Al amanecer de una mañana tranquila de septiembre, aprovechando el comienzo de sus vacaciones, Héctor se encontraba en el jardín de su casa reparando su zódiac para ir a bucear. Solía hacerlo cada tres días, acompañado siempre de Blanca, su mujer. Carácter impetuoso, muy viva, con una inteligencia abrumadora. Mientras terminaba de revisar los accesorios, Héctor preguntó a Blanca si estaba preparada, pero ella le contestó que no iría con él. Se acercaría al centro del poblado para recoger un dosier muy importante que tenía que llegarle por parte del estado español con extrema urgencia. Héctor mientras tanto seguía en su tarea, terminando de prepararlo todo para comenzar sus inmersiones. De vuelta a casa, Blanca se sentó en su sillón favorito, de color marrón tostado. Se encontraba colocado en el fondo de su despacho y contaba con una antigüedad de unos veinte años. Ella le tenía un cariño incondicional, al ser un obsequio de su padre el día de su graduación. Cuando se sentaba en él, sus vistas hacia la izquierda eran el inmenso e infinito océano Atlántico.
Con toda cautela, con un abrecartas de plata del siglo XVIII, comenzó a abrir el sobre que esperaba con impaciencia.
—¡No puedo imaginarlo! ¡Esto no puede ser cierto! Hablaré inmediatamente con mi secretario.
A continuación saltó del sillón, tardando unos segundos en plantar los pies en el suelo, y corrió en dirección al salón, lugar donde recordaba su última conversación telefónica con su hermana.

El contestador repetía las llamadas, unas tras otras, y no dejaba de saltar, tono a tono. Dada la poca eficacia, intentó buscar un segundo número. De nuevo se desplazó a su despacho para buscar su listín personal situado en el cajón de su escritorio. Por sorpresa, se dio cuenta de que había desaparecido el sobre donde se encontraba el informe recibido. Cogió el listín y salió despavorida hacia la planta de arriba, ocultándose en su dormitorio. De pronto, se empezaron a escuchar pasos, acompañados de voces inescrutables. Inmediatamente sacó su terminal de un pequeño bolsillo situado en la zona superior de su pantalón vaquero. Los ruidos iban aumentando. Con las manos temblorosas empezó a marcar, fijando su mirada hacia la puerta y captando el conocimiento de que la puerta no tenía cerrado el pestillo. De forma inmediata dejó de teclear.

Cerrando bien la puerta con certeza, se aseguró de que estaba todo libre de errores. Los pasos y voces empezaron a cesar, desapareciendo con un leve golpe por la puerta de servicio. Cogió de nuevo el móvil y empezó a pulsar los nueve dígitos.
—Hola, Juan. Soy Blanca.
—Sí, te he reconocido. Dime, he visto que me has llamado varias veces al otro número pero no he podido cogértelo, estaba reunido. Perdón por mi retraso al devolverte la llamada.
—Perdóname a mí por mi atosigamiento, pero tengo que verte lo antes posible, es muy importante lo que tengo que comunicarte. Me encuentro en tierras gaditanas, en mi casa de cabo Roche, en el municipio de Conil de la Frontera, no podré desplazarme hasta Madrid. Como bien sabes he empezado las vacaciones con Héctor, no quiero que sospeche nada, así que no puedo estar más de ocho horas fuera. Podríamos vernos en Sevilla, ciudad que tengo cerca y amo. ¿Te vendría bien para desplazarte con el tren de alta velocidad?
—De acuerdo, miro mi agenda y concretamos. Te mandaré un correo electrónico indicándote el día que nos podremos ver. A lo largo de una pausa, lo tendrás en tu portátil. Hasta pronto, un saludo.
—Gracias, un saludo.
Seguidamente, abrió la puerta con sumo cuidado dirigiéndose hacia el cuarto de aseo. Se enjuagó la cara con agua fría e ingirió unas pequeñas cápsulas para intentar tranquilizarse. Empezó a sentir un extraño olor, acompañado de un sabor amargo. Sabía que alguien había estado en su casa. Mientras bajaba por la escalera, empezó a ver unas pequeñas manchas en forma de huellas, que seguían por toda la tarima flotante de la planta de abajo. Observándolas, sin tocarlas, le parecían húmedas y viscosas. Se dirigió al salón, se sentía cansada, relajada.
Sigue embriagada por la inhalación de esos gases amargos que prevalecen en el aire. Se recuesta en el sofá. Inclinándose, apoya la cabeza en un cojín. Blanca duerme.

