I

Cuando Pedro Iriarte entró en el aula, se materializó ante mí esa imagen borrosa y grisácea que había visto en algunas revistas y periódicos. Mi amigo Andrés Blanch extendió las manos hacia él, como si fuera un presentador de circo, y me anunció con entonación solemne: “Te lo dije, he aquí la prueba irrevocable”. La semejanza me impresionó, pero el célebre Iriarte ni siquiera notó mi presencia, fue necesario que transcurrieran unos cuantos minutos y, al repasar la lista de alumnos, sus ojos se tropezaran con mi nombre. “Póngase de pie, Alberto Teriari”— exclamó. Luego se le entrecerraron los ojos para graduar sus pupilas y al no distinguirme se puso las gafas, pudo enfocarme y al ver mi barba rala y mi prematura calvicie entreabrió la boca imitando una sonrisa. Se les desparramaron los murmullos a mis compañeros, pero los zumbidos fueron aplastados por la orden del catedrático que con su mano dictatorial nos mostró su palma amarillenta.

El tema de ese día era el de la estructura de los cuentos que había hecho Vladimir Propp. Iriarte enumeró las treinta y una funciones narrativas del libro de morfología del cuento ruso como si estuviera anunciando el número ganador de la lotería. Entre cada una de ellas se dio tiempo para presumir del dominio de la lengua eslava y explicó lo que era la Baba Yaga y Morozko. Como yo había sorbido en unas veinte tazas de café el libro del interesante crítico ruso, decidí resolver la pregunta que me estaba atosigando. La curiosidad era insoportable, parecía una mujer insatisfecha en la cama que me exigía interrogar al famoso. ¿Sería un asesino intelectual de Dostoievski, el gran disertador Iriarte? ¿Era suficiente—en mi caso—tener un parecido físico con alguien para compartir sus gustos e ideas? Esas dos cuestiones me estaban poniendo las piernas a vibrar de impaciencia y no encontraba el momento adecuado para hablar del gran novelista, incluso gesticulaba en silencio como si la pregunta estuviera saliendo de mi boca.

La obsesiva sábana imaginaria que llevaba puesta como una túnica griega me apretaba obligándome a dar vueltas en círculo sobre mi pie derecho atado a mis dudas. Traté de recordar algún raskas o cuento corto de Fiodor en el que hubiera alguna coincidencia con las estructuras del armazón antropológico lingüista, pero como nunca lo había analizado desde esa perspectiva proppiana, sino con el bisturí del Bajtín polifónico y carnavalesco, no encontré nada que pudiera servirme. No quería que Iriarte al escuchar mis preguntas, para él necias y para mí libertadoras, se diera cuenta de mi intención y preparara el tablero para una dura partida, en la que yo empezaría con unos peones dudosos, un caballo cojo y los alfiles atados.

Tenía que ir con cuidado y sorprenderlo en el momento preciso. Por desgracia, su presencia agitó las aguas de mis pensamientos y me sentía como un náufrago en medio de una tormenta de títulos de novelas y cuentos, me aferré a uno y se abrieron las páginas imaginarias de “El sueño de un hombre ridículo” y ya no pude concentrarme en la estrategia para emboscar a Iriarte, quien pacientemente hablaba y hablaba como la mujer del cuento de Max Aub, lo malo es que agitaba la marea en mi cabeza sin observar los periodos lunares y mi tabla era endeble. No tenía más que una simple narración parecida a una toalla giratoria a punto de caer sobre el cuadrilátero. Me retiré del combate y esperé. De pronto se me vino encima la lluvia de las últimas lecturas y salió el sol en forma de “El hombre por duplicado” de Saramago y entonces sí que me sentí mal.

