CAPÍTULO I

Era una casa antigua con un patio extenso y largo. En el centro de dicho patio, se encontraba una alberca con acabado de ladrillo y una pequeña fuente, la cual cumplía doble función: por un lado, era ornamental y ambiental, y por el otro, lugar de reunión de las mujeres del hogar para lavado de la ropa.

Vivía en esa casona, una niña de cuatro años de edad, hija de la dueña de dicho inmueble. Se arrendó una habitación a una familia integrada por el padre, madre y tres hijos varones. La doña, sentía un amor casi maternal por la chiquilla, y en aquellos impulsos, decidió hacer para ella, un vestido. Tejió dicha prenda, con amor y una cadena sucesiva de diminutos botones de diversos colores y pequeñas estrellas.

Doña Magda, como se llamaba, colocó el vestido de algodón en el cuerpo de la pequeña. Esta niña, de ojos color miel, piel blanca y cabello achocolatado, era muy, pero muy inquieta.

La madre de la nena, doña Petronila, matrona en el lugar, agradeció con un gesto el presente.

La chiquilla cantaba en su corazón melodías de amor, y a la vez, recorría de forma cíclica, el patio de dicha casona, jugando con sus largos cachumbos y una sonrisa en los labios. En ese vaivén, el encaje azul y rosa adherido de estrellas, quedó prendido en una puntilla tachonada en la pared. La niña se asustó al ver su vestido roto y la cadena de estrellitas en el piso. La madre que la observaba, se abalanzó sobre ella, la tomó del cabello y le espetó tres garrotazos. Para ésta señora, huérfana desde los tres años, le era difícil entender, que la alegría, espontaneidad e inocencia, es propia de los niños.

Doña Magda, al escuchar el llanto, salió presurosa del cuarto y detuvo la ira de la matrona solicitando piedad. ¡Yo lo arreglo! le decía. Quitó del pequeño cuerpo dicha prenda y cambio las estrellitas por diminutos corazones.

Escondida a un costado de la alberca, la chiquilla, observó la escena asustada y con los ojos aguados. A través de la larga enredadera enzarzó su corazón y sus manos temblorosas. Su cuerpo agitaba por la emoción. ¡Su más preciado regalo yacía en el piso! ¡Diminutas y brillantes estrellas reflejaban su dolor!

La imaginación propia de los infantes, se miró dentro de su ser, cristalizada y mil veces dimensionada.

Un día, que la navidad permeaba en el firmamento, encontró cerca de su casa, una carita de muñeca hecha de caucho. Tenía ojos azules, piel blanca y unos labios carnosos. Aún conservaba varios mechones de un color violeta intenso.

En la parte de atrás de la vivienda, se levantaba unos barrancos, sobre los que jugaba, soñaba, vivía y moría a la vez.

¡La belleza de la sacra inocencia, que todo lo puede, que todo lo ve, le permitía divagar por mundos desconocidos!

Al cumplir cinco años, su madre salió de compras a un lugar lejos de la casona. Ella quedó sola.

Sentada sobre la cama, esperó como siempre, la bendición que abría sus ojos espirituales a la imaginación, y por ende, a la magia bella e imperceptible.

De repente, por la ventana del cuarto que da a la calle, se filtró un rayo de luz invadiendo de un azul intenso ese lugar. La luz que vibraba dentro de su alma, cubrió su rostro de felicidad y profunda fascinación.

Ese hilo de luz, dibujaba a su paso, un camino que se alzaba perpendicular a su propio nacimiento. La chiquilla se incorporó y subió por el sendero trazado, hasta desaparecer de la vivienda. Caminó y caminó siguiendo la señal que conducía a un bosque frondoso y desconocido.

El camino

Esa extraña fusión de miedo, soledad y alegría, pintó su carita de una sutil melancolía. ¡De sus cachumbos manaba rayitos de luz, que coloreaban el firmamento!

A la distancia escuchó una algarabía. Parecía provenir de mucho más adentro del bosque. No supo si seguir o retroceder.

En un santiamén, se vio rodeada de pequeños colibríes y ardillas del bosque. Estas criaturas, le hablaron en un lenguaje que solo ella podía dilucidar. El manto azul que cubría el firmamento se tornó cristalino y una suave brisa en forma de pañuelo abrigó su cuerpo.

