Horizontes lejanos: hacia la Nueva Tierra

Horizontes lejanos: hacia la Nueva Tierra

Mi padre me asegura que es una cuestión psicológica, pero yo estoy seguro de que tengo razón. El aire no huele igual en esta Nueva Tierra. El agua no sabe igual. La luz del Sol no calienta igual. Mi padre me asegura que este planeta es casi un hermano gemelo del nuestro, que fue escogido tras un exhaustivo proceso de análisis que duró más de cincuenta años y abarcó el estudio de cerca de veinte mil posibles destinos, pero todo eso no me importa. Yo sé que este planeta no es mi planeta, y con eso me basta.

Todavía recuerdo perfectamente, pese a los muchos años transcurridos, aquel último día en la Tierra. Vinieron a buscarnos a casa. Yo estaba mirando por la ventana cuando tres coches se detuvieron frente a la puerta. Nosotros los estábamos esperando, por supuesto, y teníamos el equipaje preparado. «Una maleta por persona», recuerdo que decía el folleto gubernamental. «Lleven solo lo imprescindible. Las expediciones anteriores ya están funcionando, y en la Nueva Tierra encontrarán cualquier cosa que necesiten. Empaquen solo unas pocas mudas de ropa, algunos productos básicos de higiene personal…».

Allí estábamos, mis padres, mi hermano y yo, cada uno con una maleta en la mano. Fue un trayecto largo, aunque a mí se me hizo cruelmente corto. Dos horas en coche hasta Madrid. Luego, una hora de vuelo hasta Berlín. Finalmente, en otro coche que vino a buscarnos al aeropuerto, otra hora por carretera hasta la pista de despegue. Cuatro horas en total, que para mí fueron como quince minutos. A las diez de la mañana estaba viendo a mi madre llorar mientras cerraba la puerta de casa, y a las dos del mediodía empezábamos a hacer cola frente a la Ícaro-12.

He dicho que recuerdo ese día como si fuera ayer, y es cierto, pero por encima de todo hay una imagen que no consigo olvidar. Yo creo que esta imagen marca el fin de mi infancia, el comienzo de mi vida adulta. Con la inocencia propia de los doce años pregunté al conductor que nos había llevado al aeropuerto de Madrid si él no venia con nosotros. Yo lo conocía. Solía llevar y traer a mi padre del trabajo. Yo sabía además que tenia una hija más o menos de mi edad y siempre era amable conmigo cuando me veía. Mi padre, sin embargo, se estaba despidiendo de él como si no lo fuera a ver nunca más, y efectivamente, es que no lo iba a ver nunca más.

– ¿Tú no vienes? – pregunté.

Esa cara. Esa tristeza infinita que cruzó su rostro, creo que me va a acompañar hasta el día en que me muera.

– No, pequeño, no puedo ir – contestó.

– ¿Por qué?

– Porque no me dejan.

Cuando en el año 2035 se descubrió que la Tierra se volvería inhabitable en unos sesenta años (ese punto se alcanza en el año 2098), la humanidad inició una carrera frenética para encontrar otro planeta que nos proporcionara lo mismo que el nuestro y cubriera las mismas necesidades, y también para encontrar la manera de llegar allí. Aún hoy, ingeniero aeroespacial, me sigo sorprendiendo de que la humanidad consiguiera sobrevivir. Eran tantas las cosas que podrían haber salido mal, tantas las piezas que tuvieron que encajar para que consiguiéramos llegar sanos y salvos a la Nueva Tierra, que me veo obligado a pensar que no solo la vida en un milagro, sino la supervivencia de la especia humana también.

Efectivamente, se encontró el planeta perfecto. YC-3122-05, bautizado como Nueva Tierra, es, a todos los efectos, una segunda Tierra. Tiene dos lunas en vez de una, y eso hace que las mareas sean un poco diferentes a las de la Tierra; es el cuarto planeta de su Sol, pero al ser un poco más grande que el que teníamos antes la temperatura es prácticamente idéntica; el planeta es un poco más grande que la Tierra; etc. En general, casi un calco. Me pregunto cuánto tiempo tardaremos en destruirlo.

Después se pudo resolver el segundo problema, aunque fue aún más difícil. ¿Cómo llegaríamos? La clave la descubrió un grupo de expertos europeos. Energía oscura. El Universo está lleno de energía oscura, que estaba ahí, esperando pacientemente a que los humanos descubriéramos cómo usarla.

Se construyeron doce gigantescos cohetes espaciales, la serie Ícaro, que con una diferencia de dos años entre uno y otro, fueron poco a poco abandonando el planeta hacia nuestro nuevo hogar. Todos perfectamente equipados. Cada uno de ellos portaba una enorme reserva de óvulos fecundados con el propósito de facilitar miles de nacimientos en el menor tiempo posible para así poder reconstruir la humanidad. Aparte, en cada cohete figuraban toda la historia y conocimientos de nuestra especie, y viajaban un total de cien mil personas, todas menores de cincuenta años, y todas escogidas en base a unos parámetros de necesidad y méritos. Mi padre es biólogo, y contribuyó a perfeccionar las cámaras de conservación de los óvulos. Por eso se le permitía viajar junto a su familia, algo que yo desconocía por aquel entonces.

Siempre se habla de los que nos hemos salvado, y de los miles de niños que ya han nacido en esta Nueva Tierra, pero nadie habla de los miles de millones que no pudieron salvarse. Creo que no es pena, sino vergüenza, lo que nos hace no hablar del tema.

Recuero que antes de subir al cohete miré todo cuanto me rodeaba, grabando el paisaje en mi alma. Creo que todos lo hicimos. Dentro, recuerdo una luz blanca. Una mujer nos condujo a nuestro receptáculo, una especie de sarcófago individual, donde nos sumirían en un profundo sueño del que solo despertaríamos al llegar a nuestro destino. Recuerdo que miré hacia la derecha, pero mi hermano ya estaba dormido.

Oscuridad. De ese largo sueño solo recuerdo una densa oscuridad, y finalmente, el despertar. ¡Qué triste!, cerrar los ojos en mi hogar, y abrirlos en este lugar lejano que no reconozco como mío.

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