Sinopsis: Año 3500.
Todos los bebés nacidos a partir de los años 3000 deben ser modificados genéticamente para ser perfectos. Aquellos padres que deciden tener un hijo por su cuenta y no mandarlo hacer a un laboratorio deben enviarlos, cuando llegan a la mayoría de edad, a las pruebas en la ciudad correspondiente en cada uno de los condados que forman el mundo. Allí demostrarán su valía, o morirán en el intento.
¿Sería viable una población perfecta, donde todos son guapos, adinerados? ¿Sin enfermedades ni condados en pobreza?
Elora Wayland cree que no, y se alegra de que sus padres no cometieran esa estupidez con ella. Bien orgullosa de su enfermedad respiratoria, acude allí. Pero nada es lo que parece. ¿Logrará salir de Alicalia con vida?
UNO.
Elora.
Me desperté con lentitud. Era el último día. Y sabía que no me depararía nada bueno la vida en cuanto la jornada escolar acabara. Me incorporé en la cama como si de un muerto viviente me tratase. No quería acabar el instituto. No quería tener que pasar la prueba. No quería entrar en ese maldito lugar. Pero lo que yo quisiera no valía. Era una no-modificada, y lo iba a ser siempre. Aunque, a decir verdad, prefería serlo a acabar como un modificado.
—Señorita 4560, es hora de levantarse. Señorita 4560, es hora de levantarse. —Dijo la voz monótona de la casa.
Suspiré con cansancio y me levanté de la cama. Caminé hasta el sencillo tocador que estaba en el extremo opuesto a ésta. Apoyé las manos en la madera pulida que formaba la mesa y levanté la vista hacia el espejo, observándome. Mi pelo moreno caía lacio sobre mi cara. Mis ojos azul verdoso, perdidos en el espejo. Dieciocho años. Ese día se acababa todo. El último cumpleaños que pasaría en el lugar que me vio nacer, a diferencia de muchos de por aquí.
Me separé del tocador con un impulso, quedando de pie frente al mueble. Hice una mueca al observar mi cuerpo. No tendría ninguna oportunidad en las pruebas, por mucho que me empeñara. Era un saco de huesos. Había gente que proclamaba a los cuatro vientos que tenía una enfermedad arcaica que ya había desaparecido. Me repugnaba mi aspecto esquelético. Miré hacia la mesa de nuevo, clavando la mirada en el único objeto que estaba a la vista. Un joyero electrónico. Lo abrí, con cuidado, poniendo el dedo índice sobre la superficie metálica superior. Con un ligero crujido, la delicada tapa se levantó. Dentro se encontraba el pequeño collar que debía llevar siempre colgado del cuello. Lo cogí con cuidado y me lo coloqué colgando sobre el pecho. Cogiéndolo con el dedo índice y pulgar, lo observé con detenimiento. Ese collar lo llevaba desde que tenía memoria, y ese día tenía que deshacerme de él, como todo lo que me rodeaba. Era una pequeña placa de plata donde ponía mi número de identificación que me delataba como no-modificada, pero al darle la vuelta, había un nombre serigrafiado. Un nombre que casi nadie pronunciaba. El nombre que me pusieron al nacer y que sólo pronunciaban aquellas personas que se atrevían a preguntar por él.
Sacudí la cabeza. Pensar en eso ya no tenía sentido. Por mucho que quisiera escaparme y correr bosque a través, no podría. Ellos acabarían encontrándome. Me dejé caer en la cama, pensativa, deslizando el dedo pulgar por la placa de plata, notando el relieve de las letras detrás impresas.
—Elora, ¿qué haces ahí absorta? Vas a llegar tarde.
Desvié la vista hacia ella. Mi hermana mayor, Aisha, me observaba desde el marco de la puerta, dónde estaba apoyada, con la mano apoyada en el pomo. Era parecida a mí en algunos aspectos, pero ella ya no era como antes. Había cambiado demasiado. Ella fue también a las pruebas cuando cumplió la misma edad que yo cumplía ese día. Seguía teniendo el mismo aspecto, ahora un poco más adulto, pero… No era ella. No se parecía en nada a Aisha. A diferencia de mí, tenía el pelo castaño y ondulado, ojos color miel y pómulos marcados. Tenía musculatura, una estatura media y hacía que todo el sector masculino de la ciudad, fuera cual fuera la edad de éstos, se girara a mirarla. Ahora, lo único en lo que nos parecíamos, era en la forma de la cara, en los labios y el tono de la piel. Nada más.
—Me visto y bajo. —Le dediqué una sonrisa torcida.
—Elora… —Musitó— No tienes nada de qué preocuparte, ¿vale? Saldrás de allí.
—Lo sé. —Susurré, aunque no lo creía posible.
