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Paula baila a la vez que va limpiando.
Se mueve muy ien, como una bailarina de ballet. Si entre cierro los
ojos puedo imaginar que está en un escenario bailando de verdad.
Sigue igual de delgada que cuando se vino aquí a estudiar. Recuerdo
cuando eramos unas crías y nos peleabamos por el mismo trozo de pan.
Yo ganaba casi siempre, porque al fin y al cabo era la mayor. “Así
te quedarás delgada y bonita” le decía yo para chincharla. Y ya
lo creo que se chinchaba. “No quiero ser ni delgada ni bonita” me
respondía. Y cruzaba los brazos y se quedaba mirando su plato sin
hablarnos a nadie. Recuerdo el banco en el que siempre nos sentabamos
y hablamos por última vez antes de que se fuera, siempre cubierto de
polvo, igual que el resto del pueblo. Nadie limpiaba alli, a nadie le
importaba. “Ya verás, te vas a hacer famosa. Y publicaras tus
actuaciones en el Instagram ese y lo verán Maria y Melissa y todos
los del pueblo, vas a ser la envidia de todos”. “Bueno, lo de
chingar sin parar lo puedo entender que de envidia, pero bailar…”
“¿Qué dices, loca? Tú vas allí a bailar, no a chingar. Que no
me entere yo que andas como loba entre hombres”. Cómo nos reímos,
a carcajada limpia, lo recuerdo cómo si me limpiara el alma.
“¿Y qué cosas tienes que hacer?”
“Limpiar, cocinar, cuidar el niño…” Le pregunto si cobra bien,
no es así. Y si no hay otros trabajos que sean mejores o que paguen
bien, parece que para ella no. Le pregunto también si es feliz. Me
contesta que se dió cuenta que en el único sitio en el que ha sido
feliz fue en el pueblo conmigo. Nos abrazamos y lloramos un montón,
qué ñoñas somos. “¿Y los dueños de la casa te tratan bien?”
Veo cómo se le desbanece la sonrisa. Parece que no les gustan los
inmigrantes. Y le hacen comentarios y bromas crueles. “Y claro, al
principio le ríes un poco las gracias, pero hay un momento…” Se
calla, deja de mirarme y se pone unos cascos con música. Me dice que
podemos hablar luego, que le queda mucha faena. Me propone sentarme
en el sofá, y que me ponga la tele. Le hago caso, no quiero
molestarla. Y además no sé qué hacer para animarla. La miro por el
rabillo del ojo como limpia y baila a la vez. Vuelvo a la niñez
cuando la veía bailar… No, a la adolescencia, cuando se desarrolló
y empezó a ser una mujer y seguía bailando sin parar. Era tan
guapa… Y lo llevaba fatal y me comían los demonios. Y ahora lo es
más todavía, y mi sentimiento es totalmente diferente.
El bebé se echa a llorar. Se ha
despertado, y además se ha cagado. “No sé qué le dan de comer
que le sale una caca super nutritiva.” “¿Cómo nutritiva?”
“¿No lo hueles? La caca de los pobres no huele asi.” No la
sigo, no sabía que el olor de las cacas dependiera del dinero, pero
tiene sentido. Todo en este mundo depende del dinero. “¿Y cuándo
te vas a casar con ese misterioso novio tuyo?” “Ya te he dicho
que no quiere… de momento.” Me da a probar unos pasteles hechos
por él, ventajas de tener un novio pastelero. “¿A que están
buenos?” Sí que lo están. Me cuenta otra vez cómo se conocieron,
en la calle, hace siete años, saliendo de fiesta… Hicieron el amor
esa misma noche… “Y en la calle que nos podía haber visto
cualquiera.” Me rio, me rio con ella. Como aquella vez en el banco.
Y como otras tantas antes de que se fuera. No puedo dejar de pensar
que mañana me vuelvo al pueblo. Que no sé cuánto tardaré en
volver a reirme con ella. Y en lo único en lo que puedo pensar es
que no quiero que pasen otros diez años para volver a vernos.
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