Me sorprendí a mí misma llenando las maletas de mi vida, sin tener la certeza de poder encontrar un techo que me cubriera, aún no sabía que haría o que camino tomaría. 

Tenía demasiado miedo, un miedo que me congelaba las entrañas y me paralizaba la respiración de manera intermitente, un vacío en mi pecho lleno de dolor y unas cuantas cicatrices que me dejo el desamor. Debía huir, desaparecer, había llegado el momento de escapar, atónita sin poder creer lo que estaba ocurriendo había tomado una decisión y no había vuelta atrás, no podía volver jamás.

Aquella casa de blancos impolutos y encimeras brillantes era mi sueño, mi anhelo más profundo, un deseo que se mantenía atado a una ilusión perpetua, un espejismo tan perfecto que mi mente sentía como si fuese real. Pero no lo era, jamás lo fue.

Promesas rotas, lagrimas sin sentido, gritos ahogados que guardaban aquellas paredes testigos de un dolor infernal, manchadas de sangre producto de un sacrilegio premeditado y perfectamente ensartado con punto de costura. Atada de manos y sin poder respirar emprendí un camino que me cuesta recordar, por más que intentase largarme había algo que me ataba, una correa invisible que me asfixiaba, una amenaza temerosa que ofrecía con especial insistencia la necesidad de degollar cada latido de mi existencia.

Abandone ese lugar sin detenerme a pensar. Esa casa, ese intento de perfección prolongada, esa fachada que ocultaba recuerdos espeluznantes, tragedias que se remueven en mi cabeza con particular insistencia volviéndome absorta ante una realidad que no me reconforta. 

Camine, corrí y me escondí, pero, aunque acelerase mi paso y me ocultara en la luna a donde fuera que estuviese llegaba sin permiso y sin aviso, me sorprendía cual tigre asechando a su presa. 

Una persecución que omitía las valías del espacio personal, que aplastaba el respeto de una vida normal. Tenía que hacer algo para detener ese detrimento, no podía permitirme dar un paso en falso, no había tiempo para cometer errores, podía perder el control de mis actos cada vez que veía el reflejo de su rostro ante mis ojos. Había llegado el momento de deshacerme de ese asunto que destrozaba mi voluntad, debía hacerlo sin dejar rastro, sin levantar sospechas, una sola acción determinada que cambiaría mi vida y me dejaría impactada.

Decidí cruzar fronteras con unas pocas maletas, un único trayecto que me permitiese salir lo más rápido que pudiese, poner mar y tierra de por medio para que mi pesadilla acabase, para que no pudiese atraparme, para encontrar la paz que necesitaba en el año más oscuro de mi vida. Sigilosa como un gato, calculando cada uno de mis pasos, decidí emprender mi viaje vacilante rumbo a la libertad, ungida con mis conocimientos y mi verdad, llena de esperanza, de fe y con la necesidad de creer que cuando el avión aterrizara estaría bie.

Estaba aterrada lo puedo confesar con total vehemencia y sin intención de engañar, me asuste al ver a los guardias que esperaban con cautela el ingreso de los pasajeros para inspeccionar cualquier atisbo de infracción. En mi caso no había ningún indicio falta, pensaran ustedes que he cometido homicidio, pero no. Seria una desgracia ensuciar mis manos para satisfacer una venganza completamente en vano.

Requisas, chequeos, papeles y un par de sellos me mantuvieron en vigilia con un nudo en la garganta y una sensación de incertidumbre hasta que llego el momento, estaba todo listo y aparentemente perfecto. ¡finalmente pude respirar! al oír las palabras del funcionario al decir – Bienvenida a España – irreal, soñado o quizá tranquilizador, durante tanto tiempo imagine este momento que no creía poder concretar, estaba aquí y por primera vez en mucho tiempo me sentía feliz. Después de tanto tiempo me sentí segura, aunque estaba sola me sentía bien, el miedo había desaparecido con el solo hecho de estar a kilómetros de un hombre que estuvo a escasos segundos de acabar con mi vida.

Emigrar me salvo la vida.

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