Viernes 4:30 a.m. Buenos Aires, Argentina.
Un teléfono vibra sobre una mesa de noche. Lo hace incesantemente. Iluminando con sus latidos la oscuridad de la habitación.
– Hola Carlos. Soy Orlando, discúlpame por llamar a esta hora pero tenía que avisarte. Lo que esperábamos hace un tiempo finalmente ha sucedido. Me acabo de enterar por su hija.
-Tranquilo viejo. No hay problema, estaba despierto. Cuéntame.
Inquieta por esa voz susurrante, la hermosa morena de interminables piernas balbucea palabras sin sentido junto a Carlos.
Y él, mientras escucha lo que le dicen, la contempla recién con detalle. Observando las líneas de aquellos músculos tonificados donde las marcas de un bikini delgadísimo luchan por no desaparecer.
No pudo evitar sonreír. Recordando que, tan solo unas horas antes, la acababa de conocer en uno de los tantos pubs del bohemio barrio de La Recoleta.
Con un look de ejecutivo yuppie y futbolista metrosexual que no reflejaban su realidad financiera, le habían costado dos tragos y una sonrisa el lograr que aquella mujer se fuera con él al mísero departamento de soltero que alquilaba cerca de allí. Su coto de caza.
Carlos terminó de sentarse. Tomándose la frente mientras cerraba los ojos y el largo cabello castaño le caía por delante de la cara.
-Viejo, muchas gracias por llamar, hablamos luego. ¿Llamas tú a Pedro? Ah ok. No, no te preocupes, lo llamo yo. Un beso viejo, bye.
Despierta más por la costumbre de querer huir a casa a esas horas de la mañana, que por la inesperada conversación de Carlos, la mujer giró en su sitio dejando ver unos senos perfectos. Lo hizo sin el menor pudor. Con la frescura de esas hembras bravas que a su edad -unos 42 años bien puestos- saben perfectamente lo que quieren y lo que no. Lo miró por unos segundos para luego, estirar la mano sobre su borde de la cama y alcanzar la enorme cartera de cuero marrón que yacía abierta en el piso. A tientas, sacó de ella un paquete de cigarros.
Encendió el último que quedaba, recargando la atmósfera de olor humano con una densa nube de humo azul. Habían hecho el amor con las cortinas abiertas, y la pobre luz de la calle la contrastaba en negativo como si fuese una serigrafía.
Una larga pitada le iluminó el rostro, y con ello, el rojo incandescente de la punta del cigarro se reflejó en sus pupilas, dándole el toque diabólico que faltaba para terminar de convertirla en el perfecto ángel nocturno que era los fines de semana. Sin saber exactamente porque, le preguntó:
-¿Todo bien?-
Carlos la miró con una sonrisa breve, haciéndole sentir una extraña combinación de tristeza y alegría y después, volteó la cara hacia el techo donde permaneció extraviado por unos segundos. Finalmente, regresó hacia ella, desconcertándola.
-¿Sabes qué? La verdad, no lo sé. -le respondió-, meneando la cabeza suavemente.
Luego se levantó de la cama y caminó por el cuarto en penumbras, avanzando despacio hasta ubicarse a un lado de la ventana. Desde allí, miró a la calle como buscando algo o a alguien y sin dejar de hacerlo le dijo:
-¿Tienes tiempo de escuchar una historia? Te invito un café.-
Ella volvió a pitar el cigarrillo, sin embargo, éste no seguiría más entre sus dedos pues lo terminaría de apagar en el saturado cementerio de colillas que era el único cenicero de la habitación. Entonces, vio la ropa enredada, perdida por todas partes como tripas en un campo de batalla y sintió que ese hombre, alguien a quien no conocía y al que tal vez no volvería a ver nunca más en su vida, necesitaba expulsar algo del corazón. Y siendo el corazón su territorio le dijo que sí.
En una fracción de segundo canceló mentalmente la sesión de cardio combat de las 11:00 a.m. y, también, el divertido almuerzo que tendría lugar en la terraza del exclusivo club del que ella y su adinerada familia eran socios. Pensó que, para variar, esa humilde propuesta sonaba más interesante que pasar el resto del día junto a sus «amigas», con quienes, entre risas y copas de champagne, acabarían sin piedad a los desastrosos amantes de la noche anterior. Una lista negra en la que Carlos, no estaba.
