Los últimos minutos antes de mi embarque me ponen más nervioso cada año. Tú sujetas tu taza de café con obstinación, como si fuese el tiempo que nos queda y el que vamos a vivir siendo solo una foto y una voz al otro lado del teléfono. El calor se escapa en volutas de humo que parecen querer burlarse de tu intento.
Mi café es un ojo negro que nos escruta desde la mesa. Está malísimo, pero no te lo digo. Es otro de los tantos secretos que te guardo. Nuestra vida separados está llena de aquello que acallamos como un simple gesto de amor. Intentamos proteger al otro, y en cambio nos alejamos aún más.
Continúa la ceremonia. Este café es importante. Mientras bebemos, sonreímos y nos hacemos promesas plagadas de miedo y de tristeza. Alargar las despedidas es un gesto inútil que en el mejor de los casos trae más dolor, y en el peor, decepción. Tengo ganas de irme, pero me quedo. Te sigo el juego. En el aire nuestras promesas parecen verdaderas. Yo digo que sí a todo y puedo apreciar el transcurso del tiempo en tu cara, en tus arrugas y en la fuerza con la que ahora me coges el brazo. Tus manos se me antojan un manojo de raíces buscando arraigarme.
Me encanta la cara sonriente con la que cada año, me enseñas el rompecabezas que has elegido para que lo construyamos. Conservas la misma pericia de siempre para poner las piezas. Raíces flexibles. Sin darnos cuenta, transformamos esta actividad en un ritual. Uno que se ha hecho indispensable en mis viajes aquí. Me gusta que lo salpiquemos con risas, música antigua, copas de vino y tazas de café. Hemos compartido muchas comidas en torno a un rompecabezas. Como si comer y contarnos anécdotas pasadas, de aquí y de allá, frente a algún brevaje pudiera hacer el hechizo y abriera la posibilidad a revivirlas juntos.
Me hace gracia que me preguntes, por norma al inicio del rompecabezas que es cuando estamos buscando los bordes, si tengo pensado hacer lo que llamamos “turismo nacional”. Parece que no has notado que hace varias visitas abandoné esa idea. El tiempo que paso aquí es demasiado escaso para desperdiciarlo viendo paisajes.
Tú pusiste la última pieza y sentí que el éxito del viaje, o hasta nuestra vida, pendía de terminar aquello que comenzó con mi llegada. ¡Y lo logramos! Sin embargo, ambos sabemos que nuestro rompecabezas no está completo. Están las piezas que tengo yo de mi vida por allá, las que tienes tú de tu vida aquí y también están los agujeros, esos que jugamos a rellenar con nuestra imaginación y con nuestro cariño. Esos agujeros son aterradores.
Sé que tú lo intentas y yo lo intento. Pertenecer a la vida del otro, estar presentes. En ocasiones ocurre y hasta lo logramos.
Hoy quisiera que subieras conmigo. Miro la hora y tengo el mismo reloj que la primera vez que nos despedimos así. Fue hace tantos años y estábamos tan llenos de esperanza. Al menos yo. Mi cerebro es caprichoso, se le ocurren ideas ingenuas.
Llaman a embarcar. Tus ojos se llenan de agua y yo apuro el abrazo. Cada año es más difícil cruzar ese puente de vuelta.
Cuando volteo ya no estás y en mis manos descansa un sobre. Me pusiste «para abrir en el avión», pero no quiero abrirlo, temo que estés pensando lo mismo que yo. Las palabras escapan y suenan como una plegaria: ojalá que ésta no sea la última vez.
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