Ella asintió, sin convencimiento, y se fue de la habitación, cerrando con cuidado la puerta detrás de sí. Me vestí a toda prisa con el uniforme que nos obligaban a llevar. Unos pantalones negros ajustados, que parecían una doble piel, y una camiseta, también ajustada, de color azul. Para complementar, unas botas ligeras que llegaban hasta media pantorrilla del mismo color que la camiseta y una chaqueta de un color cercano al beige. Luego, para distinguir a los modificados de nosotros, debíamos llevar, éstos últimos, un brazalete en cualquiera de las muñecas. La mía, era de un color verde pálido. Los demás, en cambio, sólo debían llevar algo de plata con un chip identificador. Una de tantas normas discriminatorias que tanto me molestaban.
—Señorita 4560, es hora de irse. —Me recordó la voz robótica y monótona.
Sin ganas, abandoné la habitación con nostalgia. No volvería a pisarla. Incluso, exagerando mucho, iba a echar de menos la voz monótona de la casa. Iba a echarlo todo de menos… Todo lo relacionado con mi familia. Llegué a paso quedo a la planta principal, donde Aisha estaba sentada. Al verme, lista para irme, me abrazó con fuerza. Si no fuera porque ahora era considerada una modificada, la habría visto llorar. Pero no puede permitírselo. Yo, en cambio, lloré como una niña de tres años, cuando la dejan por primera vez en un centro educativo.
—Nunca olvides que te quiero. Y por el amor de los Tresmil… Vuelve. —Dijo mi hermana, con la voz distorsionada. Una voz más cercana a un ser de otro planeta, que del nuestro.
—Lo haré, Aisha. —Sollocé, con la cara anegada en lágrimas—. Lo haré.
Se apartó de mí abruptamente. Me quedé allí, de pie, mirándola con nostalgia. Cogí aire hasta que no pude abarcar más oxígeno y lo solté de golpe. Dejé de llorar bajo la perdida mirada de mi hermana, que ahora parecía más bien una extraña. Saqué del bolsillo de la chaqueta el pequeño inhalador electrónico que me ayudaba a vivir. Sentía una opresión aplastante en el pecho, y me faltaba el aire. Me lo acerqué a la boca, apoyando los labios en la pequeña boquilla que sobresalía del aparato. De un soplo, me proporcionó la cantidad de medicamento exacta. Volví a respirar con normalidad paulatinamente. Otra de las cosas que nos diferenciaban de los modificados, era que ellos no padecían enfermedad alguna, y nosotros… Parecíamos, como mínimo, una. La mía, era el asma crónico.
Avancé de espaldas hasta la puerta, que se abrió sola al detectarme. Lo miré todo antes de salir, para no volverla a atravesar hasta no ser una perfecta.
Me deslicé por las calles de la ciudad donde nadie me prestaba atención. Todo a mi alrededor eran adultos modificados. Apreté el paso, clavándome las uñas en la palma de mis manos a causa de la rabia que tenía acumulada en el cuerpo. Pasé junto a un bar dónde me observaban señalándome. No le veía problema alguno a ser como yo. ¿Que padecías enfermedades, y algunas de ellas mortales? Bien, los arcaicos anteriores a los Tresmil las padecían siempre, y provocaban muertes. Pero ahora… Curarlas era demasiado fácil como para preocuparse por ello.
Giré una esquina tan deprisa y con tal despiste, que no vi al chico con el que me choqué, por desgracia. Por el impacto, caí de espaldas. Aterricé en el duro pavimento con un golpe sordo. Un pequeño quejido salió de lo más hondo de mi garganta.
—Maldita hija bastarda… —Gruñó. Levanté la vista con tanta mala suerte de encontrarme de frente con Scott Hoperson. Chasqueé la lengua.
Era un chico que iba al instituto de al lado. Todo él era perfecto. Pero no por ello era alguien por quien suspirar. Por desgracia, su carácter hacía perder todo interés posible en él. Moreno, de piel semioscura, alto, de constitución fuerte.
—Buenos días a ti también, Scott. —Mascullé mientras me levantaba, apoyándome en la pared más cercana.
—No me nombres, 4560. —Dijo él, amenazante—. Escoria como tú no tiene derecho a pronunciar una sola letra de mi nombre, ni mío ni de cualquier modificado.
—No tengo culpa de que no seas identificado de ninguna forma más. —Dije tajante.
—No deberías ni estar hablándome, hija bastarda.
—Oh, perdone usted, mi excelencia. —me mofé, fingiendo una reverencia.
Scott se acercó a mí en demasía, obligándome a retroceder. Cogí aire, sorprendida. Choqué contra la pared que tenía a mi espalda, quedándome unos segundos sin respiración. Sus ojos, de un color castaño claro, me intimidaban de una forma sobrehumana.
—Feliz cumpleaños, hija bastarda. —Musitó, sorprendiéndome.
