Exilio y migracion

Exilio y migracion

Carlos Vera

01/05/2020

Fueron diecisiete años de exilio forzado, diecisiete años en los que se me impidió ver salir el sol detrás de la impresionante cordillera andina. Diecisiete años en que no pisé esas calles que me conocieron desde siempre, diecisiete años que no lograron quitarme del alma la pena de no verte, la angustia de no sentirte, la desgracia de no tenerte.

Derrotada la dictadura en el plebiscito de 1988, en 1990 el nuevo gobierno democrático abrió las fronteras permitiendo el regreso de miles de exiliados que había botado la dictadura. Miles de exiliados que nos habíamos convertido en embajadores del dolor y la crueldad que asoló por tantos años a Chile, retornábamos al país.

Debíamos volver, había que reencontrarse con ese pasado lejano y triste. Regresábamos a un país desconocido para mis hijos, un país tercermundista idealizado en mi mente y hermoseado por la ausencia y la distancia. Un país tercermundista en donde la riqueza es escasa y la acumulan los mismos de siempre, aquellos que propiciaron y se beneficiaron del golpe de Estado.

Fuimos recibidos con bombos y platillos, fueron días de celebración y de reencuentros. Con el corazón ahíto de emociones y los ojos acostumbrándose poco a poco a este nuevo llanto de felicidad, tan desconocido para los retornados, pero que nos hacía mucho bien.

Era muy duro, vivimos cientos de emociones encontradas y sentimientos en reversa que no tenían como expresarse ni como salir desde el fondo de nuestros espíritus vilipendiados y doloridos.

Situaciones de crisis ponían a mis hijos en mi contra pues no entendían por qué yo quería y soñaba con regresar “a esta mierda de país”, según sus propias palabras, en donde ni siquiera había un buen sistema de transporte público, en dónde la salud se había privatizado al igual que la educación para privilegio de los con mejores ingresos y los nuevos ricos que el sistema había creado.

Cómo hacerle entender a un muchacho criado en Suecia que yo amaba esta tierra, que era el único lugar del mundo en que lograba sentirme entero, que era el único lugar del mundo que al acogerme entre sus brazos cordilleranos que tanto amaba me hacían sentirme seguro y protegido. Como explicarles que este era el País que les había inventado y que aprendieron a conocer y a idealizar según lo que yo contaba y que no era la realidad, que ese país existía solo en mi mente.

Costaba mucho, costaba demasiado y el precio de vivir en Chile era impagable, ¡lo pagaba yo o lo pagaban mis hijos!

Un día de 1991 y cuando habíamos logrado independizarnos del tío que nos acogió a nuestra llegada, los noticieros de la mañana daban cuenta de que el Ejército se había acuartelado. El pánico recorrió mi espina dorsal desde la nuca hasta el culo mismo. El temor ahora se multiplicaba por cuatro, estaban mis hijos y mí mujer de por medio, indudablemente las personas más importante de mi vida. El miedo ya no era por mi pellejo como lo había sido antes, ahora había más gente a mí alrededor; los seres a quienes amaba entrañablemente.
El otrora Dictador, ahora convertido en comandante en jefe del ejército, realizó esta maniobra de amedrentamiento para cubrir las espaldas de uno de sus hijos metido en sucias maniobras comerciales con el mismo ejército que dirigía su padre, institución que había girado suculentos cheque a su nombre, ¡todo un negocio familiar!

Largas horas de zozobra, de temor, de llanto, sacudió no solo a mi familia sino que a la familia de todos y cada uno de los retornados. El miedo hizo rebrotar el pánico de aquellos fatídicos días cuando fuimos forzados a emigrar, cuando se nos quitó el derecho a pisar suelo Chileno cualquiera fueran las circunstancias, cuando ni la muerte de nuestros padres y familiares logro ablandar la conciencia de las autoridades de la época. No bastaba con mantenernos lejos sino que había que ejercer la mayor violencia posible para que sufriéramos el extrañamiento de manera ejemplar, como si ese dolor, esa angustia pudiera hacernos cambiar el switch de nuestros pensamientos, de nuestros ideales, de nuestra concepción de un mejor país, como si con cada afrenta pudiéramos llegar a pensar como ellos.

El añorado regreso no fue lo que esperábamos, menos para mis hijos que no lograban encajar en este nuevo mundo que mi país les brindaba. Los veía languidecer, los escuchaba tener largas conversaciones con sus amistades y novias en Suecia, su país natal y por el que sentían los mismos afectos que yo por éste mezquino suelo.

Sus sufrimientos, frustraciones y penas eran mías y las sufría junto a ellos. La alegría del retorno había dado paso a una fría melancolía ajena, pero propia, pues era la de las personas a quienes amaba tanto.

¿Qué hacer para llenar esas almas que mi proceder y decisión habían vaciado? ¿Volver, esperar?… ¡sí, sí, podíamos esperar a que se aclimataran…! pero, ¿Cuánto?

Logramos quedarnos un año y medio en Chile, ¿para mí? ¡El paraíso! Para ellos, ¡un infierno!

Volvimos a Suecia un frío día de invierno con el hielo calándonos los huesos, la piel y el alma. Mis hijos con un tibio asomo de felicidad en sus rostros y con un fuego desatado en sus almas.

El exilio a que nos obligó la dictadura se convertía ahora en una migración eterna. El daño que causaron a nuestras vidas se prolongaba ahora por el resto nuestras existencias. Podíamos volver cuando quisiéramos, ¡pero de visita!

“Donde quiera que me encuentre seré siempre pasajero” escribió un día Isabel Parra y ahora nos tocaba de nuevo volver a sentirlo.

¡Ya no volvería a ver salir el sol tras esas enormes montañas nevadas gran parte del año!, ¡ni la luna llena emerger majestuosa de entre pliegues nubosos en primavera!, ¡no escucharía más el grito del vendedor de gas, ni la música estridente de algún vecino!, ni habría que levantarse los miércoles con ese olorcillo a feria de hortalizas que se instalaba en mi calle con sus gritos repetidos como mantras: “¡las papas las guenas papas caserita, mire que lindos mis ajos, lechugas que lindas mis lechugas caseeeeeeera”

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