CAPITULO I
El ruido intenso de la televisión me despertó, la he dejado encendida pues no me agrada estar en compañía del silencio. He pasado en solitario los últimos veinte años. El cáncer se apoderó de mi esposa Nirina en 1997 y un año después, la enfermedad le consumió del todo. ¿Qué puedo decir de mis hijos?, esos ingratos. Quién sabe qué será de ellos, se marcharon con sus esposas y sus hijos, jamás volvieron a visitarme después de que pereció su madre. Pero ya no merece la pena pensar en ello.
Cuando era un adolescente, planeé pasar los últimos días de mi vida leyendo en aislamiento, coexistiendo tan a gusto con la soledad.
Mi único sustento es el dinero que me brinda el gobierno mensualmente como compensación por mis vastos años de servicio, no es del todo abundante pero es preciso para cubrir las escasas necesidades primordiales de un veterano.
Sigo viviendo en la casa que compré para mi familia en 1967, cuando mi esposa me dió la más bella sorpresa. El día en que nos mudamos a nuestro nuevo hogar, en la habitación, de pie frente a un enorme ventanal, dedicábamos una vista a la entonces nueva ciudad que nos acogía. La miré de forma disimulada y supe que una felicidad abundante la inundaba. Su brazo me rodeó por la cintura y recargó su cabeza sobre mi hombro; fue ahí que con una dulce voz, me dijo que estábamos esperando a Elisa, nuestra hija mayor.
La vivienda se asemejaba a un psiquiátrico cuando la familia entera se reunía cada navidad. Mis hijos ya eran mayores y venían con sus familias haciendo que una casa grande pareciese pequeña. Entre gritos y alborozos, concluía la tertulia con malhumorados comentarios y enfados constantes.
Ahora mi hogar es un entristecido desierto mudo, donde reside un anciano olvidado, que pasa la mayoría del tiempo en su dormitorio, comprometido con la lectura o perdido en programas de la televisión.
Muy a menudo salgo al patio de atrás para conversar con Melina, una pequeña que acaba de cumplir los seis años. Su cabello es ensortijado y oscuro igual que la noche, sus ojos son un par de lagunas profundas que reflejan su felicidad infantil y su piel tiene un color que me recuerda al de la luna.
Todas las tardes sale a jugar en su jardín posterior, a veces con un deslizadero y otras con un balancín que su madre instaló para ella. Cuando el aburrimiento le llega suele colarse a mi traspatio y gritar mí nombre hasta que me mira salir por la puerta y se oculta esperando a que la encuentre.
Nos agrada pasar horas jugando, es ameno aunque es un martirio mantenerme en persistente movimiento, prefiero cuando charlamos por largas horas hasta que el sol se oculta y su madre le pide que entre a casa, en el momento en que comienza a oscurecer, yo debo reaparecer en mi realidad apática.
Los domingos camino de casa a la cafetería de la esquina de la calle y paso ahí todo el día, aprendiendo de una novela y bebiendo café con el pastel de chocolate que prepara la señora María. Una mujer madura que dedica sus días a su negocio, tiene un semblante de lasitud pero se las arregla para disimular frente a sus clientes.
Conozco a todos los empleados y a los visitantes recurrentes, algunos enamorados jóvenes que vienen a pasar un rato juntos y luego regresar cada uno a sus casas, algunas personas adultas que quieren olvidar sus problemas cotidianos y las personas tan longevas como yo, que venimos aquí a contemplar algo de movimiento en nuestras vidas. A pesar de la edad, la mayoría de las personas que vienen aquí suelen ser muy desconsideradas con el personal.
Vuelvo a casa cuando las luces del establecimiento se apagan y las puertas se cierran. Camino lentamente mientras disfruto dichoso del azul del cielo oscureciéndose a cada paso dado.
Paso las primeras horas de la noche viendo alguna película de los ochentas, como la de ese robot-humano del futuro que vuelve al pasado y con su trama confusa te atrapa. Me pregunto porque varias películas de los ochentas se ambientaban en el futuro, acercándose muy poco a lo que realmente es.
