Después de pensarlo y sin ganas, lo decidimos.

Teníamos que irnos. Recién casados y con un bebé de un año.

Parecía que alguien nos jugaba los goles en contra, nos preguntábamos por qué.

Si me lo hubieran preguntado antes diría que jamás, que ni loca me iba del país.

-Pase lo que pase, me quedo, a sacar al país adelante a como dé lugar-porque así era como pensaba.

Pero ese año cambio todo, hubo una quiebra económica regional, que destruyo miles y miles de empleos.

Yo recién había dejado mi trabajo, por la sencilla razón de que nuestro hijo estaba casi todo el día solo y dependíamos de varias personas para que lo cuiden.

Intentamos que saliera bien, pero lo único que ganamos fue soledad en la pareja y el dolor de no ver a mi bebé durante todo el día.

Después de todo, si tenes un hijo qué sentido tiene no estar con él, por unos pocos pesos que sobre todo me gastaba en transporte, ya no valía la pena.

Mi marido trabajaba por un sueldo muy inferior a lo que tenía que cobrar y como era joven lo explotaban sin censura.

Hacía ya dos años que no le subían el suelo a nadie. El país empezaba a hundirse en la miseria. Sueldos bajos y desempleados era el tema redundante, junto con los aviones que se iban hasta arriba con la gente joven que se podía permitir irse del país.

La gente empezó a emigrar en masa para Europa y EE. UU.

Era muy triste.

Cada mes era más difícil llegar a fin de mes y con un bebé los gastos son necesarios y obligatorios.

Entre tanto, mi suegro hacía tres meses que estaba en Galicia, haciendo trámites para el retorno de sus padres, después de 50 años de exilio. Cuando de buenas a primeras, los abuelos decidieron no viajar y no volver, después de tanto tiempo, se enfrentaron a que quizás no estaban preparados, se fueron huyendo de la miseria y del hambre más extremo-hacía tanto tiempo- la idea real de viajar los sobrecogió y dieron un paso atrás, se negaron a volver.

Mi suegro quedo perplejo, solo, cuestionándose la vida entre las montañas de Galicia, enfrentándose a un país que no era como se lo habían contado, las maravillas de las que hablaban sus padres, como el mejor sitio del mundo. Se enfrentó a un país, con problemas económicos, con diferencias sociales, con racismo, que sufrió por ser sudamericano, un español nacido en Uruguay.

Este nuevo mundo no era como sus padres recordaban, la memoria habla en otro idioma.

– ¿Tus abuelos no vienen, quieren venir ustedes?

Las líneas de la vida se nos cruzaron al paso, buscando la simetría, dos parejas de distinto tiempo, en distinto país, frente al mismo dilema.

Ellos se fueron y ahora nosotros regresamos. Una línea invisible une todas las almas. Compartiendo un mismo propósito, hacer prosperar la vida.

Nacimos en un hueco, al sur, que dio asilo y cobijo a mucha gente, de tantas y tantas nacionalidades y es un desconocido por la mayoría.

Allí llegaron también mis bisabuelos y tatarabuelos, catalanes, gallegos, vascos, italianos y alemanes y quien sabe de donde más, esto se pierde en el tiempo.

Ahora nosotros estamos aquí, en la brecha, frente a frente con nuestros antepasados. Y te vas.

Nunca me voy a olvidar, cuando despego el avión de Montevideo, nos miramos a los ojos y nos quebramos.

Lloramos juntos el desgarro de saber que no había vuelta atrás, detrás lo dejamos todo, la cuna de nuestro bebé, los regalos de casamiento, la ropa que no podíamos traer, los cuadros, la música, la familia, los amigos, el alma.

Nos abrazamos los tres y así comenzó nuestra aventura.

Dejar la tierra.

Dejar el olor de la tierra mojada por la lluvia, el aroma de los jacarandás en primavera, llenando de color violeta las calles.

El mar con su eterna presencia.

La comida, los tambores, la calle, la música, la gente.

El cielo.

El sentido y el sentimiento de ser alguien, de pertenecer a un lugar.

Eso que en el día a día te parece insignificante, se convierte en un tesoro. Y como todos escuchamos alguna vez, hasta que no perdes algo no le das el valor que realmente tiene. Es una ley de vida.

Pasamos a ser inmigrantes, seres que vagan como alma en pena sin poder reposar la cabeza de verdad. La angustia y la melancolía te acompañan.

Somos como fantasmas dentro de una sociedad que no te ve, que no te comprende, que no te escucha.

El pasado ya no está y el futuro nadie lo sabe.

El dolor pesa en el pecho y se hunde profundo, ciego por la pérdida. Más vale asumir el duelo cuanto antes. Antes la herida sanará.

En ese mismo fondo hay una promesa, una semilla, que si resiste a la negrura de los días y al frío del alma, sobrevivirá, esperando su próxima primavera.

Aunque no hayan jacarandás ni tambores.

Brotará esa semilla más fuerte y al ver la luz, no le importará nada más, solo crecer, ya habrá tiempo para descansar.

Hay que ser fuerte, sabiendo que una parte de tu alma vive ahora a la sombra y en la humedad. Una humedad triste que lo cubre todo, como una capa espesa, que solo el tiempo va secando mientras te abrís al nuevo sol, a la nueva tierra. Recordando que el sol sale para todos cada día.

La vida, ahora más que nunca, se convierte en un reto y la fuerza te la da el corazón que busca volver a ilusionarse y a soñar, aunque llora más que sueña, sabe y añora su nueva primavera.

A la tierra que nos recibió, Gracias.

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