Mirando por la diminuta ventana del avión, Elvira observa como las nubes van desapareciendo para dar paso a aquella tierra que sus padres tuvieron que labrar hace tantos años, y a aquel mar que le regaló una vida.
Elvira empieza a juguetear con sus dedos para distraer los nervios que se le están agarrando al estómago; se gira a su izquierda y su nieto le sonríe ilusionado. Cada vez que le mira ve en Héctor a aquel hombre que se despedía de ella desde el puerto, su padre, tan joven como él ahora.
Volver a donde una vez te tuviste que ir a la fuerza, a donde te echaron, a donde no se te quiso, implica siempre un miedo a que vuelvan al presente aquellos fantasmas; si además significa volver a donde te dejaron huérfana de padre, y de hogar, el ejercicio mental para hacer que el rencor no contamine aquel precioso paisaje gallego se torna laberíntico.
Al aterrizar la mano de su nieto le ayuda a bajar del avión, y Elvira de repente se ve en otro tiempo, en otro lugar muy cerca de allí, el mismo olor a mar, la misma Elvira y a la vez una muy distinta, les separan casi setenta años; a la Elvira de siete años la sostiene su madre en brazos con demasiada fuerza, mientras la figura de su padre cada vez va haciéndose más pequeña en el puerto. Aquel día los ojos de su madre no paraban de llover, supongo que hoy llora su vuelta detrás de alguna nube en el inmenso cielo gris de Galicia.
Unas horas después paseando por aquellas calles aferrada al brazo de su nieto, Elvira no reconoce nada, no es por falta de memoria, es el cambio abominable y feroz de unos tiempos a los que ella cree que ya no pertenece. Le va contando a Héctor como era todo antes de, como la casa en la que ella fue tan feliz con tan poco ahora es una tienda de ropa, el bar aquel al que su padre solía ir ahora es una agencia de viajes y así con todo.
Ya de vuelta en el hotel tras un día agotador se da cuenta de lo mucho que extraña a su Argentina querida, y que el viaje que tenía pendiente desde tantísimos años más que un viaje era una despedida. Le pide a su nieto que la acompañe al puerto, y allí de pie en el mismo sitio en el que estuvo él, por fin después de mucho tiempo está en paz, se vuelve a sentir como una niña de la mano de su padre, como si aquel día en vez de zarpar hubiesen vuelto a casa los tres juntos. Sin embargo, ahora se muere por volver a Buenos Aires.
Su nieto, acompañante leal todo este tiempo, tiene mil preguntas en sus ojos. Tras explicarse, Elvira le dice unas palabras que Héctor nunca podrá olvidar:
– Hijo, nuestras raíces están aquí para aferrarnos al mundo, pero nunca olvides que no somos el árbol inmóvil, somos el pájaro que descansa en sus ramas, nunca olvides que puedes volar.
***
Años después, en otro día gris, en otro puerto, en otro mar, Héctor se acuerda de su abuela, fallecida ya hace tantos años, se acuerda de ella y de aquellas palabras que siempre lleva de equipaje. Héctor emigrante por elección, por placer, por amor, viviendo en una ciudad nórdica con el mismo cielo gris que la de sus antepasados, pero sin ningún parecido con la capital federal que tanto añora; nunca tuvo tan claro como ahora eso que dicen de que la vida es una rueda en constante movimiento. Héctor no puede evitar sentirse egoísta y dudar de su decisión, piensa en su abuela en que ella no tuvo elección, en que a ella le tocó volar sin descanso casi toda su vida, y luego se da cuenta de que quizá Elvira quería decir que nuestras raíces son el mundo, y no sólo una mínima parte de él. Quizá me siento tan a gusto tan lejos de casa porque ya he pertenecido aquí antes -piensa-, si es que eso tiene sentido. Quizá todos los sitios son raíz y todos nosotros somos pájaros.
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