Como ser anumérico que soy, pensé que era casi milagroso que tres personas tuvieran la misma barba ridícula, la misma curvatura de las cejas y la unánime esfericidad nasal. Laura, mi novia, ya me lo había dicho en una cafetería. “Eres cien por ciento empírico y supersticioso, necesitas leer a Carl Sagan y a John A Paulos para curarte”. Era verdad eso de que, si se buscara a alguna persona parecida a Lincoln entre un millón de americanos la posibilidad de encontrarlo sería mucho menor que buscar entre un millón de esos mismos estadounidenses y emigrantes a alguno que se pareciera a un famoso actor. Ese argumento entraba con exactitud en el hueco de la lógica en mi cabeza y estaba de acuerdo con sus argumentos y operaciones matemáticas. Lo malo es que no lo quería aceptar por higiene encefálico-emocional o, como se dice vulgarmente, amachinarlo. Me había excedido en ese vicio de pincharme los nervios con estupideces y la ficción me estaba asfixiando por el peso de la realidad.

De forma inconsciente o por descuido de la razón, me vi de pronto como Tertuliano Máximo Afonso llamando a su doble por teléfono para constatar que había millones de Tertulianos que, encadenados en un organismo literario infinito, se sustituían unos a otros como bacterias enemigas de la esterilidad. También había coincidencias tontas que iban contra los fundamentos de Laura, pero eran tan estúpidos que no valía la pena revelárselos.

Penetrando de nuevo en esas páginas ilusorias que alguna vez transformó Saramago de humos vagos a hojas de papel grabadas con tinta, resultaba que el profe de matemáticas original que le había hablado a Afonso de su parentesco con un actor de cine, en la vida palpable, era mi amigo Andrés Blanco o Blanch, como le decíamos de cariño. El profe de historia era yo y la novia de Tertuliano era Laura. Lo único que faltaba era saber si Iriarte tenía esposa y ella era ama de casa, así el hechizo infantil de los nómadas anuméricos se cumpliría.

No quise entrar por esa puerta que me llevaría a un laberinto infernal y esperé a que se terminara la clase para acercarme al omnipotente Iriarte. Sonó la alarma de su reloj, nos miró como si acabara de regresar de un sueño frustrado y nos dictó los deberes como un robot, le dio a una compañera unas copias de una antología de cuentos rusos y le pidió que nos las repartiera. Salió dando manotazos como si fuera una tortuga desovando en la orilla del mar. No tuve el impulso convincente para tratar de alcanzarlo y Andrés, que me tenía cogido por el hombro, se empezó a reír llamándome profesor Pablo I. Los compañeros le hicieron coro y me puse de malas. Bajé a la cafetería y me encontré a Laura en compañía de Ester. Querían que las acompañara a hacer unas compras. Me negué poniendo mil excusas, pero la aguda inteligencia de mi novia encontró todas las soluciones posibles a mis objeciones. No podía entender cómo había desarrollado esa forma de razonamiento lógico viviendo con una madre visionaria y un padre carnicero.

Al final nos trepamos al coche y fuimos a un centro comercial enorme. Tuve que esperar tres horas para que Laura le demostrara a Ester que las prendas, cosméticos y todo tipo de chucherías que elegía eran poco prácticas. Te dejas seducir—le decía Laura con cara de presentadora de programas del corazón— por los estímulos del marketing. Le repetía sin parar que era presa fácil de los medios de persuasión y que ni siquiera se resistía un poco. Ester dijo que aceptaba todos los argumentos de mi novia, pero que quería experimentar esa orgásmica sensación de comprar sin control y alcanzar lo que deseaba. Volvimos con varias bolsas retacadas de trapos y zapatillas. Nos despedimos de ella y nos fuimos a mi departamento. Llegamos hambrientos porque con tanta disertación sobre estilos, conveniencias, diseñadores de renombre, tendencias de la moda y demás tonterías no habíamos comido nada. Tal vez aquella sensación orgásmica a la que se refirió Ester durante sus compras fue suficiente para ella, pero a nosotros nos dejó el hambre entera. Pedimos unas pizzas y vimos “Cuando pasan las cigüeñas”, en la que una chica de nombre Verónica, interpretada por Tatiana Samóilova, pierde a su novio Boris en la Segunda Guerra Mundial. Es un clásico soviético en el que la protagonista mantiene la esperanza de encontrar a su prometido vivo, pero, aunque ya le habían dicho que estaba muerto, ella sigue con su obsesión de verlo al final de la guerra.