—¿Có-Cómo…? —tartamudeé.
—Fácil. —Sonrió, descaradamente, encogiéndose de hombros.
Levantó una de sus manos, la derecha, y me encogí. Sabía de sobra que no podía pegarme, mi collar no le permitiría hacerlo. Pero aún así, no me fiaba ni un pelo de él. Sin embargo, contra todo pronóstico, me acarició la mejilla con el dorso de su dedo índice. Abrí los ojos y pestañeé varias veces antes de clavar mi mirada en sus ojos.
—¿Cuál es tu nombre?
—4560… —Susurré, por miedo a hablar demasiado alto y que se desmoronara todo.
—Tu número de no-modificada ya me lo sé. —Dijo, con obviedad.
—E-elora. Elora Wayland.
Scott asintió. Lo miré con el ceño ligeramente fruncido. Él siempre decía que los no-modificados no podían acercarse a él, que no podían hablarle, como me había dicho minutos antes. Por lo que no entendía nada. Y cuando me pidió el nombre, acabó de confundirme del todo. ¿Qué le estaba ocurriendo?
Oí unos pasos acercarse, pero Scott no hizo intención de moverse de su sitio. Miré de reojo hacia la boca del callejón en el que estábamos. Él, sin embargo, con la mano aún sobre mi cara, me hizo mirar hacia él de nuevo.
—Scott… —Susurré—. ¿Q-qué haces?
—Calla… —Murmuró él, bajando la mano desde mi pómulo hacia mi cadera.
Empecé a revolverme, incómoda, pero él apoyó el antebrazo izquierdo en la pared en la que estaba apoyada, arrinconándome. Tragué saliva con dureza. Scott sonrió, haciendo que su aliento me golpease en la cara. Olía a menta y chocolate. Me apreté más contra la pared. No me gustaba ni un pelo lo que estaba haciendo. Los pasos se detuvieron en algún lugar cercano, pero no podía mirar hacia allí. Scott estaba demasiado cerca como para poder mover ni un solo pequeño músculo de mi cuerpo.
—Siempre he pensado cómo sería hacerlo con una no-modificada. —Sonrió con petulancia, y a mí me entraron arcadas.
—Lástima que tengas que buscarte a otra de por ahí, Hoperson. Elora no va a hacer tal cosa. —Dijo una voz masculina que conocía bien.
Scott se separó de mí con un pequeño empujón, quedando cara a cara con chico que había hablado.
—Hola, Elora. —Sonrió.
—Hola, Neil. —Suspiré, aliviada.
Alec.
—¡Jensen! —Gritó alguien, detrás de mí.
Me detuve, pero no me giré. Un jadeo y unos pasos acelerados se acercaron a mí hasta detenerse a mi espalda. Aún así, permanecí quieto. Cuando noté que se recomponía, chasqueé la lengua y seguí caminando. Soltó una maldición entre dientes.
—Maldito seas, ¡Jensen! ¿Quieres parar?
—No quiero. Vamos a llegar tarde, Ivonne.
Ella maldijo de nuevo y se colocó a mi lado.
—Eres demasiado arrogante, 4561.
—O tú demasiado blanda, 4566. —Repliqué—. Como si no tuviera ya suficiente con tener que ir hoy a las pruebas… Que encima tengo que ir contigo.
—¡Oye, oye! —Se quejó—. Que yo tampoco quiero ir…
La miré de reojo, cortante.
—Vale, vale, sí quiero… Pero, no entiendo por qué tú no. ¡Ser un modificado es lo mejor, no me jodas!
—Brooks, a veces creo que eres demasiado masculina.
—No me has respondido.
—Nunca jodería contigo. —Repuse, encogiéndome de hombros.
—¡Idiota! —Exclamó, roja como un tomate, golpeándome en un brazo.
Reí. Hacer enfadar a Ivonne Brooks era mi pasatiempo favorito. Siempre se la veía muy entera, sin un ápice de emoción. Fría. Calculadora. Pero yo era el único que la hacía salir de esa zona, y era de lo más gracioso. La miré de soslayo. Era una chica alta y atractiva, para qué negarlo. Pero no suscitaba en mí ningún interés. Se tintaba el pelo de una forma bastante extraña. Era como una degradación pelirroja. Las raíces, de un color intenso que se iba extinguiendo lentamente hasta las puntas. Los labios solía pintárselos de un rojo intenso, también. Tenía una enfermedad, como todos nosotros. La suya era astigmatismo a gran escala. Usaba unas gafas que ocupaban la mayor parte de su cara, aunque eso no solucionaba el problema. El ojo izquierdo sufría una ligera desviación hacia el lado opuesto a la nariz. Solía vestir siempre a la última moda, aunque eso, en el centro estudiantil al que asistíamos, no le servía de mucho. Todos íbamos igual vestidos. Pantalones negros ajustados, camiseta verde oscura, también ajustada; unas botas hasta media pantorrilla del mismo color de la camiseta y una chaqueta de un color pistacho apagado. Un horror, vaya.
