El día que todo explote

El día que todo explote

Marta Alía Frade

31/03/2018

Ten miedo de lo que deseas porque se puede cumplir. El tópico resonó en mi cabeza cuando recibí la noticia: Lluís Soler, alcalde de Terrisser, había aparecido muerto, con un cuchillo clavado en el corazón. Yo me había enfrentado a él y era su enemiga manifiesta. Yo había sentido tanta impotencia ante sus tropelías que había llegado a gritar, presa de desesperación, en el despacho del secretario municipal: Ojalá se muriera ahora mismo.

Motivos no me faltaban para querer matar a Lluís Soler. Él me había sometido a acoso laboral durante doce largos años. Él no cejó hasta despedirme y me cerró todas las demás puertas a las que quise llamar. Él arruinó mi reputación profesional e intentó meterme en la cárcel varias veces. Él intentó arrebatarme a mi hija mayor, él fue el culpable de que mi hija pequeña casi se muriera ahogada. Él destrozó mi matrimonio; él me separó del hombre que amaba.

Me costaba pensar que alguien pudiera odiarlo más que yo. Pero yo no había sido.

Entre desearle la muerte a ese miserable y matarlo había una línea que yo jamás traspasaría.

Aquella pesadilla había empezado en mayo de 2005. Cómo prever lo que se me venía encima. Terrisser, el paraíso junto a la costa mediterránea, convertido en el infierno del cemento.

Fui un caramelo para don Lluís Soler, señor alcalde del Excelentísimo Ayuntamiento de Terrisser. Veinticinco años, titulada reciente, nula experiencia, interina y madre soltera. Ni él se creía que no hubiera un examen mejor que el mío, aquel que hice tras una agotadora noche calmando a un bebé de meses. Un bebé de meses que no paraba de mamar. Cuántas veces lo pensé después, enseñarle desde el primer momento a Lluís Soler mi debilidad, mi pequeña Nuria, lo que más quería en el mundo, lo único que quería en el mundo. Pero tenía que darle el pecho justo antes de entrar y justo después de salir del examen, no tenía otra opción.

Todos me dieron la enhorabuena cuando aprobé: mi madre, mis amigos, mis compañeros de aparejadores. Solo me lo advirtió mi amiga Beatriz: Terrisser no, cualquier sitio menos ese, tú no sabes los chanchullos que se cuecen ahí. Tenía callo Bea, cuatro años de profesión le bastaron para conocer el percal. Terrisser no. Claro, ella no tenía una boca que alimentar.

Parecía un lugar idílico: las playas de arena blanca, el viejo puerto con las casas de pescadores, las filas de palmeras a la orilla del mar, el sol naciente reflejando todo su esplendor sobre las casitas blancas, sobre el intenso azul del Mediterráneo, sobre la estatua del alfarero que daba nombre al pueblo, sobre los puestos de venta de cerámica a los turistas.

Se lo dije a la Guardia Civil en la operación Barros. No pretendo hacer un folleto turístico, ni me dejo llevar por la nostalgia: aquellos días de 2005 fueron terribles. Separarme por primera vez de mi bebé, las niñeras desconocidas a las que abrí desesperadamente la puerta de mi casa, los viajes improvisados a Elche para dejarla con mi madre, las montañas de proyectos y urbanizaciones, las noches de llantos y ataques de asma. Si me molesto en revivirlo es porque lo creo importante, porque ahora Terrisser, todos lo sabemos, es una pista sin fin de urbanizaciones gigantescas, es el ejemplo más aberrante, el símbolo, de la burbuja inmobiliaria española.

Pero en 2005 Terrisser no era así.

El primer día todo salió mal: la niñera de Nuria no apareció. Atacada de los nervios, la esperé en casa media hora, una hora. No podía demorarme más, así que cogí unos cuantos pañales, un par de mudas y arranqué con la niña hacia el ayuntamiento. De camino recibí su llamada: accidente de tráfico, llamaba desde el hospital, pierna rota, que no contase con ella, bien que lo sentía. Entonces ya había llamado a mi madre, pero no tenía coche y por muy bien que encajara los buses desde Elche, no llegaría hasta la una.

Así me presenté delante de Lluís Soler: más de una hora tarde y con un bebé que no paraba de llorar, por más que meneaba el cochecito.

—No te preocupes. Yo también soy padre, a cualquiera le podría pasar – Hasta le hizo un gesto cariñoso a la niña.

Su actitud comprensiva me hizo verle con buenos ojos, hasta atractivo: joven, alto, delgado, la ligera asimetría de la nariz, la mirada oscura y penetrante.

—¿Te vas a trasladar a Terrisser a vivir?

