« – Sólo se conocen bien las cosas que se domestican —dijo el zorro—. Los hombres ya no tienen tiempo de conocer nada. Lo compran todo hecho en las tiendas. Y como no hay tiendas donde vendan amigos, los hombres no tienen ya amigos. »
El Principito, Antoine de Saint-Exupéry
Hace cuatro años, me fui de voluntaria al campo de refugiados de Calais. Estuve mucho tiempo en el campo, desgraciadamente famoso, llamado la Jungla. Pasaba mucho tiempo en la escuela, edificada con madera por voluntarios y habitantes, dando clases de francés y haciendo juegos, como el Potencia 4. De pequeña, jugaba mucho con mi padre. Entre que me traía muchos recuerdos y que me creía buena en este juego, decidí desafiar a uno de los habitantes que llevaba tiempo jugando y ganando. Tenía un papel especial, con fuerte carácter y mucho humor. Era como el líder de su grupo y todo el mundo, hasta él mismo, lo sabía. Apostamos 20 euros en la partida. Una de las partidas más tensa que tuve en mi vida, con todo el mundo mirando y sus amigos dándole consejos en un idioma que no entendía. Hasta el último momento no sabíamos quien iba a ganar. Y al final, perdí. Me fui a darle los veinte euros. Para mi era una manera de cumplir mi palabra pero para él era casi un insulto.
Nos fuimos a dar un paseo y al quedarnos los dos solos la máscara se le cayó. Quizás por no tener ya público. Quizás porque mi máscara también se había caído. No estaba como voluntaria intentando ayudar a un refugiado sino como Malo, intentando cumplir con sus compromisos. No quería ser esa enésima persona que iba a agrietar un poco más su fe en la humanidad.
Sentados en un banco, frente a los múltiples grafitis que cubren las paredes de lona de la escuela, empezamos a hablar. Descubrí a una persona tranquila, pensativa y triste. Estaba esperando desesperadamente la respuesta a su solicitud de asilo, que le daría o no el derecho a tener un futuro. Su vida, como la de miles de personas en Calais, dependía de un pedazo de papel. Esperanza. La esperanza que le hizo llegar hasta ahí se estaba agotando. Los ocho meses en la Jungla la habían asfixiado. Intentaba mantener rectas, en medio de escombros, los últimos asideros de esperanza donde agarrarse. En caso de que se le concediese su solicitud, sabía lo que quería hacer. Le gustaría irse a Paris y retomar su carrera de informático. En caso de rechazo, su última esperanza desaparecería. Me dijo eso porque algo había cambiado. Su rostro se cerraba pero su corazón se abría. Me explicaba que ahora que era su amiga, le gustaría que le aconsejase. ¿Es una buena idea irse a Paris? ¿Cómo está la cosa en las demás ciudades? ¿Y en la mía? Me sentía incapaz de contestarle. Le soltaba chorradas de lo que pensaba sobre la realidad parisina y de lo que podría ser la vida en otras ciudades. ¿Ir a Grenoble? ¿Por qué no? Le podría ayudar pero iba a permanecer allí solamente seis meses. Le hablaba sin medir mis palabras, sin pensar en las consecuencias. Le explicaba que me iba a vivir a Madrid para descubrir otra cultura y porque me entristecía ver en que se estaba convirtiendo mi país. Entonces me preguntó cómo le podía aconsejar quedarse en un país que yo misma intentaba dejar.
En ese momento me di cuenta de hasta qué punto mis palabras estaban condicionadas. Le contestaba lo que me había acostumbrado a decir cuando uno me preguntaba sobre Francia, pero él esperaba cierta sinceridad por mi parte. Si hubiese sido sincera, le habría hablado del racismo y de esas personas a las que había encontrado el día anterior, que no diferenciaban terroristas de refugiados; del paro y de las dificultades que hasta los franceses tienen para encontrar un trabajo. Pero no quería ser la que iba a matar sus sueños. Al hablar como lo había hecho, manifestaba que no había visto la mano que me tendía al considerarme como su amiga. En un contexto donde todo el mundo se llama “my friend”, no supe hacer la diferencia.
Nos echamos a andar por la calle principal buscando a un restaurante donde tomar un té. Pero, desde la intervención de los antidisturbios, todo había cambiado. Nos colamos entre las furgonetas que vaciaban las últimas tiendas. Entramos en uno de los pocos restaurantes que prefería arriesgarse a seis meses de cárcel antes que cerrar. Estábamos pensativos. Ambos sentados en el suelo, fumábamos, mirando a lo lejos. La similitud me sorprendió. De repente me vino a la cabeza que un día un etíope me había dicho que pensaba demasiado, algo nada bueno en un lugar como la Jungla. Sadat estaba de acuerdo. Sus pensamientos le estaban comiendo vivo. Era insoportable. Me contó que algún día, un voluntario le había dicho que hacía falta ocuparse las manos para dejar de pensar. ¿Pero cómo vas a tener ocupaciones en un lugar como éste? ¿Y yo, tengo soluciones? ¿Yo? ¿Pero que sé yo de esas cosas ? Sin haber vivido siquiera la mitad de lo que ha sufrido, aun así a veces, bebo para no pensar…
Me costó bastante tiempo escribir este texto y desprenderme de esa vida, llena de contradicciones, que intentaba mantenerse en la Jungla. Necesité escribir para poner un punto final a aquello. Y al mismo tiempo, este texto se convirtió en lo único que me seguía vinculando con lo que viví allí. Acabarlo significaba pasar página. Y no estaba dispuesta a hacerlo. Algo cambió en mí ese día. Quizás porque Sadat me domesticó. Como el zorro del Principito que no verá igual los campos de trigo, las noticias que lleguen de la Jungla ya no tendrán el mismo impacto en mí. Porque ahora sé que entre las cifras frías y los escombros, está Sadat, mi amigo, ese hombre lleno de sensibilidad y humanidad, que intenta, sólo, mantenerse con vida.
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