Arden las fronteras, amuralladas de espinas. Relucen amenazantes sus cadenas de fuego helado. Sus cuchillas forjadas de crueldad inútil separan al hombre de sí mismo. Desgarrando la piel, quemada como la tierra después del saqueo.
Cómo explicártelo, para que me entiendas… Mira, aquí tienes es el mapa del mundo. Cada año hay treinta millones de desplazados nuevos, errando por el tablero como fichas que se saben ya perdedoras en el monopoly.
Y pronto serán otros mil millones de personas con el mismo billete. Aunque ellos no lo saben aún. ¿Recuerdas aquella vieja canción? Parecía una nana cuando decía: “y el hambre no avisa nunca / vive cambiando de dueño”.
Te he dicho billete, pero para ese viaje sin rumbo será para lo único que nunca nadie les pedirá ningún papel sellado.
Treinta millones. Mil millones. ¿Puedes imaginarte a mil millones de personas? ¿Serías capaz de ponerles rostro a cada una? Sí, sé que te viene la imagen de Hades en el inframundo. La morada invisible de los muertos. Es tan inconcebible crear esa imagen en tu cabeza como la de aquella barriada de Mumbai en las películas. Dicen que vive allí un millón de personas en dos kilómetros cuadrados.
Tú y yo tenemos el privilegio de poder sentir el silencio contuso del suelo. Un suelo sembrado de cicatrices que huyen de la luz. Pero no puedes saber qué se siente cuando, tras meses arrastrando los pies con la vida a cuestas, ves aparecer a funcionarios armados cortando el camino hacia qué más da el país.
No se puede continuar. Comienza la espera. A los primeros minutos de tensión le suceden las horas. Y los días. Parte de la expedición dará marcha atrás para tratar de bordear la frontera por otro lado. Saben que los guardias fronterizos les asaltarán y les quitarán lo poco que tengan de valor. ¿Te acuerdas de cuando jugabas a la rayuela? Para ellos es como si todo el suelo fuera un dibujo que alguien les zarandea constantemente.
Para nosotros, que todos esos países (Grecia, Croacia, México, Túnez…) son como trofeos en la lista de vacaciones, ¿cómo ponernos en los zapatos maltrechos de quienes han cruzado a pie el desierto para llegar a una valla, ya sea en Melilla o en El Paso? Es una ruta secular. Podrías visualizar a muchos Filípides, ya sea con la piel del ébano o con rasgos indígenas, exhalando su último suspiro tras anunciar la derrota del mundo.
¿Sabes lo que vale un camión frigorífico? En un clic podemos encontrar cientos de tiendas. Conectar al instante con el vendedor y pedirle precio. Mira, en Alemania hay uno que vale medio millón de euros.
Hoy todos llevan termógrafo. ¿A que no habías oído nunca esa palabra? Es el aparato que lleva el conductor en la cabina para medir la temperatura del contenedor. Sí, te suena a nave espacial. Poliuretano, fibra de vidrio… ¡cómo avanza la tecnología!
El otoño pasado, la policía encontró 39 cadáveres en el interior de un remolque en el Reino Unido. Eran todos vietnamitas, que soñaban con llegar a Europa y viajaban escondidos como patatas. Nadie sabía identificarles, hasta que apareció una pista desde el otro lado del mundo. Los padres de una chica, que habían pagado 38.000 dólares para sufragar su viaje, tenían un mensaje en su teléfono que decía: “»Lo siento mucho, mamá y papá. Mi viaje al extranjero ha fallado. Me estoy muriendo, no puedo respirar. Os quiero mucho».
Había pasado por China, Francia y Bélgica antes de aparecer en Inglaterra. La chica se llamaba Pham Thi Tra My, y tenía 26 años. El camión había sido fabricado en Suecia, registrado en Bulgaria y era propiedad de una compañía irlandesa. Todos estamos conectados como nunca, pero para ser mercadería sin valor a la que dejar asfixiarse en una jaula.
Hace unos años murieron otros 58 en un camión que transportaba tomates y sueños imposibles. Treinta y nueve. Cincuenta y ocho. Veintiséis… (¿puedes imaginarte lo que serán 38.000 dólares en la región más pobre de Vietnam?).
¿Y la escena que ve el policía que abre la puerta del container? Debe de ser como la primera vez que ves el Guernica. O el horror que vieron los soldados que liberaron los campos de Auschwitz.
¿Sabes? Cuando vivimos la guerra civil y nuestras ciudades fueron bombardeadas, muchas de esas bombas no explotaron. Se incrustaban los obuses atravesando los edificios, y dejaban un rastro humeante. En su interior, había mensajes que decían: “No temáis. Los obuses que yo cargo, no explotan. Un trabajador alemán”. Un amigo mío encontró en Alicante una nota en el interior de unos proyectiles que decían: “Españoles, somos hermanos vuestros y no queremos haceros ningún daño”. Había gente que se jugaba la vida desobedeciendo órdenes, porque no querían formar parte de la maquinaria de guerra. Es más, querían boicotearla con lo que tenían en sus manos.
En aquel tiempo no había internet ni televisión. Pero ellos fueron capaces de mandarnos esos mensajes escritos a mano.
Porque en la vida puedes elegir ser arena o aceite. La arena detiene el engranaje del mundo. El aceite engrasa para que todo funcione perfectamente.
Hoy la guerra es invisible, pero es el mismo dolor, la misma gente la que sufre.
No lo olvides nunca. Yo viví la contienda, y tenemos el Guernica para honrar esa memoria. Pudimos rescatar muchas cosas de Auschwitz, también, para que nunca se vuelva a repetir.
Cuando seas mayor, tus nietos leerán y conocerán todas estas derrotas, una tras otra. Las películas les contarán historias de sus travesías increíbles, viajando en maleteros o en el tren de aterrizaje de un avión. Y seguramente verán (ojalá esos días exista un museo para visitarlos) sus zapatos, sus relojes. Sus tazas de barro, sus vajillas. Las viejas fotos con el reverso escrito y borrado por la lluvia.
Las fronteras, amuralladas de espinas. Con sus cadenas de fuego helado. Sus cuchillas…
Y te preguntarán entonces,
como me preguntas tú ahora,
cómo fue posible.
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