—Sí, claro. Ir y venir desde Elche es inviable.

—Los ilicitanos me perseguís —bromeó.

Habíamos llegado a mi lugar de trabajo, el departamento de Urbanismo. Allí me presentó a las dos administrativas, Martina y Lorena (una ratita de biblioteca y una cotilla pizpireta). También al asesor jurídico, don Norberto Seguí: pelo engominado, toneladas de Varón Dandy, traje y corbata a pesar de la temperatura veraniega. Un viejo presumido.

—Aquí hay mucho trabajo —suspiró Soler, al tiempo que me enseñaba mi mesa, sepultada por un montón de carpetas que parecían esperarme con impaciencia—. Pero ahora tenemos que firmar la toma de posesión.

Me condujo a la Secretaría: una sala tétrica, con mobiliario anticuado, montañas de diarios oficiales y en la que la ley antitabaco no parecía haber entrado en vigor, a juzgar por el olor que desprendían las paredes.

—Vicente Roig, secretario municipal. También le echa una mano a don Norberto con los informes jurídicos. Él te arreglará los papeles.

Un chico muy joven, insultantemente joven para tener el mejor puesto del ayuntamiento después de Soler. Tenía pinta de empollón, de haber sacado la carrera a curso por año, ser el primero de su promoción y haber aprobado la oposición sin ninguna dificultad al primer intento. Era tan delgado que parecía que se iba a romper. Varias cicatrices de acné le daban un aspecto aún más adolescente. Su único punto positivo eran sus ojos claros, pero hasta eran de un color indefinido no demasiado bonito, entre gris azulado y verde; y para eso estaban semiocultos por unas enormes gafas. «Gafas de chapón», pensó con maldad la Cristina-Pascual-reina-de-las-fiestas-del-instituto que aún quedaba en mí. Tan joven, tan brillante… Seguramente del Opus, aventuré.

—Bienvenida —Su expresión adusta no acompañaba a la palabra.

Nos dimos dos besos. Apestaba a tabaco. Inconsciemente aparté el cochecito; no me pasó inadvertida la mirada severa que le dirigió. Pipiolo. Niñato. Qué sabrás tú qué es criar a un bebé sola. Incluso me estarás juzgando, desde tu moral anticuada. Y fumador, aún encima. Una vez resueltos mis papeles, decidí tratarlo lo imprescindible.

Los días siguientes fueron un frenesí. Llamadas continuas, entrevistas a niñeras, buscar guardería, convivir con mi madre en 45 metros cuadrados.

Mientras tanto, el montón de mi mesa apenas había disminuido; y eso que, deseosa de agradar a Soler, apenas levantaba la vista de los planos. Hasta que, la semana siguiente a mi llegada, una voz desde lo alto de la puerta me obligó a hacerlo:

—Bienvenida, Cristina. Me alegro de que estés con nosotros.

Alcé la vista, sorprendida. Era uno de los policías locales. Me resultaba familiar, incluso su acento, pero no sabía de qué. No sé cómo había hecho para aprobar aquel examen, suspiré, mi memoria se había quedado en la sala de partos.

—¿Nos han presentado? —balbucí con timidez.

Se echó a reír.

—Cristina Pascual. No me puedo creer que no te acuerdes de mí.

Lo miré de arriba a abajo. Sin duda tenía muy buena planta, no solo era alto sino también corpulento.

—Elche —dijo él.

Así que era de mi ciudad, por eso me resultaba familiar. Me quedé un rato observándolo, mientras buscaba en el desgastado archivo de mi memoria alguien que pudiera encajar con él. Solo al cabo de un rato lo reconocí:

—¿Javier Martí?

Su sonrisa equivalía a un sí.

Me sentí en la obligación de levantarme y darle un par de besos.

—¡El mundo es un pañuelo!

Era un compañero del instituto; mejor dicho, el compañero grandullón y torpe del que hacían chistes mis novios.

—Estás cambiado. Estás mejor —le dije sinceramente.

—Pues tú estás igual que cuando te comías el mundo en el instituto. Cristina Pascual. Quién me lo iba a decir.

Prefería que no siguiera evocando recuerdos de aquella época.

—Venga, te invito a un café. Esto hay que celebrarlo.

—Javier, acabo de llegar, tengo muchísimo trabajo…

—Lluís no se lo va a tomar mal. Es un buen tipo.

Sí, recuerdo que dijo eso.

A pesar de este argumento no me sentí capaz de salir sin haber conseguido que el montón de mi mesa descendiera. Y tampoco tenía claro si me apetecía charlar con él, me decía una vocecita muy adentro.

—Otro día, si no te importa, ¿de acuerdo?

