Actitud disociadora

Actitud disociadora

Te sientas en la única silla que te dignaste a poner en tu diminuto estudio, creyendo que la soledad te inmunizaría. Frente a ti hay dos tostadas pintarrajeadas con jalea de membrillo y una libreta desierta. Hoy se cumplen veintitrés años. Aunque lo hayas callado hasta el dolor de tus entrañas, tienes bien presente que pasaron veintitrés años desde aquel jueves torcido en el que marchaste del barrio.

Comienzas a desandar el laberinto en tu cabeza; te resulta irónico que la escritura, tu eterno refugio, haya sido la causa de tu destierro. El hecho de no saber cuál fue la línea que te empujó al precipicio, es algo que siempre te ha martirizado. Vas al armario y tomas del falso cajón de los calcetines la única edición que pudiste manotear antes de partir. Ese acto grotesco de buscar tu obra en una guarida recóndita, te hace caer en la cuenta de que, pese al océano de distancia, aún el terror camina por dentro.

Es absurdo comenzar por el prólogo, tu amigo Querenti era la mezcla perfecta de cautela y perspicacia. No encontrarías una palabra desatinada en el conjunto de esas frases preliminares. Vas directo a la página 37 donde el decreto S.3129 ha oficiado inútilmente de separador todo este tiempo. Un poco más amarillento pero igual de injusto, anuncia: “Considerando que el análisis del libro Plumas Negras editado por Antigua Cambalache, demuestra una actitud disociadora, tendiente a provocar conductas atentatorias a la armonía de las relaciones sociales; se prohíbe su distribución, venta y circulación en todo el territorio nacional. Se ordena el secuestro de todos sus ejemplares y la inmediata detención de su autor Benjamín Cienalmas”.

Apartas la sentencia y echas un soplido que pareces haber contenido durante siglos. Buscas en el primer encuentro con Los Incorruptibles en aquel banco roto de la Plaza Libertad, en el diálogo del café La Turbia y en el soliloquio introspectivo de Medina. Ningún pasaje te resulta un camino hacia la destrucción de los valores tutelares de la sociedad, como osaron titular los cómplices de siempre. Repasas letra por letra la descripción del bosque impenetrable y haces lo mismo con la reaparición de don León. ¿Actitud disociadora?, te preguntas impotente. Es suficiente, vuelves a la habitación, remueves un par de calcetines apolillados y dejas descansar el libro hasta el año siguiente, cuando tenga que resucitar para repetir este ritual masoquista.

Tus ojos se clavan en la libreta vacía. Son contados los párrafos decentes que han nacido de tu mano en estos años. Tal vez, el decreto que te obligó al exilio contiene un inciso que jamás leíste en el que se agrega: arránquese todo vestigio creativo al autor. O simplemente perdiste la pasión en alguna esquina y como todo escritor desarraigado vas dando manotazos de ahogado. Porque cada vez que intentas recordar el aroma de la casa de tu abuela, el color de tu primera bicicleta o la risa de Julia, aparece una nebulosa hermética que te aparta de todo aquel que fuiste.

Sería injusto decir que no has encontrado fuentes de inspiración en todo este tiempo, vaya si tienes historias que contar. Pero el pulso interno te empuja a hurgar entre recuerdos de esa vida que quedó allí, en esa porción de patria que te pertenece y que cada vez se torna más difusa.

Hoy lo asumes. Haber logrado escapar no fue una victoria. No llegaron las obras, no llegó la nueva vida. No llegó nada.

Prometiste que te lo tomarías como un día corriente. Por eso bajas a comprar tabaco y a revisar las nuevas incorporaciones en el puesto de segunda mano. Al llegar a la calle, te engañas imaginando un perro que irrumpe en las aceras impolutas para destrozar una bolsa de basura. Añoras, incluso, el bello desorden de las cosas. De regreso, en el hall de entrada, el portero te suelta el tímido saludo de cada día. Ese brochazo de cotidianidad te tranquiliza. Al llegar al ascensor, el espejo te devuelve un reflejo sincero de un Cienalmas más joven, con mirada atrevida y una sonrisa que ni siquiera recordabas. No te quedas pasmado, ni te abrumas con preguntas.

Abres la puerta. Las tostadas están intactas, la libreta también. Vas al baño, tímido, como si entraras en un sitio desconocido. El que te vendió las píldoras te dijo que los latidos cesarían en unos minutos. Te ríes al pensar que allá las hubieras conseguido a mitad de precio.

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