Y mientras ella se volvía a poner la ropa, él manipuló su celular para buscar en el directorio de contactos.
“Pedro Chileno” era todo lo que decía junto al número de varios dígitos. Apretó el botón y en la pantalla de cristal líquido apareció la cara de un tipo rudo, como de unos sesenta años que llevaba una barba canosa tipo candado debajo de un par de lentes oscuros bastante grandes. Era extremadamente blanco. Cubierto de pecas como la piel de un plátano que lleva tres días sin ser comido. Con la mano izquierda, le hacía a la cámara el clásico símbolo de “heavy metal” dejando ver un tatuaje tribal sobre el enorme bíceps de su brazo. Tenía puestos una pañoleta roja alrededor del cuello y una camiseta sin mangas en la que se conmemoraba la fecha de uno de los tantos conciertos de ACDC a los que había asistido.
“Chileno pendejo” susurró mientras se le dibujaba una sonrisa. Recuerdo esta foto, yo mismo te la tomé. Espero que estés en Santiago en algún lugar tranquilo y no perdido en alguna otra parte escuchando tu música revienta bolas, seguramente borracho y entre dos putas o buscando pelea.
-¿Hola? Contestó una voz muy ronca, inquilina de una garganta curtida por ríos de alcohol.
-¿Quién mierda llama a esta hora?
-Pedro soy yo. Carlos, el argentino. Me acaba de llamar Orlando desde Brazil para contarme lo que no queríamos que pasara. Una pena. Pero ya ocurrió. ¿Y qué crees? me dijo que fue nada más y nada menos que en la puta Habana. Mira donde carajos vino a ocurrir, pero una promesa es una promesa, así que de acuerdo nuestro compromiso cumplo con informarte todo esto para que hagas tu parte antes de volvernos a ver.
Unos segundos de silencio ocuparon la conversación.
– Gracias por la llamada Carlos. Nos vemos en Lima. Un fuerte abrazo.
– Suena interesante. Dijo ella-, desde una silla en la habitación. Contemplándolo en su desnudez para luego, otra ves encendida, levantarse y caminar hacia él. Tomándolo de la mano para llevarlo lentamente a la cama.
-Pero aún es demasiado temprano. Le dijo-, sonriendo con malicia mientras lo empujaba sobre ella. He hicieron el amor nuevamente.
Alrededor de las 6:00 a.m. bajaron a la recepción del edificio donde encontraron al portero durmiendo a pierna suelta, llevaba la gorra del uniforme sobre la cara, intentando barajar la boca abierta desde la que un hilo reseco de baba le bajaba hasta la camisa. Lo asustaron adrede, alterándolo con el tintineo de la campanilla sobre el mostrador, misma que Carlos, tocó incesantemente antes de que escaparan riendo a carcajadas.
En la calle, el frío intenso les golpeó la cara. Haciendo que se juntaran inconscientemente, buscando sentir el calor que hasta hacía poco, habían tenido el uno del otro. Se miraron y, sin decir nada, cruzaron sus brazos como si fuera el eslabón en una cadena. Caminaron unidos. Con la armonía de esas parejas que llevan juntos toda una vida. Como si danzaran.
–By the way dijo ella. Mirándolo con una sonrisa pícara, pero sincera. Mi verdadero nombre es Gloria. Y apoyó la cabeza sobre su hombro mientras avanzaban esquivando a los sobrevivientes de aquel jueves difunto. El sonrió.
-Gloria. Le dijo-. Antes de tomar ese café te pido que me acompañes al cementerio pues tengo algo importante que hacer allí. No te asustes y ven conmigo por favor.
Más intrigada que antes Gloria solo atinó a asentir con la cabeza.
Uno poco más tarde, estaban frente a la entrada del hermoso cementerio de Buenos Aires en La Recoleta, el mismo donde, también, los restos de la famosa Eva Perón o Evita eran venerados con la devoción que algunos sólo tendrían por una Santa.
Parados delante de ella, Carlos miró la antigua puerta de columnas blancas sobre las que se leían las letras de una frase enorme “REQUIESCANT IN PACE” y entonces, levantó el dedo índice de su mano derecha para darse unos toquecitos suaves en la nariz, como si con ellos, estuviese golpeando la apolillada puerta de su memoria, esperando inquieto que pronto, salga por detrás el escurridizo recuerdo que había venido a buscar.