Sí, así es mi vida. Mis días se han vuelto inapetentes y redundantes. ¿Qué debería esperar del mañana?
CAPITULO II
El estrepitoso televisor me hizo saltar de la cama; era de nuevo ese programa para niños que transmiten las mañanas de los lunes, es el favorito de Melina, no se pierde un solo capítulo, a veces lo veo para tener algo fresco de qué hablar con ella.
Me atormentaba de nuevo la espalda baja, producto de los pesos colosales que levantaba cuando serví en el ejército. Me sostuve de la cama con el poco esfuerzo que aún conservaba para intentar levantarme, pero cada día se vuelve más complicado de lo que fue el anterior.
Bajé las escaleras, paulatinamente, sosteniéndome del barandal. Mi mente se concentraba en una profunda meditación acerca de lo que haría durante el día.
Llamaron a la puerta después de algunas semanas sin escuchar el dulce sonar de la campanilla; tras la última visita del vecino, que me pidió las herramientas de construcción que dejo mi hijo guardadas en el sótano. Hace tanto tiempo que no bajo a ese lugar, tantos recuerdos nostálgicos me trae.
Abrí la puerta con júbilo notable. Era Evelyn, la madre de Melina, una madre que se mantenía joven y soltera que trabajaba desde casa para no descuidar a su pequeña. Es delgada y alta, con una sonrisa siempre relumbrante, muy amable conmigo y una de las cosas que más admiro de ella es su forma de cuidar tan bien a su retoño.
Se mudaron a la casa de a lado hace no más de diez años, eran una pareja joven recién casada, Melina no había llegado a sus vidas todavía. Se veían felices, cuando los miraba riendo y compartiendo me recordaban a cuando llegué a este lugar, con los mismos sueños y esperanzas.
Al principio me saludaban como se saluda a un vecino, luego vinieron las pequeñas pláticas sobre las cosas más mínimas hasta que un día vinieron a visitarme, el hombre era un psicólogo que comenzaba a escribir una teoría sobre la edad y el estado mental; le gustaba hacerme preguntas extrañas para su próximo trabajo y aunque podría parecer incomodo era de mi agrado la presencia de ambos. Continuaron visitándome aunque no muy seguido, comíamos en casa y nos conocíamos poco a poco. Tiempo después, mientras miraba por la ventana, Han salió de su casa muy molesto con una maleta entre sus manos y subió airado a su auto, yéndose a toda prisa ignorando a su mujer quien lo seguía desesperada. Cuando el aceleró y se fue, ella se sentó en el jardín apoyando su cabeza en sus rodillas, sufriendo. Salí de casa dirigiéndome a ella y la miré, aunque no volteó a verme le dije que todo estaría bien y recargué mi mano sobre su hombro; se puso de pie y me abrazó, en seguida entró a su casa sin mirar atrás, sin si quiera mirarme.
Toqué a su puerta en múltiples ocasiones pero no obtenía respuesta, comenzaba a preocuparme por ella, no conocía que había sucedido solo sabía que ella seguía ahí, porque al llamar a su puerta ella oteaba por la ventana, pero solo abriendo una diminuta parte de la cortina suponiendo que no la veía. Salía de casa en escasas ocasiones para comprar cosas y volvía rápidamente, nadie la visitaba y pasaba los días sola.
Un día, cuando recién amanecía escuche el motor demasiado ruidoso de un automóvil que se estacionó cerca, miré por la ventana y estaba detenido frente a su casa, ella salió a toda prisa y subió al automóvil apenas dedicando un breve vistazo a mi hogar, justo a la ventana donde sabía que casi siempre observaba el vecindario. El auto aceleró como cuando su marido se marchó y no la vi durante mucho tiempo.
Creí que se había trasladado a otra vivienda y después volvería por sus pertenencias, quizás se pondría en venta la propiedad otra vez, pero no fue así. Continué con mi vida mientras pasaban los días.
