«I’m just going to write because I cannot help it».
Charlotte Brontë
Me he asustado pocas veces en mi vida. Quiero decir de verdad, claro. Por eso, cuando comprendí que lo que había visto era un fantasma, no me quedó más remedio que llamar a mi amiga Nuria.
—¿A ti qué te están echando en el té?
—No me están echando nada, para empezar no bebo té.
—Pues será el vino francés ese aguachinado que te dan.
—Nuria, escúchame…
—No, escúchame tú —me interrumpió con ese tono que siempre presagia verdades como puños—. Entiendo que estés pasando unos momentos difíciles, y que estar allí sola, rodeada de ovejas y de ingleses, se te esté haciendo cuesta arriba. Te conozco perfectamente, Silvia, y cuando estás sola no te aguantas ni tú. Pero no puedes dejar que esto se te vaya de las manos. Tú no eres así. Si hay un colgado disfrazado de mamarracho o un grupo de críos aburridos merodeando por donde sea que tú vivas, que casualmente es al lado de un alegre cementerio, tienes que ignorarlos o hacerles frente. No sé, llama a la policía. Igual se dan una vuelta por ahí y eso les disuade de volver. No busques explicaciones absurdas y, sobre todo, no bebas más vino francés.
En el breve silencio que se hizo tras sus últimas palabras, intenté hacer acopio de toda la calma posible y hablé muy despacio. Eso siempre resulta convincente.
—Vale, ahora escúchame tú. He salido ahí fuera, con el puñetero frío que hace. He caminado hasta la entrada del cementerio y he visto a ese hombre. No lo he entrevisto, no he atisbado lo que pudiera parecer la sombra de una capa desapareciendo tras un matojo, no me ha parecido oír algo que se movía… He-vis-to a un hombre a dos metros de mí, enfrente de mi puñetera cara. Te puedo decir cómo iba vestido de pies a cabeza. Podría haberlo tocado, incluso. Estaba cerquísima, Nuria. Y tenía una cara muy triste. Nos hemos quedado mirando unos segundos y de repente… ¡ya no estaba! Así, ¡puf! ¡No estaba! ¡Se ha volatilizado! Frente a mis ojos. Era un tío de verdad, vestido con ropa antigua, que ha desaparecido de repente. Así que, si no es un fantasma, será el puto Houdini, pero esto es muy raro, yo tengo mucho miedo y tú te vienes aquí mañana mismo o en el primer avión que pilles. ¿Está claro?
Al otro lado escuché una retahíla de juramentos.
—Por favor… —añadí.
—Yo alucino contigo, te lo juro.
Y con esa afirmación incuestionable y dolorosamente cierta, suspiró y me colgó.
Me levanté despacio y caminé hasta la puerta de la casa para volver a asegurarme de que estaba cerrada. Respiraba profundamente, contando mentalmente hasta 4 en cada inspiración, en una coreografía orquestada para mantener la calma. Cogí la copa de vino que había sobre la mesa, que había servido por inercia y que había abandonado para marcar con prisas el número de Nuria. Me senté en la butaca y esperé, pacientemente, el mensaje que sabía que llegaría.
Así fue como Nuria vino a Haworth, y así fue también como desapareció cualquier posibilidad que aún me quedase de ofrecer una imagen respetable entre los habitantes del pueblo.
Pero será mejor que empiece por el principio. Para entender cómo comienza mi historia, quizá el lector debería preguntarse por qué pertenecemos a los lugares. Qué nos hace creer que no podemos dejarlos, que si lo hacemos será solo temporalmente, y que, pase lo que pase, siempre habremos de volver al origen. Como si nacer donde nacemos no fuera solo una casualidad sin sentido, un baile de probabilidades matemáticas. Un tercio de la población ganamos la lotería; nos libramos de hambrunas, guerras y desastres humanitarios. Pero no hemos hecho nada especial para merecerlo. Y creemos, mientras observamos esas desgracias desde miles de kilómetros de distancia, que el lugar en el que hemos nacido es lo que somos, es quienes somos. No solo eso, cuando somos jóvenes y miramos al futuro tratando de tomar decisiones adecuadas sobre nuestra vida profesional o personal, casi nunca dudamos que ambas transcurrirán en el sitio que, accidentalmente, somos. Porque así debe ser. El viaje es siempre anecdótico; un capítulo, una prueba. Y después volvemos, arrastrados por esa sensación de pertenencia, de fatum, de identidad incuestionable. Volvemos a lo que somos, al número ganador de la lotería de Dios. No podemos rechazarlo, ni cuestionarlo.
Pero yo creo que solo volvemos a las personas. Aunque estas a veces no se lo merezcan.
