Ellos eran tan bellos

Ellos eran tan bellos

Eloi Y.

25/02/2018

Aquí comienza todo.

Como si supiese que se iba a morir muy pronto, mi padre se sacó decenas de fotos en todas las poses posibles: con uniforme de la marina, con traje y corbata, con gabardina como detective privado, con camiseta blanca ceñida al cuerpo, pero lo que más le gustaba -sin duda- era salir en bañador y mostrando los músculos. Era atlético, sí, pero no especialmente musculoso. Más bien flacuchento y tendía a meter la pierna izquierda, como yo lo hago al caminar. La tenía ligeramente arqueada, tal vez más larga la izquierda que la derecha, como yo la tengo.

Tenía los ojos claros, la mirada limpia de los veinte años, no más. Y una sonrisita de bromista, de quien no ha decidido que no tendrá tiempo de amargarse la vida aunque no la haya tenido fácil en el escaso tiempo que le tocó vivir. Lo imagino así: divertido, ligero, superficial, apasionado, bocazas, poeta, enamorado, artista, sensible, solidario, bohemio, hablador y bebedor aunque no fumador. Dispuesto siempre a las bromas, a salir a pasear, a bañarse en la playa (eso sí que le gustaba: nadar en el mar). Era un poco perezoso para los estudios porque además no le gustaba la autoridad y tendía a burlarse de los profesores (irreverente, irrespetuoso, a veces) pero tenía gran capacidad para el trabajo y cuando algo realmente le gustaba era capaz de pasarse horas haciéndolo, bien fuera un cartel fallero, un autorretrato al óleo o los bocetos a lápiz de una pelea de marineros borrachos, algo que habría visto en alguna película americana, o incluso en la vida real, durante su breve estadía en la armada (su padre había sido militar y republicano, afortunadamente murió antes de ver la triste derrota).

¿Cómo a este ser amante de la vida y de la libertad le dio por casarse tan joven? Ah, tal vez nunca se casó, no me cuesta nada imaginar que mi madre salió preñada, era muy linda a los 18 años, demasiada tentación para un manojo de nervios y de hormonas como debía ser mi padre. Pero tal vez lo hizo o prometió hacerlo pues de hecho ya vivía en casa de sus suegros, Mi abuelo Alberto era medio republicano, liberal tal vez, en cambio mi abuela era una mujer provinciana, muy religiosa. ¿Habrá permitido que el simpático joven que se veía tan enamorado de su hija se mudara a su casa, viviera bajo su mismo techo sin estar casado con ella? De hecho no hay ninguna foto del matrimonio (como sí la hay de la boda posterior que mi madre celebró con Emilio). Extraña cosa.

–¿Quieres que te hable de tu padre otra vez? –dice mi tía Pilar–. Confías demasiado en mi memoria. ¿Y esa foto? Ah, esa foto…

Ellos eran tan bellos cuando caminaban por las calles de Valencia. Eloy tan alto, apuesto, elegante. Ella a su lado se veía radiante, con la sonrisa de satisfacción, de dicha plena. Los enamorados sonríen porque la vida les sonríe. Tienen todo por delante: un futuro compartido, una casa, hijos, familia. Tanto para dar y compartir. Amparín, mi hermana, se ve bajita a su lado (aunque era más alta que yo). Lleva una falda de lino que yo misma le hice y le regalé por su cumpleaños 19, el 7 de enero de 1956. Se la cosí entallada para que se remarcara su cinturita y sus caderas. La blusita de seda, floreada, estilo chino, le venía muy bien. Se notaba que hacía calor, era verano, le pedí a mi amigo Vicente que la tomara pues yo me lío con las cámaras.

Pilar no era una mujer agraciada. Bajita y gordita se había quedado para vestir santos. No lo hacía porque no era excesivamente religiosa. Su novio, Paco, había tenido la mala idea de alistarse como voluntario en la División Azul. Era un joven idealista que había luchado en la Guerra Civil y, como buen falangista, aún tenía ganas de seguir luchando contra el comunismo. Seducido por la idea de matar comunistas y tomar Moscú, oferta que camiones con altoparlantes vociferaban por las calles de Valencia, se acercó al banderín de alistamiento y se enroló como voluntario sin decirle nada a su novia. Pilar fue a despedirlo a la estación de tren, la misma a la que dos años más tarde fue a recibirlo. Pero Paco ya no era él. El hombre que vio bajar en silla de ruedas era su novio, el que había perdido sus dos piernas congeladas durante el sitio de Leningrado. Pilar dio media vuelta y se fue a la carrera, llorando. De pronto la visión de estar casada con un mutilado de guerra que sobreviviera vendiendo terminales de lotería en una esquina, fue demasiado para ella. Bien sabía lo que le había costado esa relación, no había sido nada fácil echarse un novio más o menos decente y que no fuera tan feo, con la escasez de hombres que había después de la guerra, solo ella sabía los sacrificios que había hecho, pero cuando lo vio bajando del vagón, con la ayuda de dos compañeros que lo cargaban en peso, sintió que el mundo se le venía abajo y prefirió huir, aunque ello implicara quedarse soltera para toda la vida.