Al despertar, se dio cuenta de que el olor había desaparecido. Se dirigió hacia un angosto espacio del salón para echar mano a su portátil, situado debajo del cristal de una pequeña mesa auxiliar. Se encontraba un poco desorientada, no sabía cuánto tiempo había transcurrido mientras estaba en un sopor profundo. Ojeó su reloj asentado en su muñeca derecha, marcaba las ocho y cuarenta de la mañana, solo habían pasado diez minutos desde que se quedó reposada. Sentada en una mecedora de ébano, elaborada por sus antepasados, se dispuso a abrir el portátil apoyado en sus piernas. Inició la lectura de sus correos electrónicos.
Observó que Juan ya le había respondido, trasmitiendo el siguiente escrito:
Buenos días, Blanca:
He podido sacar un billete para embarcar a las nueve en punto de la mañana, percibiendo el estado de tu llamada vía telefónica, viajaré en avión. Si todo va correcto, a las diez en punto de la mañana estaré en el aeropuerto de Sevilla San Pablo. Un saludo.

Blanca le respondió:
Admirable Juan, salgo en cinco minutos para Sevilla. Espérame en la sala de llegada, en la cafetería principal, tardaré entre quince o veinte minutos más. Gracias y buenos días.
Desconectó su aparato electrónico y volvió a dejarlo en el mismo lugar donde se encontraba, asentado en la base de aquella pequeña mesa. Acicalándose rápidamente, cogió las llaves de su descapotable y se dirigió hacia el cobertizo donde estaba aparcado. Mientras conducía, pensaba de manera perdida, sin sentido determinado, los hechos ocurridos. Se cuestionaba a sí misma alguna razón, precisando su máxima atención al vehículo.
A la improvista, se encendió el testigo de falta de carburante. Blanca sabía que saliendo de la urbanización había una gasolinera cercana. Percatándose, desvió el coche por la vía de servicio. Mientras caminaba en dirección a la tienda para abonar lo repostado, escuchó un leve siseo y dio un giro a la derecha, preguntándose si era a ella. En frente tenía a una persona cuyo aspecto causaba extrema aflicción. Parecía tener una gran angustia moral en su interior. Estaba desaliñado, sudoroso y preocupado. Blanca se acercó.
—Usted es la señorita Sánchez, Blanca Sánchez, vicepresidenta de investigación científica y técnica en el CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas).
Blanca se quedó petrificada. Acto seguido contestó:
—Sí, ¿usted quién es?
—Soy Mario Rodríguez.
—¿Le conozco?
—No, permítame que me presente, estoy inhabilitado de mi cargo hace ya más de una década. Era el antiguo secretario de tesoro y política financiera del Ministerio de Economía y Competitividad.
—Ahora le recuerdo, a usted le cesaron en aquel entonces, según explicaron en prensa por motivo de anomalía. La información fue muy escasa y confusa. Acudí a algunas de sus conferencias, siempre le he admirado. Siento comunicarle que tengo mucha prisa, voy dirección a Sevilla. He quedado con mi secretario en verlo en el aeropuerto, permítame que le invite a venir conmigo.
Mario se montó en el descapotable. Una vez terminado de abonar el combustible, Blanca se dirigió al vehículo para proseguir la ruta hacia Sevilla. Seguidamente, Mario sacó de su bolsillo izquierdo de la chaqueta una pequeña libreta acompañada de una pluma Montblanc donde anotaba unos cinco pictogramas. De manera instantánea transmitió:
—Doctora, permítame que le comente que está usted en peligro, sé quién pudo entrar en su casa.
De repente, Blanca pegó un pequeño volantazo.
Disculpándose, inició a indagar con varias preguntas.
—Mario, ya que usted ha aceptado mi invitación para ir a Sevilla y teniendo aproximadamente unas dos horas hasta el aeropuerto de San Pablo, me gustaría y le pediría por favor que empezara a contarme todo de principio a fin.
Mario comenzó a expresarse, con un grave nerviosismo.
—Doctora Sánchez, intentaré explicarle lo más escuetamente posible la situación en la que nos encontramos. Mi cesión personal fue por el encubrimiento de una serie de
documentos ficticios que se efectuaron a la SICMU (Sociedad de Investigación Científica Mundial). Estos informes están involucrados en estos momentos con todo el dosier que usted ha recibido y le han hurtado, sabiendo perfectamente lo que tenía en su interior.
—¿Me está indicando usted que quienes han entrado en mi casa son agentes de la SICMU?
—Puede ser, pero no estoy seguro, podrían ser también del CELAMU (Centro de Laboratorio Mundial) situado en China.
—Estoy un poco confusa, es imposible que actúen por burocracia en una acción donde el descubrimiento lo he hecho yo. SAFO ha sido y será un cambio para la humanidad, es el cambio de la civilización del siglo XXI.
—Intentarán hacer todo lo posible para señalar que el hallazgo lo han realizado ellos, doctora.
—No pueden hasta ahora. SAFO, que yo he hallado, está bien guardada.
Girando la cabeza hacia su izquierda, Blanca se ubicó sabiendo por dónde pasaban. Dejaban atrás Jerez de la Frontera. Con rapidez volvió hablar.
—Iremos inmediatamente a buscar a SAFO después de recoger a Juan.
Sobre las diez y treinta de la mañana, Juan salía de la terminal del aeropuerto. Se encontró con Blanca y Mario que, debido al retraso del vuelo, ya estaban en la cafetería principal. Se sentaron y hablaron, aproximadamente dos horas. Juan, muy sorprendido, no paraba de anotar en su pequeña tableta todas las explicaciones y aclaraciones que debatían los dos. Él apenas participaba. Desconocía a Mario, pero Blanca le hizo una buena presentación en el cambio de impresiones. Mario, de manera continuada, le recordaba a Blanca que por favor no perdiera los cinco pictogramas que él había separado de la hoja de su libreta. Ella no lo guardaba, estaba en un estado máximo de concentración a la escucha. Con forma papirofléxica, guardó la hoja dentro de un pequeño estuche con verosimilitud a la de un corazón, que le había regalado su abuela. Metió el estuche en el bolsillo interior de su bolso. Bebió agua y empezaron a despedirse.
Blanca se sentía muy agradecida por toda la información recibida. Se despedían de Juan, que empezaba a caminar para ponerse de nuevo de regreso a su destino, Madrid. Juan sonreía tímidamente mientras intentaba asimilar todo lo que había sentido, escuchado y escrito; que a veces anotaba en pequeñas hojas. Se colocó en la hilera de la sala de embarque. Su vuelo saldría en quince minutos. Blanca y Mario se dirigieron hacia el aparcamiento.