Es por esto que, a principios de noviembre de 2017, cuando tuve que viajar a Haworth, hice una maleta pequeña (muy pequeña, absolutamente provisional). Haworth se encuentra en el condado de West Yorkshire, noreste de Inglaterra. Una orgía de campo verde y de humedad; lluvia 265 días al año, ganado gordo y lustroso y cosechas abundantes. Es la perfecta postal bucólica de la Inglaterra rural, que tiene el honor, además, de haber visto crecer y morir a todas las hermanas Brontë. Todas ellas, sin excepción. También a su hermano Branwell, claro, pero el pobre no llegó a mucho y, como murió alcoholizado, de una manera bastante estúpida, prematura e innecesaria, casi nadie lo menciona. La antigua casa familiar, ahora museo, se yergue imponente y preciosa entre la iglesia de la que el señor Brontë fue párroco y el cementerio, como si sirviera de punto de encuentro entre vivos y muertos o, más bien, de guardián ecuánime para que unos y otros no se mezclen. Función que últimamente no ha estado cumpliendo muy bien, la verdad. Pero de esto hablaremos más adelante. Haworth tiene una escuela de primaria, varios pubs y una biblioteca pública. Viven en este pueblo, aproximadamente, 6.000 personas, dedicadas en cuerpo y alma a los miles de turistas que les visitan cada año y a alguna que otra actividad agrícola en granjas cercanas. Haworth era, en definitiva, el último lugar de la tierra que hubiese podido interesarme visitar en aquel momento, si no fuera porque, de repente, heredé una casa allí.
El día que llegué, los fértiles campos ingleses estaban encharcados después de 20 horas de lluvia inmisericorde. Era algo que ya me esperaba, desde luego, y aunque la fuerza del agua había amainado, persistía una fina cortina de humedad constante, un goteo débil y obstinado que resultaba muy molesto.
Cuando quise abrir la puerta del coche, una fuerza descomunal, como de 10 kilos de cemento, opuso toda su resistencia. John, un señor muy amable contratado por el albacea de la difunta señora Mill y que me había traído desde el aeropuerto de Mánchester, vino a rescatarme caballerosamente y me abrió la portezuela. Entonces me di cuenta de que solo era el viento, que rugía y silbaba como una Gorgona enfurecida. Mi abrigo (un abrigo estupendísimo), de repente mostró tener enormes y numerosos resquicios por los que se colaban las rachas gélidas de aquel viento desconocido para mí. Me vino a la cabeza la voz de mi madre, con su tono despreocupado que tanto me gustaba: «Pues parece que se ha levantado el Norte». Dijo aquella frase todas las tardes de primavera, y todas las de otoño, al caer el sol, durante toda mi infancia, mi adolescencia y gran parte de mi vida de adulta. La última vez que lo dijo salíamos del café Victoria una tarde de abril. A ella siempre le gustaba sentarse allí y ver la vida pasar, observar el ajetreo de la ciudad de provincias a la hora en que los comercios empezaban a cerrar. Pasamos muchas horas en ese café.
«Madre, al lado de este viento, nuestro Norte es una nenaza».
Puse mi pie por primera vez en el empedrado del pueblo, temblando de cansancio y haciendo esfuerzos por respirar entre las ráfagas salvajes. Me sentí indigna y torpe cuando el albacea, un hombre alto y desgarbado, me tendió su mano sonriendo.
—Hola. Soy Tom Davis.
Lo dijo en inglés, por supuesto. Yo balbuceé una respuesta (naistumityu), mientras sujetaba el paraguas como si me fuera la vida en ello para impedir que el viento se lo llevase.
—Sígame, si es tan amable. Le mostraré su casa, está muy cerca.
Era de noche, aunque posiblemente no eran más de las 5. Seguí a Tom a través de una callejuela que se abría frente al pub Black Bull, pero justo antes de adentrarme en ella pude atisbar los perfiles de las casas de la calle principal recortándose en una cascada infinita que descendía hasta una especie de misterioso precipicio. Las luces de pubs y comercios que salpicaban aquella arteria en pendiente daban a la escena un aire fabuloso. Por un instante, se me antojó que allí abajo estaba el mar, aunque sabía que no. Aún hoy sigo buscando el mar a veces.
Eso fue todo lo que pude ver de Haworth, porque el ayuntamiento debía de estar ahorrando en la factura de luz y las farolas estaban apagadas. Tom caminaba delante de mí y John me seguía a corta distancia, vigilando mi inseguro paso, porque me tropezaba constantemente con el empedrado. Al menos podía jurar como un camionero, sin despeinarme. Nadie entendía lo que estaba diciendo. Tras ascender la primera callejuela, entramos en otra, y en su cima, un tanto apartada y como queriendo demostrar que era diferente y que no se llevaba demasiado bien con sus compañeras, se erguía, en una especie de ruina gloriosa, mi futura casa. Tom se detuvo en la puerta para esperarnos.