Por eso compartió con alegría el noviazgo de Amparín, su hermana menor que salió premiada con un chico guapo, listo y trabajador, aunque no tan formalito como hubiese deseado. En lugar de un artista, le hubiera gustado para su linda hermana un médico o un abogado, o incluso hasta un profesor. Pero qué remedio, ante la poca oferta de jóvenes varones, Eloy figuraba entre los mejores. Decidió entonces proteger esa relación a capa y espada, se convirtió en la guardiana de los tórtolos, en lugar de chaperona. Ella decidió que Eloy era el hombre adecuado para su hermana. Una vez se reunió con él y le advirtió que tuviera cuidado con esa tendencia suya a coquetear con chicas, sabiendo que a ellas les gustaba su musculatura y se acercaban para tocarle los bíceps que se marcaban debajo de la camiseta. Por eso fue cómplice su hermana cuando salió embarazada y no le dijo nada a su madre. A cambio precisó a la pareja, especialmente a él, para que se casaran lo más pronto posible. Si sus padres se enteraron de que Amparín estaba recién embarazada cuando se casaron, no lo dieron a entender. Su padre, Alberto, desde luego no se habría dado cuenta aunque hubiera visto la barriga, pues era muy despistado. Más que nada lo hacía por su madre, Felisa, quien era muy religiosa y no le habría gustado nada que su hija se casara en esas circunstancias. Además, ambos viejos adoraban a Eloy y estaban dispuestos a acoger en su casa a la joven pareja, cosa para nada desdeñable pues aún no tenían trabajo ni forma de mantenerse. El padre de Eloy había fallecido y la madre y su única hermana se habían ido a América, por lo que Eloy estaba solo en España y era un joven estudiante de Artes mientras que Amparín había logrado estudiar secretariado y taquimecanografía en el Instituto de Artes y Oficios.

Cuando nació el pequeño Mario, el 10 de agosto de 1957, una gran alegría inundó la casa entonces. Pero la felicidad no duraría mucho ya que la noche del 13 al 14 de octubre comenzó a llover de tal manera que pasó lo que algunos habían temido: el Turia se desbordó e inundó a la ciudad. Eloy, atlético y buen nadador, participó en jornadas de rescate. Sin embargo, en una de esas se resfrió. Lo que en otras circunstancias habría sido un simple catarro se complicó con una infección en los pulmones. No había penicilina y Franco se negó a declarar Valencia zona de desastre, a pesar de la solicitud de la Cruz Roja Internacional. Eloy se consumió en pocos meses y en noviembre de ese mismo año, falleció.

Mientras veían cómo lanzaban paletadas de tierra en su tumba, Pilar, sostenía a su hermana quien no paraba de llorar; en ese instante decidió que consagraría su vida a ayudarla a cuidar de ese niño hasta que fuera un hombre hecho y derecho. Por ello, cuando Amparo se volvió a casar, dos años después, y decidió irse a América con Emilio, su nuevo marido, Pilar accedió a cuidarlo mientras los nuevos esposos se asentaran en un país desconocido llamado Venezuela adonde habían decidido emigrar.

(en esta aparece Pilar sonriente detrás del mostrador de la pastelería. Tiene pañoleta en la cabeza y a su lado una compañera de trabajo. Las vitrinas acristaladas exhiben dulzuras como yemitas, figuritas de mazapán, que tanto gustaban a Mario y que ella le metía en los bolsillos, merengues, palitos de almendra, y más allá la nevera donde se guardan las tartas. Parecen felices).

Pilar trabajaba como dependienta en la Pastelería Moraima, Avenida del Antiguo Reino de Valencia, 6. A veces, Pilar lo llevaba al trabajo un ratito nada más. Valencia parecía una ciudad grande, aunque a un niño pequeño todo le parece grande. Para ir a la Moraima desde el Cabanyal había que tomar el tranvía. A Mario le encantaba montarse en el tranvía. Desde la ventana se veían plazas, parques, calles, gente caminando absorta en sus pensamientos. Se veían perros, gatos, pájaros. Era todo un espectáculo la vida desde el tranvía. Pero lo que más le gustaba a Mario era cuando el vehículo pasaba por la Plaza del Caudillo, entonces la ciudad se abría como una flor, adoptaba aires de gran señora y mostraba sus edificios a los paseantes como diciendo «mira que grande y bonita soy, mira mis torres, mis edificios, mis iglesias, mira mis cafés, mis tiendas», cuánto esplendor acumulado en los pliegues polvorientos de las piedras, en las fachadas y en los soportales, en las galerías y en los pasajes, en las glorietas y paseos, en las avenidas de una ciudad que hacía poco tiempo había conocido los horrores de una guerra de la que Mario no se había enterado pues las únicas guerras de las que tenía noticias, además de las que nombraba su enciclopedia, eran las de los indios y vaqueros que salían en los tebeos y eso sería luego, cuando aprendiera a leer. Por los momentos, Mario mira por la ventana y ve las cosas que mucho después recordará apenas vagamente cuando trate de describirlas, camina por las calles tomado de la mano de su tía, espanta palomas en las plazas, esas cosas.

