El mezquino tiene miedo a los regalos y yo me estoy muriendo en silencio enfrente de ese reflejo de mujer, una mujer que se levanta, se inclina sobre algo y vuelve a sentarse. El reflejo lleva ahí un mes o más, no sé. Cada vez se ve más encorvado y más lento solo que hoy se ha vuelto hacia mí con la sonrisa de Madre. Huele a Betadine y a florones fritos y el reflejo se agita con la lumbre que ilumina de rojo el arcón y la córnea del conejo muerto. Se escuchan las risas de Madre y las de la cuidadora y las voces de los niños del guarda cantando villancicos espantalobos. El aire frío que entra por la puerta me hace descender como un avestruz sobre el nido de sábanas azuladas por el resplandor de la pantalla donde noche y día asoman unas esferas recubiertas de miles de mazos para amasar pan. Ese gel que respiro, relleno de analgésicos, apaga las frases tontas de la cuidadora. Es una sustancia casi tan fría como el aire que introduce el jefe de los maquis al empujar el portón de la casa del monte. El hombre me enseña las primeras letras con unas fichas que tenía preparadas de cuando ejercía de maestro. Madre le devuelve el favor con unas croquetas de conejo cazado en época de veda pero no anota nada de eso en sus cuadernos de cuentas. Las croquetas nuestras de cada día alzadas en el plato de loza se ofrecen también al guarda forestal que se hace el tonto y mira para otro lado. Duérmete niña, dice Madre sonriendo, pero yo hago dibujos con las uñas en la pared sobre el cabecero y luego los borro antes de que la cuidadora se dé cuenta para que no aproveche para cambiarme mis sábanas con olor a mujer y a oveja por otras asépticas que solo huelen al frío desinfectante de la residencia municipal.

Ayer vino Hijo con su mujer, o fue anteayer, lo cierto es que las niñas no se han acercado nunca, son muy jóvenes, dicen, más hermosas que las pesetas las dos, demasiado pequeñas para acudir a un lugar como este, esto no lo dicen pero lo piensan. Mocitas serían ya si hubieran nacido entonces y lo que son es ignorantes que no saben a qué huele la retama en el hogar ni que las penas dormidas resucitan y te pudren hasta matarte, como a la hija del maqui que se tiró a un pozo después de que él saliera de la cárcel, veinte años estuvo aquel pobre hombre en las prisiones franquistas. Cordero de Dios, ten piedad de todas nosotras. Para entonces ya vivíamos en Madrid, como tantos vecinos del pueblo. ¿Te puedes quedar con los críos esta tarde? ¿Me prestas un poco de carne que ha llegado mi suegra y me ha pillado sin nada? ¡Tráeme el pan que no me da tiempo a salir con tanto pañal sin lavar! Y va Hijo y se casa con una forastera, con la hija única de una familia que sobrevivió a la postguerra a base de cartillas de racionamiento, o sea, que no había croquetas para visitas ni favores que valgan.

Yo le regalé a ella el mantón de Manila, bien doblado en su arcón, como a mí me lo pasó Madre. Ni mu me dijo y lo que pasó es que selló así la relación a su manera, la de tú en tu casa y yo en la mía. Ni se enteró del alma del regalo ni hizo por enterarse. Fue Madre quien lo bordó cuando tenía doce años, para su ajuar. Como no tenía dinero para comprar paño bueno ni seda de colores lo cosió con hilo blanco. No dibujó grandes rosetones ni pavos reales sino pequeñas chiribitas que escondían abejas y escarabajos y algún que otro polluelo de vencejo y nubes, muchas nubes. Su madre se enfadó. No era normal tanta insignificancia en vez de unas rosas bien hermosas, pero así era ella. El mantón solo se lucía para Santa Águeda, en la procesión de las mujeres que celebrábamos cada año que estábamos vivas y juntas.

Vinieron los dos, ayer, creo. Y en el segundo que ella salió para contestar al móvil me cuenta Hijo, una tontería, te hará gracia, me dice. Que su mujer no soporta más las peleas de mis nietas y que lo ha dividido en dos, una parte para cada una. Para que se hagan el disfraz de Halloween, eso hizo mi nuera con el mantón y mi hijo le rió la broma. Rasgado como un velo con una cicatriz de hilos blancos por la que me va la vida. Dios debería haber tomado venganza pero guardó silencio y ese punto rojo de la televisión noche y día y yo no sé quien recordará nuestro frío ni nuestro nombre, el pan nuestro de cada día dánosle hoy, dánosle hoy, no.

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