En los últimos años la enfermedad cardiovascular ha dejado de ser la principal causa de muerte en los países desarrollados gracias a los avances en medicina y, en especial, de la nutrición.
Cuando antes era impensable no comer una ración de carne, pescado o huevos al día por el miedo de tener una carencia proteica, ahora nos parece inconcebible no cocinar con aceite de oliva virgen extra o no tomar nuestra ración diaria de frutos secos.
Pero, ¿Es únicamente la comida lo que hizo disminuir la prevalencia de esta enfermedad o es el estilo de vida Mediterráneo otra variable a considerar?.
Desde los años 2000 que se estudia la dieta Mediterránea como modelo de alimentación con numerosos beneficios sobre esta enfermedad.
Las normas dietéticas se podrían resumir en tres fundamentales: aceite de oliva virgen extra como fuente principal de grasa para cocinar y/o aliñar, una copa de vino tinto al día y consumo de frutos secos.
Cualquier aficionado a las dietas para perder peso podría estremecerse con el hecho de añadir grasa y calorías a nuestras comidas pero el gran descubrimiento es que no toda la grasa es igual y que el control del peso no es equivalente a el control de calorías ingeridas.
Cuando pensamos en el estilo de vida mediterráneo lo asociamos al sol, la buena comida, y disfrutar de las pequeñas cosas.
Como bien intuyó Ancel Keys, hace cincuenta años, la relación entre dieta y enfermedad quedó evidenciada en su famoso estudio sobre los Siete Países.
El éxito de este modelo de dieta se vio determinado por dos factores fundamentales: la fácil adaptación a las características físicas, religiosas o fisiológicas de cada individuo y la gratificación sensorial a nivel culinario que esta “dieta” permite degustar.
La repercusión económica que supone la mejoría en los parámetros demográficos sobre salud cardiovascular es evidente. Era una enfermedad que crecía como una epidemia la cual preocupaba a economistas especializados en salud dado el coste que suponía curar pero sobre todo mantener la calidad de vida de estos.
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