Cualquiera lo hubiera interpretado como un no; un no amable, pero un no al fin y al cabo. Él prefirió entenderlo literalmente:

—Otro día, te tomo la palabra.

La rutina se fue instalando poco a poco. Conseguí una guardería; quedaba en la otra punta de Terrisser, pero yo no estaba para exigencias. Lorena me dio el teléfono de su prima: limpiaba casas, cuidaba niños: lo guardé como oro en paño. Mi madre volvió a Elche. Saqué adelante el primer expediente; al poco tiempo, otro; e, ilusa de mí, pensé que todo iría mejor a partir de entonces. Empecé a bajar al café con Lorena y su grupo: la psicóloga, la técnica de empleo y la administrativa de servicios sociales.

Íbamos a un bar donde ponían un pincho con la consumición. Ellas cogían del mostrador revistas del corazón baratas y sin glamour y se dedicaban a despellejar a las famosas.

Javier poco a poco se empezó a dejar caer por el bar.

—Ahí lo tienes —me cuchicheaban.

La insinuación era halagadora y yo me dejaba mimar.

—Pues está bueno.

—De planta no está mal. A mí de cara no me acaba de convencer.

—Ay, hija, qué exigencias, si está para mojar pan, yo le hacía un favor.

—Pierdes el tiempo, Lorena. Él solo tiene ojos para Cristina.

—Es porque me conoce del instituto.

Lo falso de mi argumento se reveló una semana después, cuando se pasó de nuevo por mi oficina y afirmó más que preguntó:

—Ahora no tienes excusa para rechazar mi invitación.

Supuse que no, no me quedaba más remedio que claudicar ante su insistencia.

—Pero cortito, ¿eh? Recuerda que soy interina— añadí, medio en serio medio en broma.

Apenas acerté a ver la mirada cómplice que se dirigieron Martina y Lorena. Estaban de broma. Javier Martí, cómo se notaba que no le habían conocido en el instituto, cuando de torpe, tímido y metepatas todos nos reíamos de él.

Hablamos de los viejos tiempos de Elche: los prontos de la de Física, el futbolero de Matemáticas, los líderes de la clase, el viejo verde de Historia. Cómo el de Inglés me había cazado saltándome las clases en el palmeral. Dándome el lote con mi primer novio.

—Dani López. Menudo gilipollas.

—Eso lo dices ahora, pero entonces os tenía a todas comiendo de su mano.

—Y que lo digas. A mí y a unas cuantas más. Qué rabia me dio cuando me enteré.

Aquel adolescente feúcho y timorato del instituto se había convertido en un adulto risueño, cercano, alto, guapo y agradable, muy agradable. De vuelta en la oficina empecé a comprender la picardía de las miradas de Lorena y Martina.

Aquellos ratos de cotilleo aún me arrancan una sonrisa; pero se acabaron demasiado pronto. Corría el año 2005 y enseguida llegó la avalancha.

Planes parciales, programas de actuación integrada, proyectos de urbanización, licencias de vivienda. Miles de viviendas.

Confiaba que fuera una situación puntual; pero después de 2005 vino 2006 y el volumen de trabajo no dejó de aumentar.

No los mires, susurraba ante los planos un demonio dentro de mi cabeza. No los mires, dales vía libre, constructores contentos, clientes contentos, políticos contentos. No los mires, vete a tu casa, tu niña contenta también.

Lo hice, qué importa ahora admitirlo; les di el visto bueno sin siquiera mirarlos. Es lo que hace un buen empleado, obedecer al jefe.

Me arrancó de esta vorágine un informe de Vicente Roig. Lo dejó caer en mi mesa con desprecio, sin ni siquiera mirarme. Once folios, que rebatían sin piedad mi informe favorable a una reclasificación salvaje. Aquellas páginas eran una lección de derecho. Concluía con la definición de prevaricación: aprobar una resolución a sabiendas de su injusticia.

El párrafo final me indignó. Pero comprendí que, si no quería tener problemas con la ley, debía detener aquella espiral e intentar revisar a conciencia todo lo que pasara por mi mesa. Para tener más tiempo le llevé la niña a mi madre a Elche. Soler empezó a mirarme con recelo, horas extras, voluntarias, no remuneradas, con una niña pequeña. Ni siquiera me di cuenta de esta primera desconfianza: esos días fueron terroríficos.