—Lo que es cierto, es cierto, Brooks… —La piqué, sonriendo.
—Vas a morir virgen, Alec Jensen. Tenlo por seguro.
—Lo que tu digas.
Me coloqué correctamente el brazalete de plata que todo ciudadano debía llevar. O al menos, algo de ese material. Era el documento de identificación. Sin él, no podías salir de casa. Y no por una posible sanción. Si no porque sin él, la casa inteligente en la que vivías no te dejaba salir de allí. Miré, a su vez, la pulsera azul que se ceñía alrededor de mi otra muñeca. La pulsera de no-modificado que no podía quitarme por mucho que quisiera. Cogí aire y me interné junto a mi mejor amiga en el centro estudiantil que ese día acabábamos.
Los pasillos, a rebosar de personas vestidas de verde, era un bullicio de voces de diferentes tonos. A lo lejos, una voz grave perteneciente a un modificado de mi curso, iba insultando a cualquiera que tuviera la mala suerte de cruzarse en su camino con una pulsera de un color cualquiera en la muñeca derecha. Sacudí la cabeza. No entendía ese afán por dejarnos por inferiores. La diferencia entre ambos grupos era abismal, pero, aún así… Nosotros no teníamos culpa alguna de haber nacido de forma natural, como lo hacían los arcaicos en su tiempo, antes de los Tresmil. Los modificados, en cambio, eran elegidos a la carta por sus padres y fabricados en un maldito laboratorio asépticamente. Y, no por ello, los no-modificados éramos inferiores. Pero así era la sociedad. Unos prevalecen, por la razón que sea, por encima de otros. Los chicos y chicas como yo, debíamos ir a las pruebas para demostrar que éramos dignos de estar en esta sociedad, que podíamos ser modificados perfectos, sin ninguna enfermedad ni defecto. Pero ellos, en cambio… Realmente no sabía que hacían al cumplir los dieciocho. Vivir la vida, supuse. Suspiré.
—Jensen, mueve el culo. No te quedes ahí parado o vendrá a por ti. —Dijo Ivonne, sacándome de mis cavilaciones.
—A sus órdenes, mi señora. —Me mofé.
Ella giró los ojos, poniéndolos unos segundos en blanco. Un escalofrío me recorrió la espalda de arriba abajo. Doblamos una esquina hasta la oficina principal. En un libro de historia, y en uno de los museos arcaicos a los que fui unos meses atrás, decía que antes todo estaba controlado por humanos. Ellos eran quienes hacían los trabajos que ahora mayoritariamente hacían las máquinas. Mil veces me había preguntado cómo sería vivir en aquella época. Donde no había tal distinción de gente. Donde todo el mundo nacía fruto del acto de dos personas, y no conjurado en un laboratorio de forma fría y artificial.
«Es por el bien de la sociedad actual» decían siempre. Y un cuerno.
Más bien, bajo mi punto de vista, era una forma de controlar a la gente. Controlaban cuanta gente nacía, en qué condiciones y con qué rasgos. Si nacían más de la cuenta, mataban a los sobrantes. Y, siempre, las víctimas éramos nosotros. Miles de niños en todo el mundo, muriendo a manos de los gobernadores por haber nacido de forma biológicamente natural.
Allí, en la oficina principal, pasé la pulsera que se ceñía a mi muñeca como una segunda piel por un sensor. Una voz mecánica y monótona dijo mi nombre, seguidamente, me dio las pautas a seguir durante el resto del día.
—Alec Jensen. Número 4561. Ninguna clase por hoy. Último día en la ciudad de Castalia. Acuda de inmediato al patio trasero del centro.
«No tengo que asistir a ninguna clase.» Pensé, sorprendido.
Avancé unos pasos a la derecha para dejar que Ivonne pasase su broche de plata por delante del sensor. La voz monótona volvió a resurgir de la máquina.
—Ivonne Brooks. Número 4566. Acuda de inmediato al aula 796. Después, acuda al patio trasero. Último día en la ciudad de Castalia.
En cuanto la voz se apagó, pestañeé incrédulo. ¿Por qué ella no debía acudir de inmediato al patio trasero conmigo? ¿Por qué ella debía asistir a su última clase hoy? Debía ser fuerte y afrontar mi destino, e iba listo. Pero saber que Ivonne no acudiría conmigo me hacía sentir desprotegido. No quería separarme de ella. Sólo quería que todo esto acabara y poder estar tranquilo, aunque fuera como modificado.
Confuso y perdido como un niño, me encaminé al patio trasero. Ya no había vuelta atrás. O vivía o moría. Pero, hiciese lo que hiciese, lo haría solo.
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