Súbitamente se irguió. Tomando a Gloria por la muñeca para luego, llevarla casi a rastras sobre la pared izquierda del parque hasta llegar a la esquina donde luego de girar por su perímetro avanzaron hasta alcanzar un árbol enorme, tristemente atiborrado de basura sobre los tentáculos que eran sus gruesas raíces.
-Por aquí tienes que estar, dijo-. Han pasado cuatro años pero sé que por aquí tienes que estar.
-¿Qué buscas? Dijo ella. ¿Puedo ayudarte?-
– No lo creo. Le respondió. No por ahora.-
Carlos, repitió delante de Gloria una misma operación. Lo hizo como unas siete veces. Esta, consistía en tomar dos ramas y colocarlas al lado de la raíz de aquel árbol emulando a un reloj de manecillas detenido diez minutos antes de las doce. Desde allí, debía seguir la rama que hacía las veces del minutero, avanzando en línea recta tres pasos para llegar, cada vez, a diferentes puntos cercanos al muro. Luego se pararía muy derecho, mirándolo fijamente, buscando sobre el una línea a la altura de sus ojos. Cuando creía haber encontrado la correcta, se acercaba hasta ella para pegarle el rostro e inmediatamente, contar veinte palmas hacia la derecha desde la punta de su nariz. Buscaba una grieta y dentro de ella un papel. Pero no lo conseguía.
Rendido y frustrado, Carlos se sentó sobre el borde de la vereda y le dijo a Gloria que podría irse si quería, pero ella, más allá de rechazar la oferta, le dijo que por nada del mundo se perdería estar allí para cuando el esquivo papel apareciera.
-¿Qué dice? Le preguntó-. Sentándose a su lado.
-No lo sé. Le respondió-. Lo que está escrito allí no lo puse yo sino otra persona a quien conocí hace unos años, alguien a quien llegue a estimar como si fuera un hermano… pues así lo recuerdo hasta el día de hoy. Debo encontrar ese papel para cumplir la promesa que le hice pero, ha pasado tanto tiempo, que no puedo ubicar bien donde está. Estábamos demasiado borrachos.
Entonces Gloria le pasó la mano por la larga cabellera y dándole una sorpresiva palmada en la nuca se levantó de golpe. Entre risas, repitió la misma operación que se sabía de memoria. Terminando el ejercicio como un metro más a la izquierda que Carlos en su último intento.
-Ven aquí. Le dijo-. Y él lo hizo con cierto desgano.
La luz del nuevo día inundaba Buenos Aires.
Parado una vez más delante de aquel muro ella lo empujó hasta el.
-Vamos, cuenta.
Por unos segundos que parecieron eternos el recuerdo de aquella noche alocada comenzó a montarse sobre la realidad del momento. Con cada palmo que daba, regresaban a la mente de Carlos el ruido nocturno de la calle, los silbatazos de los policías, las bocinas desesperadas de los autos, las caras intrigadas de un grupo de muchachas que pasando al lado de aquel grupo de borrachos no dejaban de reír, la foto furtiva de un turista de camisa floreada con pantalones blancos y las bromas de esos cuatro amigos recién conocidos: El chileno, el brachico, el argentino y el perucho. De pronto, la voz aguardentosa de Pedro, diciéndole a los otros que el Che tenía buen culo, desató una explosión de carcajadas entre esos fantasmas que fueron desapareciendo. Sobre la fría pared de esa mañana Carlos lanzó una sonrisa melancólica, extrañándolos. Ahora tenía el papel.
RESUMEN
Cuatro extraños se conocen por casualidad una noche de fin de semana en Buenos Aires.Un argentino, un brasilero, un chileno y un peruano.
Al inicio, cuando se enteran de sus nacionalidades empiezan a lanzarse una serie de bromas que con el furor de la noche y el alcohol empiezan a subir de tono pero entonces, cuando el humor de todos ellos llegó a su límite y estuvieron a punto de explotar en una pelea campal terminan-por diversos motivos- haciéndose amigos entrañables. Cerrando aquella noche con una promesa que los otros tendrían que cumplir…dependiendo de quién muriera primero.
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