La impulsiva negligencia me quería obligar a decirle a Laura que Ester se parecía mucho a la protagonista, pero sabiendo cuál sería su respuesta y, sobre todo, el tiempo que ocuparía esa discusión, preferí mejor no comentárselo. Estaba terminándome el último trozo de pizza cuando ella pronunció pausadamente mi nombre. Era su forma de llamar mi atención. Sabía que, hablándome así, dentro de mí surgía un temor condicionado horrible, al estilo Pávlov. Esos eslabones silábicos emitidos como por una trompeta de arcángel me obligaban a suspender cualquier actividad que estuviera haciendo. Con tal de que no me hablara con ese tono podía transformar mis piernas en resortes, mis manos en cualquier tipo de herramienta y mi rencor o pereza en una sonrisa. «¿Qué tal el nuevo profesor de literatura?» Había esperado cualquier pregunta menos esa porque en ella lo original era una virtud y el cuestionamiento me pareció banal, sin embargo, tuve que pensar muy bien mi respuesta para no meterme en un lío. La rehuí alejándome como si se tratara de la lepra, por dentro, la pregunta me arrinconó y tuve que desembucharlo todo esperándome lo peor.

Su reacción me sorprendió porque me insinuó que estaba al tanto de todo y sólo quería comprobar que las dotes heredadas de su madre seguían funcionando como una máquina bien calibrada y aceitada. Me asaltó con infinidad de preguntas cerradas que salieron como del cartucho de una pistola automática. Gracias a dios, Laura tenía una reestructuración hormonal que la obligó a enclaustrar su razonamiento y se dejó llevar por las sensaciones y demandas de su bajo vientre. Pedía muestras de cariño como las gatas que se refriegan contra las piernas de su dueño. Le exigí sumisión y ella mostró su docilidad guardando las garras, dejó escapar maullidos cariñosos, pero luego tomó el mando y me hizo sentir como aquellos corderos sacrificados según el Deuteronomio. “Déjate llevar y no hables”. Era la fórmula mágica que tenía para que en la cama se realizara el más grande de los milagros, pero debía ser muy cauteloso porque era suficiente que se desprendiera una pregunta tonta de mi lengua o surgiera una estúpida aclaración para que se me desinflara el ánimo por completo.

Esa era la razón por la que me convertía en un ciervo mudo: un intérprete de su lenguaje corporal. Trataba de cumplir con mis obligaciones arrancándome el egoísmo y los miedos, pisoteaba mi propio placer en aras de su satisfacción. Por fortuna, mi desagüe tardío logró que alcanzara el extremo al que ella se dirigía. Su grito de júbilo me infló los cachetes cuando me dio un beso y me convirtió en sapo por unos segundos. Estuvimos un buen rato calentando el aire con nuestros cuerpos desnudos y al enfriarnos decidimos llenar de humo de tabaco la habitación para hablar en la penumbra. Ya de madrugada, con las nubecitas grises rodeándonos la coronilla como aureolas le dije que Iriarte sí era mi retrato, pero veintitantos años más viejo, que él había aparentado no notarlo, pero que su sonrisa de hiena lo había traicionado. Le eché el rollo de siempre. Que teníamos el mismo revestimiento, pero que éramos de diferente material. Laura, que había ahogado con gritos sus instintos maternos, se transformó tenía la cara de la matemática Sofía Kovalévskaya, me dijo que eso era absurdo y volvió a emplear sus argumentos estadísticos y de cálculo. Me dispuse a llevarle la contraria con un muro de silencio. No le di las buenas noches y girándome sobre la sábana humedecida por mis desengaños, me dormí.