Después de varias primaveras e inviernos, el mismo auto estruendoso volvió y se detuvo frente a su morada la cual se había deteriorado un poco. Bajó de él Evelyn con el mismo rostro ufano que cuando la contemplé por primera vez, en sus brazos sostenía a una pequeña de unos tres años, muy feliz se miraba ella. Una mujer muy parecida a Evelyn la acompañaba y la llevó de la mano hasta la puerta, después sin ganas de retirarse volvió a su transporte y se marchó.
Evelyn había vuelto pero yo no sabía si debía hablarle ni cómo debía hacerlo, todo me parecía muy confuso.
Desde la misma ventana la veía salir, sosteniendo la mano de su pequeña paseando por el vecindario.
Una mañana de domingo mientras Evelyn jugaba con la pequeña en el jardín, yo salía de casa dirigiéndome a la cafetería, la mujer me miró y sonrió, me acerqué caminando muy despacio, no quería importunar ni indagar mucho así que me limité a preguntar cómo se llamaba la niña. Melina, era la primera vez que escuchaba ese nombre y la segunda que observaba unos ojos tan especiales.
Los días seguían pasando y junto con las tardes de diversión que pasaban madre e hija, la niña crecía. Pocas veces nos veíamos e intercambiábamos breves palabras. Me di cuenta que mientras más crecía la pequeña más se parecía a su madre. Comenzó a ir a sus primeros días de escuela, reía y jugaba con su madre, preguntaba mucho como cualquier otro pequeño aprendiz de la vida.
Una tarde mientras yo estaba en el buzón de casa recogiendo el correo, ella volvía de la escuela caminando con su madre por la acera, pues el instituto más cercano no estaba nada lejos. Ella me dijo « hola. » con una voz muy aguda y con la inocencia de quien ve el mundo como un parque de diversiones. La saludé siendo muy amable y cuidadoso, se detuvo un momento, callada mientras me estiraba la mano esperando a que la estrechara y así sucedió, nos presentamos Melina y yo mientras su madre me dedicaba una sonrisa delicada. Melina arrojó la mochila en mi jardín y comenzó a saltar y a correr, llamándome, Evelyn se molestó un poco con la pequeña por su acción pero la justifiqué diciendo que no había problema y podía pasar cuando quisiera, entonces comencé a jugar con ella como lo hice alguna vez con Elisa y no podía dejar de recordar aquellas memorias.
CAPITULO III
— Buenos días, espero no importunar. Hoy Melina se quedó en casa, decidió no ir a la escuela, para pasar el día entero con usted, si acepta, claro. Dice que estos días lo ha visto muy triste. ¿Le gustaría que ella pasara el día con usted? —dijo la joven y radiante madre.
— Me emociona esa idea, la esperaré aquí con mucho gusto.
— Me alegra tanto que aceptara. Cualquier cosa que pueda necesitar, no dude en decirme; estaré pendiente —dijo antes de dar la vuelta y volver a casa.
Desayunaba el mismo cereal de todos los días, con la misma leche deleitable que aunque perjudicaba mi estómago, se había convertido en mi favorita. Le ponía avena y azúcar en abundancia, esa es la mejor parte del desayuno.
Llamaron a la puerta por segunda vez en el día y eso era un verdadero récord. Era mi pequeña amiga Melina que saltó de felicidad al verme y se abalanzó sobre mi cuello, con tanto cariño que dolía.
— Ten cuidado hija, es un hombre mayor, podrías lastimarlo —dijo la madre apenada.
— No hay cuidado mujer, recibir tanto cariño alegra mi día.
— Me alegra escuchar eso pues no se librará de ella en ningún momento de este día. Pasen una buena tarde y si necesitan algo solo bastará con llamarme.
Melina se abrazó a mí y se despidió de su mamá agradeciéndole el acto tan noble que ha hecho.
Pasamos el día entero jugando, a escondernos, a ver quién atrapaba primero al otro. También corrimos por el césped persiguiéndonos sin motivo alguno. Cuando la atrapaba y la estrechaba entre mis brazos, ella reía a carcajadas de alborozo; el tono de alegría que caracterizaba su sonrisa me hacía sentir vivo.
