Por mucho tiempo, cuando oía a algunas personas hablar de “nuestra ciudad”, “nuestro barrio”, “nuestra patria” no podía evitar sentir una pequeña punzada de envidia. Cuando las personas comparten una localidad que declaran “suya”, esta condición las une automáticamente, así no se hayan visto nunca antes. Como si fueran miembros de una tribu, ese punto geográfico compartido les confiere un yo colectivo que, inmediatamente, divide al mundo en dos bandos: “los nuestros” y “los otros”. Mi envidia proviene, claro está, de mi condición de “otro”. No pertenezco a ninguna ciudad, ningún barrio me proclamaría suya y por ninguno de los dos países que me otorgan nacionalidad legal siento particular afiliación.

Mis padres fueron ambos errantes y nunca se sintieron en casa en ningún lugar. Mi padre llegó a Argentina desde Alemania en la década de los cincuenta, empecinado en borrar toda huella alemana de su existencia. Fue adoptando un castellano vulgar – su propia versión del “lunfardo”- sin que jamás pudiera erradicar las erres guturales de su dicción, convirtiéndose así en una caricatura: un alemán disfrazado de una mezcla entre gaucho y compadrito. Mi madre llegó a Buenos Aires desde el interior del país, asqueada del campo y del confinamiento de la colonia de alemanes del Volga en la que se había criado. Con una historia de siglos de desplazamiento en su sangre y un terror a la pobreza clavado en la nuca, ella solo buscaba estabilidad, donde sea que fuere. Irónicamente, nos mudábamos con tanta frecuencia que no recuerdo el nombre de ninguna de las calles en las que hemos vivido. Ni el uno ni el otro mantuvieron lazos con sus respectivas familias, en una especie de orfandad voluntaria que marcó nuestra propia dinámica familiar, donde entre todos nosotros, tanto entre esposos como entre padres e hijos, mantuvimos siempre una prudente distancia. El nuestro era un hogar, si no frío, tibio.

En casa hablábamos siempre español y cuando emigramos a Alemania los funcionarios que tramitaban nuestros pasaportes estaban indignados porque mi padre, “uno de los nuestros”, no nos había enseñado alemán. Mi hermano y yo aprendimos el idioma de nuestro país anfitrión en la marcha, en un pueblito enterrado en la Selva Negra, tan pulcro como conservador, asistiendo a una escuela en donde éramos los únicos extranjeros rubios y de ojos azules. Nuestro aspecto físico generaba en nuestro entorno unas expectativas que se desmoronaban una vez que empezábamos a hablar. Con demasiado acento como para ser alemanes y demasiado rubios como para ser extranjeros, éramos una especie neutra para la que no había calificativos, ni para halagarnos, ni para insultarnos.

Durante la adolescencia, en ese tortuoso proceso de construcción de identidad, me aferraba con terquedad al “ser argentina” para diferenciarme de la gente del país que había decidido rechazar. Pero, cuando me reunía con argentinos, por lo general refugiados políticos, la realidad me abofeteaba sin clemencia. – ¡Que bien que hablás español, che! ¿Dónde aprendiste?

Fue por esa época que me di cuenta de que no hablaba “con pertenencia”. No solo carecía de la experiencia personal que me hubiese permitido ser parte de “la causa” y ser recibida en el seno de esta comunidad de exiliados, también mi forma de hablar me alejaba de ellos, quizás más que mi falta de historia compartida. Había perdido la entonación bonaerense y la gente no sabía dónde ubicarme con mi español indeterminado. De igual manera, cuando hablaba alemán, que logré dominar al cabo de unos años de tenaz persistencia, la erre – nuestra tara familiar que, en mi caso, era la erre rodante del hispanohablante – me delataba.

Ni de aquí, ni de allá.

En mi afán por ser aceptada, me asistió un talento natural para imitar todo tipo de acentos y dialectos, tanto en español, como en alemán. Este don me permitía asumir una identidad temporal y engañarme a mí misma, por unos momentos, al menos, de pertenecer a algún lugar, de tener una raíz. Esta habilidad terminó convirtiéndose en un acto reflejo y muchas veces me percataba de que estaba adoptando el acento y la entonación de mi interlocutor sin darme cuenta, muy para su desconcierto. En esos momentos me sentía como una impostora a la que desenmascararon en público… y más sola que nunca.

He pasado toda mi vida tratando de luchar contra esa falta de pertenencia. Me he resistido con vehemencia contra esa condición, desesperada por encontrar mi lugar en el mundo, por compartir esa unión, por ser parte de un yo colectivo. He buscado echar raíz, pertenecer a una cultura, a una comunidad, ser reconocida como “una de las nuestras”. Pensaba, con cierta obsesión, que toda identidad necesita un gentilicio, un folclor, una bandera, un suelo.

He tenido que vivir mucho para darme cuenta de que soy una planta área, de esas con raíces huérfanas, expuestas, colgadas al aire, germinando donde sea que caiga su semilla.

Finalmente, mi semilla germinó en el suelo fértil y el mapa de mi propia familia: en los brazos del hombre que me ama sin reservas y en las dos vidas que gestamos juntos y que brotaron de mi vientre. Y como todas las semillas de las plantas aéreas, que pesan muy poco para que puedan ser llevadas por el viento a las ramas más altas de los árboles, también mis hijos crecieron libres y levantaron vuelos ligeros y animados, sintiéndose en casa en el mundo, y el mundo en ellos.

Hoy dejo mis raíces desnudas mecerse suavemente entre las ramas de mi historia, mis sueños y el amor que me rodea y me siento integrada, por fin, en mi geografía personal.

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