Pasaron dos semanas y en las clases con Iriarte fui sumergiéndome en un túnel en el que vi a Vasilli Perov retratando al famoso creador de los Hermanos Karamazov. Los había puesto en fila cubriéndolos de óleo detrás de Fiodor de tal forma que en ese trío imaginario. Pedro Iriarte era un León que se encontraba lejos de su etapa de Dimitri (derrochador de fortunas y falso redentor espiritual, asceta y vegetariano), yo en mi condición de Aliosha, en fase penúltima, con una victoria sobre el Inquisidor, en busca de la verdad. Lo único que no estaba claro era dónde andaba el racional Iván, quien tal vez sería una fase intermedia entre Iriarte y yo. El caso es que entre más conocía al viejo, más me convencía de que era en su interior como el conde de Yásnaya Poliana. En las clases ponía sus frutos secos en la mesa y en los períodos de tiempo muerto, en los que no hablaba de literatura, nos recordaba que el reino de Dios estaba dentro de nosotros y nos exhortaba a buscar la luz que llevábamos integrada como si fuera una linternita. Lo hacía como un sacerdote de la iglesia ortodoxa usando palabras antiguas y entonando su cántico de fe en el hombre. Trataba de impresionarnos con su actitud dócil, pero sabíamos que siempre había sido un lobo disfrazado de oveja, aunque realmente, y esto podría ser un problema de percepción, estaba transformándose ante nuestros ojos. Los juegos de azar de su pasado le habían dejado deudas que seguía pagando moralmente, las juergas le habían proporcionado momentos de lujuria. Los bellos cuerpos de las mujeres que metió en su cama lo bañaron con los dulces néctares de su guerra florar. Nadó en mares de espuma láctea en los que, con los ojos blanquizcos, estuvo a punto de ahogarse de placer. Un día se tranquilizó, se le acabaron las fuerzas o se le durmió la líbido y se convirtió en un padre ejemplar que quería re educar a sus ilusos alumnos y desobedientes hijos. En mi casa, es decir, en mi modesta buhardilla me enfrentaba a los cien personajes bélicos que me mostraban la violencia domada del viejo redimido. Laura era en esos momentos una caprichosa Emma Bovary con cuerpo de Anna Karenina que discutía sobre el bien y el mal. Me indicaba, asomándose por la inclinada ventana, a los pordioseros, las mujeres baratas y los ricos ataviados de fraude y engaño como si fuera un franco tirador. Me apoyaba en el Viejo Testamento, pero las cifras y sus acertadas fórmulas hundían el Arca de Noé, hacían imposible la vida de Adán a los novecientos años y demostraban que era inútil determinar con exactitud los siete días de la creación. Me confesó que, a pesar de todo, quería tener un hijo conmigo. Le hablé de inmediato sobre el sostén de los pilares de nuestra inexistente familia y ella dijo que los cimientos ya los teníamos y que era hora de montar las primeras columnas.

Sinopsis

Obsesionado por la figura del reconocido Pedro Iriarte, Alberto Teriari va a su encuentro para demostrarse que no es suficiente el parentesco físico para afirmar que la similitud es completa. El personaje va siguiendo la línea de acontecimientos que ha dejado el viejo a lo largo de su vida, pero al experimentar en carne propia esas experiencias descubre que en realidad no siente tanto rechazo y comprende las razones del retirado narrador, sin embargo, conforme asimila sus propios fracasos aparece un presentimiento aterrador. Un día Pedro Iriarte fallece y la vida da un giro inesperado que lo lleva a descubrir algo insólito. La historia está llena de elementos rusos que constantemente nos remiten a las tradiciones, música y literatura de ese país. Vamos descubriendo, como si estuviéramos abriendo una matrioshka, los componentes de la vida cíclica del personaje.

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