Terminé exhausto. Mis pies ardían como el infierno y mi poca eficiencia se comenzaba a evaporar.
Me senté en el sofá de color abismo y me convertí en víctima del deleite sensorial de descansar un poco al fin, quería quedarme ahí y sentir el placer de la placidez.
Ella me miró, con sus halos azules como los mares, muy parecidos en tamaño a los enormes ojos de Nirina. Se sentó a mi lado sin dejar de mirarme y me abrazó transmitiendo su afecto.
— pequeña, te haré una pregunta. ¿Por qué me tratas así? ¿Porque eres tan tierna conmigo?
— bueno yo… yo no tuve a mi abuelo, jamás lo conocí. Dice mamá que tenía un parecido impresionante a usted, le recuerda mucho a él. Para mi usted es mi abuelo, lo quiero mucho. Cuando lo conocí, se veía muy triste. Quiero verlo sonreír. Ayudarle, como dice mi mamá —dijo Melina, con inocencia. Sabía que su repuesta venía directo desde su honesto corazón.
Creí que no podría ocultar el llanto causado por sus hermosas palabras llenas de amor, aquellas que mis hijos callaron. Mi escarlata vital se conmovió y sonreí aun con pupilas de cristal, mientras ella me miraba enternecida.
— ¿Usted sueña? —dijo la pequeña Melina.
Su interrogante me lleno de incertidumbre, no solo el porqué de la pregunta sino la pregunta en sí. ¿Aún sueño? ¿En qué momento deje de hacerlo?
— Creo que ya no lo hago, un hombre como yo no se preocupa más por sus sueños.
— ¿Pero por qué no? Mamá dice que nunca es tarde para lograr tus sueños.
— Tu mamá tiene mucha razón, pero ¿que podría lograr con setenta años?
— ¿Con que soñaba? ¿Qué quería ser? -decía inocentemente Melina.
— No recuerdo muy bien Melina, creo que soñaba lo mismo que toda persona. Tener una bella familia, un sustento abundante, un buen futuro. Nada en especial cariño.
— ¿Nunca quiso cantar? ¿Salir en televisión? ¿Conocer el mundo entero? Mi tía ha viajado por todo el mundo y dice que ese siempre fue su sueño.
Sus palabras inocentes y cariñosas, me hacían sentir afortunado; al mismo tiempo me hacían pensar ¿Por qué no soñar? ¿Por qué no fantasear durante horas? Sentir esa emoción e ilusión que me hacía vibrar y motivarme cuando fui joven. ¿Podrá ser eso lo que me falta?
Sin siquiera pensarlo, el pensamiento de Melina había cambiado mi vida de forma drástica.
Me senté en la mecedora que se encuentra justo al lado de la ventana, solo para aclarar tantas interrogantes que nublaban mi mente.
Pasaba varias horas al día descansando en ese lugar y miraba pasar la vida lenta; también observaba desvergonzadamente la vida privada de los vecinos.
Anochecía y Melina había vuelto a casa después de tantas horas de diversión, sin embargo, sus palabras se habían clavado como espinas en mi raciocinio y se hundían cada vez más profundo cuando le daba vueltas al asunto.
Siendo una persona mayor ya solo esperas lo peor. No puedes saber a ciencia cierta qué día ya no veras las ráfagas de luz colarse por la ventana pero si me aferro a esa idea, no disfrutaré lo poco o mucho que me queda de vida; bien podría ser mañana, bien Podría ser en diez años más.
Necesito ser un ave surcando los cielos de la libertad y la fantasía. Necesito sentir felicidad, ganas de vivir.
SINOPSIS
¿La edad podría ser un límite? pues algunas personas mayores creen que sí y es el caso de nuestro querido anciano quien vive amargado e infeliz por sus «limites», hasta que una pequeña amiga le recuerda lo importante que es soñar y vivir haciendo de su amargura una felicidad inmensurable, olvidándose de edad y limitaciones.
Esta novela narra una historia tan increíble como única en breves capítulos que enseñan grandes lecciones de vida.
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