Era verano, las mañanas se fundían con las tardes, y el calor me atontaba aún más si cabe. Las líneas empezaron a bailar delante de mis ojos, y aunque debían de ser solo las ocho o las nueve de la tarde, el agotamiento entremezcló en mi cabeza todas mis noches sin dormir: las primeras copas en Elche, la pantalla de Autocad en la carrera, la bronquiolitis de Nuria, las fiestas universitarias, las madrugadas infinitas sobre la mesa de dibujo, la lactancia sin fin, los 39,5 de fiebre de la niña, el aquí te pillo aquí te mato con el padre de Nuria en los baños de un pub de Alicante.

Me costó asumir la derrota, apagar la luz de la oficina y salir del ayuntamiento. En el aparcamiento se agolpaban los coches de la gente que salía de copas; yo deambulaba como un zombi entre ellos.

Vi una sombra enorme en mi cansancio alucinógeno. Involuntariamente pegué un grito.

Era Javier. Sin uniforme. Cerraba su coche; parecía ir de fiesta.

—¿Cristina? Menudo susto me has dado.

Al instante advirtió mi mala cara.

—Sales de currar… —constató con consternación.

Como respuesta solo recibió mi mirada llorosa.

Se acercó. Por un instante sentí miedo: estaba oscureciendo, no había nadie más, su fortaleza física era evidente. Si intentaba algo, yo no me podría defender. Lo mejor que podría hacer sería dejarme llevar. Y tal vez en el fondo no fuera tan malo, reflexioné, mirando su cálida sonrisa y su cuerpo enorme y perfectamente proporcionado y empezando a sentir algo parecido a la excitación.

Pero Javier no hizo nada inadecuado. Todo lo contrario: me dio una palmada afectuosa en la espalda y me preguntó con suavidad:

—¿Quieres que te acerque a casa?

Su tono de voz era cariñoso. Reconfortante. Lo más cariñoso y reconfortante que había escuchado en meses.

—Por favor —supliqué.

Era una situación absurda, vivía a cinco minutos. Pero subí a su coche y dejé que él me cerrara la puerta como a una princesa. Lo hice por… ¿vanidad?, no era vanidad, era necesidad, necesidad de la seguridad que en aquel momento aquel hombre me ofrecía. Cristina Pascual, la feminista, la independiente, la… ¿devorahombres?, sí, mucha gente de Elche tenía ese concepto de mí. Implorando la protección de aquel gigante como la más sumisa de las mujeres.

—Descansa—me deseó al final del corto trayecto.

Me secó con cariño una última lágrima y me besó en los labios.

Pensaba despedirme de él con una sonrisa agradecida.

Pero lo que empezó siendo una respuesta tímida a su beso se convirtió rápidamente en un mordisqueo travieso en su lengua, en su cuello, en el lóbulo de su oreja.

Y enseguida sus inmensos brazos llenaron el coche y mi cuerpo.

En algún momento debí de susurrarle que subiera, porque me siguió hasta casa, agarrado a mi cintura, consumido —consumidos los dos— de impaciencia y de deseo.

Avanzaba a trompicones; en el pasillo de mi apartamento chocó con la coqueta —el torpe de Elche, claro—. También tropezó con la cuna vacía.

Derrotada por el cansancio, me costaba distinguir qué besos eran verdad y cuáles desvarío; qué caricias reales y cuáles fruto de mi imaginación desbocada; qué excitación auténtica y cuál producto de aquel sopor infinito y alucinatorio.

Pero fue real.

Una fantasía cumplida. Al menos para él.

SINOPSIS

Cristina, aparejadora, madre soltera, se convierte en la principal sospechosa del asesinato de Lluís Soler, un alcalde corrupto del Levante español. Durante años ha sufrido acoso y presiones, que soporta para sacar adelante a su hija. El miedo a verse sin trabajo y la amenaza latente de problemas con la justicia marcan su relación con Soler y con diversos personajes a su alrededor: el viejo cínico que ampara a Soler sin pillarse las manos; la arquitecta condenada en la operación Barros; el funcionario honrado que quebranta sus principios para escapar de Soler; y principalmente, dos hombres: Javier, policía, corpulento y guapo, obsesionado con Cristina desde el instituto, llegará a tener una hija suya; marido y padre perfecto, adicto a Soler, disculpa sus trapos sucios por lealtad ideológica y asumir que la corrupción es la única manera posible de gobernar; y Vicente, jurista, secretario municipal, jovencísimo, brillante; aliado incondicional de Cristina, cree en la ley firmemente; se enfrentará a Soler por puro idealismo y sólo se permitirá una traición a sus férreas convicciones: enamorarse de ella.

El crack inmobiliario en España, a través de los ojos de una mujer que no tiene más remedio que acatar las órdenes de un alcalde corrupto y que terminará convirtiéndose en su peor enemiga. Acusada del asesinato, tendrá que demostrar su inocencia. Aunque para ello tenga que arriesgar a su propia familia.

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