—Bueno, aquí es. Me he permitido acceder a la casa en los últimos días para arreglarla un poco antes de su llegada. La verdad es que la señora Mill no era, digamos… muy limpia —carraspeó incómodo.
—¿Síndrome de Diógenes? —pregunté. Quería estar preparada para lo peor.
—¿Cómo dice?
No sé si mi pronunciación era aún terrorífica, o si simplemente el señor Davis nunca había oído hablar de ese síndrome. Pero se había puesto rojo como un tomate (todo lo rojo que se puede poner un señor inglés, que ya es rojo de por sí), y aquello no me dio buena espina. Aunque estaba muy oscuro, no tuve duda, cuando alcé la vista, de que aquella casa de piedra, bien cuidada y en otras circunstancias, me hubiera parecido preciosa. Era una construcción típica inglesa, de dos pisos, que rezumaba humedad por cada esquina. La puerta parecía nueva, o recientemente reformada, y estaba flanqueada por dos maceteros también de piedra, con unos lirios rosas sorprendentemente frescos y sanos, que anticipaban, de alguna forma, la belleza que podría encontrar en el jardín trasero. Lo que no sabía entonces era que el síndrome de Diógenes también afecta a los jardines. Pero a eso me enfrentaría a la mañana siguiente.
Tom se giró para abrir la puerta, y John y yo le seguimos. Entonces, de repente, Tom pegó un salto, gritó algo que no entendí (seguro que fue algo muy cercano a «me cago en la puta») y se echó hacia atrás asustado, haciéndonos perder el equilibrio. El chófer me sujetó a tiempo para que no cayera al suelo y, antes de que pudiera pedir explicaciones a Tom, vi que de detrás de uno de los maceteros salía una señora anciana y desgreñada, vestida con lo que parecía un camisón, pero que en realidad podría haber sido cualquier cosa. Aparentaba al menos 90 años, pero no debía de sufrir de reuma, ya que al parecer había estado agazapada tras el macetero no se sabe cuánto tiempo. Tenía el pelo largo y blanquísimo y, con muchos aspavientos, dijo algo que no pude entender.
—¡Por el amor de Dios, señora Dutton! —gritó Tom—. ¡Me ha dado un susto de muerte!
La señora Dutton me miró muy seria y repitió aquellas palabras incomprensibles.
—¡Señora Dutton! Basta de tonterías. Lárguese de aquí.
Tom volvía a estar rojo como un cangrejo hervido.
—¡Vamos, fuera! Váyase a su casa.
La anciana emprendió el camino a través de la callejuela mal iluminada, aparentemente sumisa y obediente, sin dejar de hablar sola. John y yo teníamos cara de infarto de miocardio superado con éxito y Tom no sabía dónde meterse.
—Señor Davis, ¿qué es lo que decía esa mujer? No lo he entendido.
—Decía… bueno… Es una mujer perturbada, ¿sabe? Es muy mayor y hace tiempo que no anda bien de la cabeza.
—Sí, bueno, pero ¿qué decía?
—Decía que los muertos están volviendo. Chorradas.
—Ya. ¿Y quién dice que es exactamente la señora Dutton?
—Es… su vecina. Vive en la siguiente casa. Hemos pasado por delante al venir.
Suspiré. Mucho.
—Joder, qué suerte tengo.
Dije esto último en español. Nadie pidió explicaciones ni frunció el ceño. Hay cosas que no necesitan traducción.
SINOPSIS
Silvia, una bibliotecaria de Vitoria, hereda por sorpresa una casa en el pueblecito de Haworth (Inglaterra). Su madre, fallecida hace unos años, fue uno de los 4.000 niños que fueron enviados en el barco La Habana desde Bilbao hasta Inglaterra, para huir de la guerra civil. Ahora descubre que una tal señora Mill, una amiga de la infancia de su madre y de la que nunca había oído hablar, antes de fallecer le ha dejado su casa en herencia, ya que carece de otros familiares directos. Es un gesto de cariño y recuerdo hacia su madre. Silvia se desplaza a Haworth dispuesta a hacerse cargo de la herencia, con intenciones de vender la casa o quizás alquilarla. Además del inicial «choque cultural», Silvia tendrá que enfrentarse a una serie de hechos un tanto extraños. Mucha gente del pueblo asegura haber visto fantasmas en el pueblo (entre ellos a las hermanas Brontë) en las últimas semanas. Al mismo tiempo, Silvia sufre varios asaltos a su recién adquirida casa y ella misma es protagonista de un encuentro sobrenatural. A pesar de ello, Silvia es muy pragmática y escéptica, así que decide pedir ayuda a su amiga Nuria. Ambas tratarán de averiguar qué se esconde detrás de esos misteriosos asaltos y de esos supuestos fantasmas. Por el camino, descubrirá también algunas cosas sobre su propia familia. [El título es provisional]
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