Por todo el reino recorrieron las siguientes palabras: “El Príncipe, durante el equinoccio de primavera en la plaza real, nos enseñará lo que somos ante los ojos de Dios. El Príncipe dirá algo”. La primera de estas frases es comprensible para cualquier lector, pues apelan a algo intemporal del ser humano: sus desesperadas ansias por conocer surgidas de la eterna inseguridad que le aflige. Sin embargo, la segunda y realmente, ninguna de las dos, son enteramente comprensibles si no le muestro el contexto, aunque sin duda, la tercera es la que queda enteramente a oscuras sin él. El Príncipe, hasta entonces, nunca dijo nada. Se mantenía totalmente alejado de sus súbditos, nunca dio un discurso, nunca justificó sus actos (¿por qué un heredero del poder divino habría de justificar una acción?), nunca hubo siquiera palabras que hablaran de él, el Príncipe nunca existió. En las plazas evitaban hablar de la realeza, nunca se llegó a discutir ninguna decisión que de palacio proviniera, pues no había sujeto para cualquier oración que en este sentido, ni en ninguno, se profiriera. Aquellos que vivían con el anterior y querido rey en palacio, los criados, consejeros y demás integrantes del castillo, no vieron luz más allá de la que se ve desde las ventanas de palacio y sus jardines. El pueblo Le temía. Temía enormemente al Príncipe, pues el desconocimiento es insondable y su ausencia le otorgaba una presencia absoluta, cada palabra estaba impregnado por su ser, nada se podía decir sin el Príncipe aunque este nunca pudiese ser nombrado. Éstas eran las primeras palabras que le señalaban, que parecían hacerle participar de este mundo, pues, de repente, apareció como Dios entre los hombres (soy consciente de la herejía que conllevan estas palabras, pero no hay otras para describirlo, tan solo espero que Él me perdone).

Se desconoce cuánto tiempo llevamos en esta situación. Ni siquiera los más ancianos del reino son capaces de recordar épocas más allá de esta oscuridad que sutilmente nos recubre. Sin embargo, todos recordamos a El Magnánimo. Quizás como un recuerdo que no quiere morir, quizás como una esperanza ya pasada, quizás como meras palabras repetidas tantas veces que ya todos consideramos propias. El recuerdo, o el regusto con el que vienen acompañadas las voces que de él hablan, clama a tiempos de gloria, de bonanza, en los que no cabían temores y donde brillaba la esperanza. Cuán cruel es que la esperanza brille tan sólo allí donde menos se necesita, allí donde más luz refulge el calor se mantiene en los corazones, mientras que, ahora, bajo la sombra del Tirano no quedan más que las cenizas de aquel fuego extinto, si es que alguna vez lo hubo. Pues quizás aquel fuego nunca ardió y por siempre hemos vivido sumidos en tales tinieblas, quizás todo esto no es más que una obra de teatro y el Príncipe es mal público y director de este guión incoherente.

Los súbditos se activaron. De repente, como si fuera un muñeco de cuerda que el Príncipe llevase milenios girando, el pueblo comenzó a moverse. Se apreciaba una chispa de esperanza en los ojos de campesinos y taberneros, de ricos y pobres, de hombres y mujeres, de padres e hijos. Todos ellos depositaban su futuro y grandes ilusiones en aquel equinoccio de primavera y aquella plaza, que todos imaginaban soleada y radiante como en sus mejores días en tiempos de El Magnánimo. A medida que se acercaba la fecha señalada, las miradas, los ademanes, las palabras se descubrían cada vez más nerviosas e impacientes, el mundo parecía agua puesta al fuego, que poco a poco iba acercándose al estado de ebullición. Todos o la mayoría de ellos, ya habían comenzado la travesía hacia la capital del reino. Millones de ojos brillantes anegaban los caminos, carretas tiradas por viejas y famélicas mulas, cargadas con familias y alimentos y sonrisas desgastadas por el esfuerzo y por las nubes de polvo que parecían engullirlo todo con su pálido manto. El astro rey abrasaba las nucas de los campesinos, mientras que los nobles descansaban a la sombra en sus suaves asientos forrados de piel. Sin embargo, aunque en ambos casos la voluntad era igualmente inquebrantable, ya sabemos cuál de las dos fue puesta más a prueba durante el tortuoso camino.

La abarrotada capital, no fue capaz de dar cobijo a tal marabunta de gente y la grandísima mayoría de las personas de todos los lugares del reino que allí se desplazaron, durmieron a la intemperie, tanto en las alberosas calles cobijadas por enormes edificios de vieja mampostería blancoamarillenta, como a las afueras entre los campos y los hogares de los campesinos. Los hostales subieron los precios hasta niveles desorbitados y a estos tan solo pudieron acceder los más pudientes, los nobles, la clase alta. Aquellos días una cama infecta y una habitación plagada de ratas era un lujo. Pero lo cierto es que esto no desanimó a nadie, más bien provocó el efecto contrario, pues se agrupaban en las calles grandes cantidades de gente que propiciaban una fiesta continua, todos celebrando al fin su liberación del yugo del desconocimiento, como si ya hubieran sido liberados de él y la alegría ya fuese suya por siempre. Nada más lejos de la realidad.

El bullicio de la ciudad contrastaba con el silencio y el vacío que aún perduraba en un lugar, un único lugar de aquella ciudad milenaria mantenía su pulcritud, pureza y castidad, pues la excitación de los pueblerinos no se atrevió a perturbarlo. La plaza real, donde el Príncipe había convocado al pueblo. Aunque parece increíble este suceso, ya que en situaciones normales estarían todos acampados en tal lugar para poder ser los primeros en ver al Príncipe, poder tocarle y abrazarle con la mirada, susurrando ‘gracias’ y por fin sentirse libres para siempre, sin embargo, el pueblo, a pesar de las celebraciones, sabían que no había terminado la época de terror; éste aún acechaba como una realidad sobre sus cabezas con la forma de un futuro incierto, y aún más en días como aquellos de profunda oscuridad. Aún existía aquel halo sobre el Príncipe, un halo del cual tan solo podía él desembarazarse. La plaza le simbolizaba, su vacío mostraba el temor y el respeto hacia su ausencia aún presente en sus corazones. Todos celebraban, tratando de esconder, tras rostros de alegría obcecada y exagerada, verdadero terror hacia aquello que pudiese ocurrir el día marcado, hacia cualquier atisbo de pesimismo con respecto al futuro, hacia la infinitud de posibilidades y la figura aún oscura, difusa y lejana del príncipe.

Sinopsis: Esta novela, situada en un mundo medieval ficcional en el que se viven tiempos convulsos, nos hará viajar a través de la vida de varios protagonistas que tendrán que superar los obstáculos, tanto emocionales como físicos, que se interpondrán en su camino si quieren, no sólo sobrevivir, sino, sobretodo, encontrar la verdad.

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