Héctor se hacía a la mar, asegurándose de que todo lo tenía preparado. Empezó a reiniciar su sonda de pesca y activar el GPS, donde indicaría la marca. Tenía aproximadamente unos cincuenta y cinco minutos de trayecto. Mientras tanto pensaba, en un estado esperanzador, que encontraría lo que llevaba buscando desde hacía más de cinco años. Entre el conjunto de sus ideas propias, no paraba de recordar a Blanca. La sonda empezó a sonar; en el GPS disminuía la duración de su ruta. Se iba acercando a su destino. Sin interposición de otra cosa soltó amarre. Lanzó el rezón a una distancia de unos cincuenta centímetros de proa, y este tardó unos minutos en tocar fondo. La sonda indicaba unos treinta y ocho metros de profundidad, y la temperatura del agua unos diecisiete grados centígrados. El rezón quedó anclado. Una vez asegurado que la embarcación estaba sin movimiento, Héctor empezó a preparar el equipo de buceo. Colocándose la escafandra autónoma, Héctor se situó en la parte izquierda de la popa y empezó a sumergirse por una pequeña escalera metálica. Estaba absorto por lo que contemplaba, sin importar la cantidad de veces que se había sumergido desde el comienzo de su niñez. Siempre comentaba entre sus amigos y compañeros arqueólogos que nunca las inmersiones son iguales, cada una tiene su entidad; su distinta belleza.
Su vista contemplaba inmensas tonalidades de colores, donde la noción del tiempo no existía. Pequeños seres, en sus distintos tamaños, bailaban a favor y en contra de la corriente al son de la música producida a través de sus cantos melodiosos. Héctor seguía hundiéndose. Empezaba a percibir poca luz. Percatándose de que su pequeña linterna se encontraba en la parte inferior de su jacket, la cogió con destreza. Estaba llegando a la profundidad máxima accesible. En la penumbra del fondo, rodeado por rocas uniformes y preciosos corales, no creía lo que estaba observando, empezaban a aparecer restos de una nao que podría datar de finales del siglo XV. Se apreciaba parte de la cubierta, el bauprés, la mitad de la bodega y una angosta toldilla. Estando en el interior de una cabina, sondeaba lo que palpaba. Restos de utensilios de cocina, lozas finas esmaltadas, objetos de cerámica y algunas monedas de color plateado. Continuaba avanzando en su interior donde se adentraba hacia lo que parecía un camarote, y el silencio hacía su presencia. De repente, sin creerlo, ocultamente detrás de un barril inclinado, apareció un pequeño cofre.
Empezó a sonar su ordenador de buceo, siempre colocado en su muñeca izquierda. Asegurándose de que todo estaba guardado correctamente en su mochila cilíndrica, Héctor se dispuso a ascender hacia la superficie. La inmersión llegaba a su fin.

