Una estrecha y oscura escalera, buzones abiertos y oxidados; humedad por doquier y dos viejas bicis apoyadas sobre sacos de escombros. Y ese olor…

Si algún día soñó con atravesar las puertas del Paraíso nunca imaginó que pudieran parecerse a esto. Pero no se quejaba, ¡cómo iba a hacerlo! Él lo había conseguido. Estaba ahí, en su ansiado cielo, ¿cuántos otros habían quedado atrás? 

Además, hoy era el día. Subiría anhelante las cinco plantas sin ascensor, entraría en el desvencijado piso que compartía con otros once soñadores y la vería ahí, sobre el pequeño aparador de la entrada.

Cinco plantas de escalones altos y estrechos dan para echar un fugaz vistazo a los dos años de desventuras vividas desde que salió de aquella olvidada aldea del sur de Nigeria: los recelos iniciales de la familia, que se tornaron en entusiasmo cuando vieron que los Abioye recibían todos los meses 65 euros del hijo que había conseguido llegar a Europa un año antes; el duro camino hacia el norte, los traficantes de sueños, los muros, las persecuciones y los golpes; la pesadilla en el mar, el desembarco, la ocultación, el hambre…

Pero ahí estaba, desafiando el destino como argonauta de la esperanza, orgulloso y abatido a la vez. Porque después de un año en la tierra prometida seguía sobreviviendo apenas y sin poder enviar nada a la familia. Una familia que había puesto en sus manos todo lo que tenía, malvendiendo ganado y enseres en pos de ese sueño compartido del que ya disfrutaban los Abioye. No paraba de intentarlo, bien lo sabía Dios, pero ¡qué difícil es salir del agujero cuando se es un ilegal!

Al menos tenía un techo y una cama donde dormir. Había dado con un sitio donde no hacían preguntas y con un casero huraño pero discreto, un viejo alcohólico en fase casi terminal con fama de tacaño e irascible. Pero él no lo veía así. Le llamaba la atención que por el piso no transitaran nuevos inquilinos constantemente como solía ocurrir en ese tipo de alojamientos, donde el más mínimo retraso en el pago del alquiler significaba la pérdida inmediata del “hogar”. Y más de una vez, cuando lloraba de impotencia, sin mediar palabra le ponía una mano en el hombro y apretaba durante unos segundos. Sí, eso era lo que más le dolía, la impotencia y la vergüenza de no poder devolver a los suyos todo cuanto habían sacrificado por él.

Ya iba por la cuarta planta y volvió a pensar en ella. Desde hacía seis meses los días veinte de cada mes llegaba puntualmente una carta con matasellos de su país dirigida a su nombre ‒de donde él venía no había electricidad ni teléfonos móviles y solo podían escribirse, aunque él nunca lo hizo por lo avergonzado que se sentía‒. Eran cartas amables, sin reproches, cargadas de ánimo y esperanza; cartas donde los suyos le expresaban su confianza y le decían que no se preocupara, que todo iba a salir bien. Las leía una y otra vez y, en los momentos bajos, que eran demasiados, le subían el ánimo infaliblemente.

¿Cómo demonios habían averiguado dónde tenían que enviarlas?… Seguro que fue aquel policía amable, aquél que lo detuvo en una redada y luego lo dejó ir cuando arrancó a llorar, aunque no sin antes averiguar donde se alojaba y su lugar de procedencia ‒por entonces aún no había aprendido a mentir‒. Seguro que se había puesto en contacto con su familia y les dio su dirección. ¡Dios lo bendiga!

Ya estaba ante la puerta, dispuesto a abrir, pero ese día notó algo extraño. Se oía alboroto, puertas que se cerraban y pasos apresurados. Algo no iba bien. Y lo más alarmante llegó después de abrir: la carta no estaba allí. ¿Qué estaba sucediendo?

Amin se asomó desde la habitación más cercana y le dio la noticia: el viejo había muerto. Lo encontraron a media mañana tirado en su cama boca arriba junto a su botella habitual.

La noticia no era del todo inesperada. Lo que de verdad le sorprendió fue su reacción: sintió una punzada en el pecho y por un momento perdió la respiración. No podía entenderlo, se trataba solo del casero; y un contratiempo, sí; tendría que vivir en la calle unos días hasta encontrar algo, pero eso no era nuevo para él…

Las palabras de Amin le hicieron reaccionar:

‒¡Vamos!, todavía podemos pillar algo, los del fondo ya han empezado el saqueo, pero no pueden arramblar con todo; además, la policía se puede presentar en cualquier momento.

‒No quiero llevarme nada, ¿y dónde está mi carta?‒ fue su respuesta. Pero Amin había desaparecido por el pasillo y no dijo nada.

Se dejó caer en una banqueta que había junto al aparador de la entrada y, tras unos minutos de desconcierto, supo sin ningún género de dudas que ya nada sería igual. 

Después de veinte minutos de alboroto, idas y venidas, discusiones y peleas se quedó solo. Sus compañeros de piso habían conseguido ponerse de acuerdo y salieron todos, cada uno con sus cosas y una parte del botín.

Se levantó despacio y se dirigió a la habitación del casero. Sabía que a nadie podría interesarle lo que allí esperaba encontrar. Y allí estaba, sobre la pequeña mesa bajo la ventana que servía de escritorio y mesa de comedor: un sobre abierto, una hoja en blanco y un matasellos.

De forma mecánica, casi indiferente, como quien realiza una rutina largamente ensayada, se acercó a la mesa, tomó el matasellos y lo estampó en el papel. Apenas contenía tinta, pero se podía leer claramente: NIGERIA Post – AirMail. 

Las buenas personas no deberían morir solas‒ fue su último pensamiento antes de abandonar la casa.

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