Mario salía con su tía a recorrer la ciudad. A diferencia de su abuela, a Pilar le encantaba salir, cada vez que podía lo llevaba dondequiera que fuera: a una plaza, a un parque, al puerto del Grao, a la Calle de La Reina, al Mercado, al edificio del Ayuntamiento. Mario ya conocía muchos lugares cercanos a su casa y otros no tan cercanos, varias veces había travesado alguno de los puentes sobre el río Turia, que se llamaba así aunque ya era un cauce seco porque lo habían desviado para que no causara más desastres, según le explicó su tía.

En uno de esos paseos, llegaban hasta el puerto y caminaban por las dársenas, se adentraban en alguno de los muelles que se proyectaba hacia el mar. Mario disfrutaba viendo los barcos, trataba de reconocer sus características y sus banderas. Aquel es un carguero griego, esta es una patrullera de la Armada española, este es un tanquero de Panamá.

–¿Tía, esos barcos van a América?

–Sí, Mario, alguno de ellos sí que debe ir.

Ambos se quedaban mirando la inmensidad del mar. A Mario se le ocurrían muchas otras preguntas pero se las guardaba. Podían estar largo rato así, tomados de la mano, al borde de un muelle, solamente mirando el horizonte líquido. Desde luego que el planeta tierra le parecía plan, a Mario le costaba un poco entender que fuese redondo, como el globo terráqueo que había en el aula de clase, y no se cayeran. El mar le parecía misterioso, cuando lo veía desde el puerto. En la playa era otra cosa, en verano podía bañarse, jugar con las olas, buscar conchas o hacer castillos de arena. Pero visto así, de lejos, era imponente.

Ver el mar –la mar, como decía su tía– le motivaba interrogantes pero había uno en particular:

–¿Tía, cuándo volverá mi mamá?

Antes de responder, Pilar disimulaba unas lágrimas y finalmente le decía:

–No sé, Mario, a lo mejor vamos nosotros a América.

–¿A América?

Entonces Mario miraba aún con más intensidad a ver si lograba apreciar algo, la punta de una montaña, los flecos de una palmera, algún ave tropical pero nada, el mar sólo era un rielar de olas que se formaban allá a lo lejos, pequeñas crestas de espuma que duraban apenas un instante, barcos que se acercaban o se alejaban hasta desaparecer. El mar no tenía respuestas para todas las preguntas que Mario le formulaba.

–Alguna vez iremos a América –repitió Pilar, sin dejar de mirar la lejanía.

–¿Como Cristóbal Colón, tía?

–Sí, Mario. Como Cristóbal Colón.

Sinopsis

Amparín y Eloy son dos jóvenes en la Valencia de 1955. Él estudia bellas artes, se considera artista. Ella estudia secretariado. Ambos forman parte de una pandilla bulliciosa que se reúne en los cafés, en los parques, en la playa. Escuchan jazz, hablan del existencialismo, cantan, bailan, bromean, sueñan con ir a París. Tratan de que la vida sea una fiesta aunque la mayoría de ellos sabe que se terminarán yendo debido al opresivo ambiente que no les ofrece perspectivas. En medio de esa algarabía surge el amor entre Amparín y Eloy. Ella sale embarazada y él, debe moderar sus afanes bohemios y se casa con ella. En la casa de Amparín fallece primero su padre y luego su hermano, así que Eloy debe trabajar para mantener el nuevo hogar. Él hace carteles publicitarios y ella lo ayuda a colorearlos. Pero todo parece prometedor cuando hay amor. Nace Mario, una madrugada de verano del 57 pero la tragedia está servida. A raíz de la Riada de ese año, el desborde del río Turia, Eloy enferma y a los pocos meses muere. Amparo queda sola a los 20 años con un bebé. Al final se casa con Emilio, el mejor amigo de Eloy pero, asediada por los recuerdos y deseosa de huir de un ambiente en el que no ve la posibilidad de rehacer su vida, decide emigrar a Venezuela con su nuevo esposo.

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