Blanca y Mario se acercaban al vehículo. Eran aproximadamente las doce y cincuenta de la tarde. Mario se despidió de Blanca, solicitándole que hiciera el favor de llevarlo a la estación de tren, conocida como Santa Justa. Blanca quería que él volviera con ella hacia su casa. Él se negaba. Insistía en sus disculpas a Blanca y ella procedía en su dirección a la estación. Blanca le agradeció todo el interés prestado por él en su ayuda. Mario le dijo adiós con una leve sonrisa y siguió su recorrido subiendo la escalinata exterior sin quitar la mirada de los amplios escalones. Blanca tomó su rumbo de vuelta. Saliendo con un poco de tráfico de la ciudad, estaba ansiosa por llegar a su pequeño laboratorio situado en el sótano de su casa. Dada la cantidad de pensamientos que podrían aparecer en un viaje largo en su descapotable, empezaba a coger o sujetar con lazos todos los conceptos, reflexiones y resoluciones habladas con Mario. No podría creer que él, por no defraudar a la ciudadanía en el engaño de la tesorería del fondo para la financiación y su partido político, le obligara y después cesara por el encubrimiento de una documentación ficticia. Así se daba a entender entonces, por una manipulación del estado a la prensa, el embuste a la SICMU confirmado por Mario.
De estos sucesos habían pasado unos años. Pero la certificación a través del dosier de Blanca, con el nombre correcto SAFO, sería una venganza de la SICMU por todos los daños económicos y personales provocados en su país. Por aquella estafa.
Recordaba también los cinco pictogramas en los que Mario hacía tanto hincapié para que no los perdiera, explicándole resumidamente el motivo de su valoración. La clave de una especie de arqueta o cofre en cuyo interior aparecería un códice azteca que confirmaría, por sus creencias y estudios, el hallazgo de la bacteria nombrada SAFO.
Mario accede al vagón. Mirando con celeridad, se asegura de que nadie le observa. Ojea su billete. Volviendo a mirar de nuevo el billete, encuentra su asiento situado en la clase preferente. Intenta relajarse, garantizándose que toda la documentación adquirida en consigna está correcta en su maletín. Saca una pequeña carpeta, ojea el documento de su interior y comprueba que está todo correcto.
Examina atentamente el dosier que habían hurtado en el despacho de Blanca. Muy sorprendido, le llama la atención de dónde procede la bacteria, de un organismo llamado pirosoma.
Siente la vibración de su pequeño móvil, ya se encuentra en Madrid. Coge la llamada; el sicario le confirma la muerte de Juan. Mario, a su vez, con plena frialdad, saca el billete de avión que especifica su próximo destino, Alemania.
Blanca estaba llegando a casa. Aparcó su descapotable con la misma perfección que solía hacerlo siempre. Adentrándose en su vivienda por la parte principal, desconectó la alarma. Parecía que todo estaba exacto, no había vuelto a entrar nadie. Una vez colocado su bolso en el perchero de la entrada, avanzó con un paso acelerado hacia una puerta blindada situada en el hueco de la escalera de la primera
planta. Acerca su pupila al detector de retina situado en la parte superior derecha y la puerta comienza abrirse. Enciende los ordenadores y comprueba todos los aparatos e instrumentos que tiene allí: microscopio, destilador, agitador, balanza, microcentrífuga, jaula y un pequeño frigorífico. Entreabriendo la puerta de la pequeña nevera, con un semblante sonriente y pálido, con sumo cuidado, comprueba
que SAFO sigue en su perfecta conservación.
Tras otra pausa interminable, Blanca ve que sus extremidades hacen lo que les ordenan. Teclea unas comprobaciones y anotaciones en uno de los ordenadores, empieza a sentirse cansada. Cerciorándose de que todo está correcto, se desplaza hacia el salón. Quiere descansar.

Héctor subía a la embarcación, complacido por su hallazgo. Buscó con inquietud y perturbación el móvil, comenzó a marcar.
—Hola, Mario. Soy Héctor.
—Hola, Héctor. ¿Qué tal estás? ¿Dónde te encuentras?
—Lo he encontrado. Tengo el cofre. Estoy en la zódiac, acabo de terminar la inmersión.
—¡Espléndido, Héctor! Sabía que lo encontrarías, eres un gran arqueólogo submarino. Yo estoy llegando en estos momentos a las centrales de la SICMU. Llevo el dosier, confirmado por el estado español, de la bacteria SAFO descubierta por Blanca. Ya sabes lo que tienes que hacer. No nos falles.

La llamada se cortó, quedándose sin batería el móvil de Héctor.

RESUMEN: Eran las nueve y treinta de la noche y Héctor no había llegado. Blanca, mientras tanto, seguía preocupada y pensativa, observando a través del gran cristal que separaba su bella mirada del asombroso atardecer que acaecía su fin. Héctor se encontraba de vuelta en su zódiac, a una distancia aproximada de unas cinco millas, incapaz de creer lo que había encontrado. Un hallazgo que podía cambiar la civilización humana.

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