Avanzó unos pasos y un racimo de piedras preciosas de diferentes tonalidades se miraban en el piso. Tomó una y quiso saborearla. En ese momento, un fuerte viento la haló con fuerza retrocediendo a gran velocidad, quedando nuevamente sentada sobre la cama.

Una llave se introdujo por la rendija de la puerta, y su madre la observó con extrañeza. ¿Por qué la risa? Preguntó. La pequeña Yatzhiri no contestó.

Un suspiro en el aire y la esfera luminosa se deshizo entre sus dedos.

CAPÍTULO II

El último viernes de cada mes, a eso de las siete de la noche, una vez la matrona alzaba la loza, el padre, al abrigo del calor que genera una estufa de carbón, contaba vivencias o historias de miedo, a quienes pernoctaban el lugar.

Una luz mortecina alumbraba la cocina. Había piedras grandes que servían de sillas, y a la vez, estampaban en el piso figuras dantescas. La nena y varios chiquillos hijos de los vecinos, se sentaban sobre ellas, con ansias infinitas de conocer la historia de la noche. Era para ellos una velada mágica y misteriosa, capaz de transformar el silencio apacible del momento, en una madeja sucesiva de nervios y alelíes.

Don Felix, esposo de la matrona, un campesino con once hijos, siete hombres, cuatro mujeres, fue un andariego desde su niñez. De la mano del abuelo, recorría planicies y llanuras de la cordillera central de los departamentos de Bogotá, Tolima y Boyacá, pernoctando en las casas de amigos donde lo cubriera las sombras. Eran tiempos de confianza y seguridad. La gente dormía sin tranca en las puertas, acogían al forastero y daban la mano al samaritano sin malicia alguna.

El ambiente exhalaba vida, confianza, amor y respeto mutuo.

En dicha travesía, recogía historias, que posteriormente, devoraría con ansiedad el intelecto, de aquellos que en suerte, se sentaban a la sombra de la estufa de carbón.

La matrona preparaba para esos eventos, chocolate artesanal. Tostaba los granos y en su punto, los pasaba por el molino; les agregaba azúcar y leche.

¡Hermosos y deliciosos momentos!

Los chiquillos abrigaban sus cuerpos con ruanas de lana capoteando el frío de la noche.

Y dijo el padre: Hoy les contaré la historia del pájaro silbador.

Dicen los abuelos, “ que en la niebla espesa que cubre los bosques y montes tenebrosos, mora el espíritu maligno del pájaro silbador. Ave de mal agüero, que reposa a la sombra de los muertos y lleva las almas de los malos al abismo del infierno. Este pájaro esta poseído por el espíritu del mal, le encanta el manto lunar y vive bajo la sombra de la obscuridad. Juzga a los difuntos y acecha a los vivos. Cuando se le ve volar por los llanos calurosos y las altas montañas, le acompañan búhos de mal presagio, buitres y cuervos mortuorios” Se cuenta que éste animal, siembra la discordia, el odio y la violencia.

El crepúsculo nocturnal caía y un viento tibio rozaba las mejillas. El aroma a chocolate y la imaginación armando rompecabezas, daba génesis a la ola de misterio y aroma inolvidable en el intelecto de los niños.

Desde la cocina se divisaba el cielo tachonado de luceros, cual rosa primaveral. Una noche, cuando de las entrañas del aire se escuchaba su crujir, voló en lo alto del firmamento, un ave. Era grande y de sus alas y boca salía fuego. Pasó como una ráfaga. El padre, que conocía los misterios de la naturaleza, invitó a la tranquilidad. Del manojo de niños y niñas quedo un racimo de miedo. La extensa manta que abrigó sus cuerpos, se hizo diminuta

El trayecto de la cocina a la alcoba carecía de luz, por ende, terminada la historia, se tomaban de la mano y a la carrera, pasaban por dicho lugar. Correspondía a la pequeña, un sitio privilegiado, pues se ubicaba al centro de la cuerda humana que se formaba en el camino.

SINOPSIS :

Cuenta las vivencias de una pequeña, cuya vida transcurrió en una casona antigua ubicada al sur de la Ciudad de Bogotá y el entorno que la rodea. Su etapa infantil y hasta la adolescencia, cubiertas de una magia mística y fascinante, se irán desmigajando en cada capitulo.

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