernando a una de sus hijas.

-Además, Mi Señor, está Yusuf. La mayoría de los Reyes de Al-Ándalus, incluido nuestro bien amado Guía le han pedido ayuda para cortar las ansias expansionistas de Alfonso. No tardará mucho en desembarcar. Y cuando consiga derrotar a los cristianos…

-¡Mi buen Abdul! Eso no ocurrirá. Durante los últimos cien años, mientras nosotros dividíamos nuestro poderoso Califato en decenas de pequeños reinos, gobernados las más de las veces por ociosos e incapaces reyezuelos, los cristianos, casi siempre, aunaban voluntades, unían territorios, compartían fuerzas con el único fin de expulsarnos de lo que consideran desde siempre su tierra, su hogar. Sí, mi fiel amigo, hace ya tiempo perdimos el Duero; con el paso de los años perderemos el Tajo, de hecho, Toledo ha sido la última gran conquista de Alfonso, y sin derramar ni una gota de sangre… Ni siquiera Yusuf con sus cien mil Almorávides podrá evitarlo. Pero, por favor, continua.

-Solo quería deciros que me temo vendrá para quedarse.

-Así es. Y entonces, nosotros… Quiero decir, yo, tendré que marcharme. Bien conocida es mi enemistad, y bien sabidos mis enfrentamientos con sus embajadores negándoles siempre su pretendido derecho y su interesada obligación de prestarnos ayuda. Y le habrán hecho saber lo que opino de él: que no es un Salvador, sino un tirano con ansia de conquista, de gloria, de poder.

-Yo os seguiré donde quiera que vayáis.

-Gracias, amigo mío. Ya lo sé. Pero no estás obligado a ello. En fin… Dejémonos ya de lúgubres e inquietantes pensamientos y busquemos un lugar resguardado de la intemperie, y para tu tranquilidad, bien protegido donde pasar la noche.

-Me he ocupado de ello. Los guías han encontrado un viejo castillo en ruinas encaramado en un suave altozano a una hora de camino.

-Tan previsor y eficaz como siempre. Bien. Tenemos tiempo de sol suficiente para llegar, instalar el campamento y orar antes de un merecido descanso. La jornada ha sido larga y monótona. Tediosa.

-¡Silencio! Yo mando este destacamento. Y mis órdenes son aniquilar a cualquier musulmán que se acerque a la ciudad. Sin preguntas. Y esta caravana está a menos de media jornada de camino.

El joven lo mira, apesadumbrado, casi temeroso. Nadie se atreve en Zamora a contrariar a Orduño Fernández. Hombre rudo; fornido; forjado en cien batallas; soldado experimentado en varias aceifas contra los infieles; vencedor en mil disputas de juego, de taberna, de mujeres. Observa unos instantes la terrible cicatriz aún tierna y tibia de su última escaramuza en la posada de los francos. Habían transcurrido diez días y todavía se estremece al recordar los ojos de Orduño inyectados en sangre; la venas de su cuello a punto de estallar. -Ha hecho trampas caballero. Sus dados están trucados-le dijo su contrincante mientras se levantaba cegado por un arrebato de rabia desesperada del taburete, empuñando una pequeña daga que en un segundo rasgo de arriba a abajo el pómulo izquierdo del Capitán. Se esfumó la algarabía de la taberna. Silencio. El posadero, observando incrédulo la escena, sigue escanciando vino en el cuenco de un orondo borrachín de tez rojiza que, como el resto de los hombres que atestan la estancia, no da crédito a lo que oye, a lo que ve. El reguero del agrio mosto llega a formar una pequeña cascada que se despeña desde la tarima que hace las veces de mostrador. Un hombre joven, alto y de tez extremadamente clara, apoyado en una desvencijada mesa, agacha la cabeza desviando la mirada. Otros, observando furtivamente el acontecimiento comienzan a abandonar el lugar…

RESUMEN

Transcurren convulsos, frenéticos, los últimos años del siglo XI d.C. Alfonso VI oprime con gravosas parias a varios Taifas de Al-Ándalus. Estos, a duras penas, las pagan para evitar ser conquistados por el monarca leonés. Los almorávides desembarcan en la península, reclamados por varios de esos reinos para intentar detener el afán expansionista del rey cristiano… No. No se trata de una novela histórica.

Las líneas anteriores tan sólo pretenden situar en el tiempo la historia que se narra.

Cinco hermanas musulmanas son apresadas en las proximidades de Zamora y llevadas a la ciudad. Tras sus muros, y a pesar del sufrimiento y el miedo, conseguirán rehacer sus vidas, encontrarán todo aquello que todos buscamos en cualquier lugar, en cualquier tiempo. La narración de las vivencias de las cinco chiquillas y el periplo de su padre, al que creen muerto, para rescatarlas, son las excusas para hablar de todos los sentimientos que mueven a los hombres: el amor y el odio; la creencia en los distintos dioses bajo los que buscamos protección, sentido a nuestra existencia; la ambición; el respeto… Y el rechazo de lo que nos diferencia, pero también el intento de compreder lo que nos une. Pero ante todo, la historia de las muchahas es, al menos eso pretendo, un pretexto para rendir un humilde homenaje a mi amada Zamora. Esa ciudad tan admirada y deseada en aquellos lejanos tiempos que hoy, por desgracia, se muere abandonada y olvidada por todos, incluso por los propios zamoranos.

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