El exilio tiene un olor particular. El mío era un olor árido y musgoso al mismo tiempo, como un olor de vejez que comienza a gestarse dentro de un cuerpo, cada parte de mi piel emanaba tristeza. Entre convulsiones de recuerdos aprendí cómo hay olores que al conmemorarse, nos hacen sentir ahuecados. 

Me recorría la piel en una forma que se sentía egoísta la sensación asqueante de haber dejado a mi familia dentro de esa frontera caníbal, con mi única oportunidad de huir de un líder carismático, que aún después de muerto seguía “liderando” a las clases bajas dominantes, quienes vivían deslumbradas por  migajas en un gobierno dictador, dentro de la nueva pobre: Venezuela. 

Elegí un país cercano, el Continente Europeo era mucho más difícil de alcanzar para una hija criolla de ambos padres venezolanos. Eso me llevó a reflexionar en cómo el color del pasaporte puede convertirse en una forma cínica de aislarnos. Al azar elegí esa nueva tierra, la cual no había pisado nunca, creyendo que si tan sólo me separaban 952 kilómetros de casa, podría volver en cualquier momento, pero lamentablemente las distancias no miden lo mismo para aquellos que fueron obligados a recorrerlas.

Mi ciudad habitual pasó de ser la más peligrosa del sur, a ser la más húmeda dentro de una isla donde todo iba bastante lento. A mansalva siento haber recibido esa melancolía con la que empecé el día cero. Me sentía irremisiblemente una huérfana de patria, como si recitar durante décadas las notas que componen un himno nacional no significara nada. 

Jamás olvidaré la primera noche fuera del país en donde transcurrieron mis primeros veinte años. Dentro de aquel cuarto caluroso con vaho insoportable a basura y humedad, con el techo lleno de moho verde a punto de venirse abajo, evocando aquel olor tan peculiar de los dedos de mi mamá rozando mis mejillas. Echada sobre un colchón inflable de color azul, al que colocaba por debajo pliegos de cajas de cartón para que la fricción de mi cuerpo y el piso no pudieran romperle. Rodeada de la más solitaria y deprimente compañía, una maleta llena de cosas sin valor sentimental, afectivo o tierno, con los únicos 20 kilogramos que puede empacar un inmigrante: ropa y papeles que no aseguran una identidad. Esa noche lloraba anhelando una cama, un cuarto y un país que sí me pertenecían. Emociones lábiles, piel seca, lágrimas débiles y pensamientos depresivos me acompañaban. No albergaba ni siquiera ilusiones para mi futura existencia, me sentía en un orden inverso, sin lugar dentro de la historia.

Todo en aquel comienzo inducido llevaba un olor pesado, hasta mi primer trabajo vendiendo bombones en la calle, donde esperaba a que las luces del semáforo alumbraran en rojo, para ofrecer entre los autos chocolates casi derretidos por una temperatura extremadamente calurosa, a la que todos, menos yo, estaban acostumbrados. Con cada semáforo en verde, corría a resguardarme bajo cualquier sombra, evitando así, que los rayos del sol insolaran mi piel. Mi cuerpo emanaba un fuerte hedor a sudor y humo, apestaba, un país estaba muriendo dentro de mí. Lloraba sintiéndome en ruina durante los momentos en que algunos hombres bajaban el vidrio, solo con intenciones de decir perversas obscenidades. Con mucho sacrificio guardaba aquel catálogo de sueños, que, como inmigrante ilegal, no pude llevar a cabo durante mucho tiempo. 

Con ese afán genuino que traen los inicios, caminaba yo entre hombres y mujeres de pieles oscuras que me miraban de arriba abajo, señalando mi color de piel que no era precisamente un tono blanco, llamándome en forma satírica y burlesca, “rubia”, convirtiendo mi piel en un motivo más para sentirme fuera de lugar. Caminaba entre ellos cabizbaja, con la mirada recorriendo las hendiduras del suelo. Buscando su aprobación, y con la respiración de alguien que ha sido sacudido y despojado de todo lo que ama, me susurraba a mí misma que todo sería pasajero, para no perder el valor, supongo.

Durante el segundo y el tercer mes estuve en tres trabajos diferentes. En todos me pagaban por debajo del sueldo mínimo, entonces, cómo alguien que adrede endulza un postre de más, tomaba muchas horas extras para compensar, a veces, trabajaba hasta cuando se suponía que debía estar comiendo, aseando mi cuerpo o durmiendo. Mi nueva vida era sin querer desorganizada e inestable. Para cuando transcurrieron los primeros seis meses ya me había mudado unas ocho veces.  Al principio, vivía entre madrigueras de inmigrantes, unas peores que otras, como una forma de aligerar gastos. Llegué inclusive a convivir con once extraños dentro de paredes a las que nunca pude ver o sentir como una casa. 

Una noche, luego de terminar mi jornada laboral tormentosa llegué a la habitación donde dormía, para darme cuenta que alguien había violentado la puerta. Tengo un olor rancio, nauseabundo, asociado con ese momento en el que fui separada del activo más preciado que tenía, una laptop. No pude siquiera soñar con comprar una nueva hasta once meses después. Aquella noche maldije por primera vez a otro inmigrante. Afligida no entendía como su tristeza aireada nubló su pensamiento en mi contra.

Mi memoria olfativa no olvida aquel comienzo duro, íngrimo, de respiraciones tartamudas,  pordiosero sin amor, sin arte, sin amigos, sin lujos… sin abrazos. Comiendo lo barato, caminando largas distancias obligatorias en calles con nombres de mártires locales, cuya historia jamás vi en la escuela. No olvido las dificultades de comunicación propias de una recién llegada, ni los empujones con la vista, ni las calamidades que la gente hace cuando olvida que un inmigrante también es un humano de carne que padece. Desde ese primer día llevo una vida casi esquizofrénica, bailando y tambaleándome dentro de dos países a la vez. 

Sí algo aprendí del exilio es que nunca viene acompañado con fecha para caducar. Al contrario, se convierte en una cualidad más para definirnos, de la misma forma en la que sé es zurdo, flaco o distraído; sé es exiliado, queda uno intermitentemente dañado -desarraigado-, de vez en cuando lo acepta, y de vez en cuando lo aborrece.

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