Todo cambió.
Las señales estuvieron ahí siempre, pero el modo automático en el que suelo llevar mi mente a menudo, decidió ignorarlas. Tenía que haberme dado cuenta en el preciso momento en que, por primera vez en mi vida, tuve que recoger todo lo que una vez tuve y conformarme al hecho de que en un buen tiempo no volvería a tener algún tipo de estabilidad.
Tuve suerte entonces. A esa edad tan corta pocas personas tienen la fortuna de ser arrancadas de su estado de tranquilidad y zona de confort adquiridas mientras se va creciendo y con los años crea la ilusión de tener el futuro asegurado. En ese gran cambio en mi vida se liberó todo mi ser, y al irme de casa tuve la inexplicable certeza de que me estaba convirtiendo en nómada.
En el primer instante en que me subí por primera vez a un avión, mi alma me pedía a gritos una explicación. Cuándo volvería, esa era la pregunta que más daba vueltas en mi cabeza, y de la que menos segura estaba. No dejaba de sentir que se me estaba abriendo aún más en el pecho una herida que llevaba abierta desde que lentamente, de la noche a la mañana me di cuenta de que mi propio país me estaba expulsando de él.
Yo no quería irme, no quería dejar lejos todo lo que conocía y amaba, me aterraba la idea de lo que albergaría el otro lado del mundo, pero entonces no tenía ninguna otra opción y me negué rotundamente a dejar a mi madre sin sustento. Prefería enfrentarme a las tinieblas de lo desconocido, las colinas de lo inexplorado y la sombra del fracaso antes que verla desgastando su vida cada día más por un sueldo que no le alcanzaba para vivir de manera digna, eso sin contar que el concepto de vida decente y normal ya no existe para ninguna persona en Venezuela, por muchos factores en los que se me iría demasiado tiempo en contar.
Esa historia triste no la escribiré yo.
Así que en ese primer vuelo me despedí de la tierra que me vio nacer, (no sin antes prometer llevarla en mi corazón y darla a conocer a todo aquel que quisiera saber de ella), de la majestuosa silueta de mi amado Ávila y sobretodo, de la persona que había sido hasta ese momento, porque tuve la certidumbre de que al irme de allí no volvería a ser la misma jamás. Y fue en esa despedida azorada que me guardé mis lágrimas para otro día, para llorarlas frente a otros mares y para dejar que me invadiera la aventura que estaba viviendo entonces.
Qué sorpresa me llevé llegando a Madrid al descubrir en ella una ciudad llena de vida y movimiento en cada esquina, deleitando mis ojos con todo lo nuevo que veían y llevando por doquier a mis ansiosos pies, acelerados, queriendo conocer más y más. Aunque estuve muy poco tiempo, me sentí aliviada al saber que podía volver a ser feliz sin necesitar mucho más que el equipaje. Se estaba gestando mi espíritu aventurero y la idea de cambiar de hogar a menudo no se me antojó tan terrible.
Al final me establecí en Barcelona (ahora divisaba al Tibidabo desde mi ventana), y aunque estaba agradecida por la bienvenida que me dio el comienzo del otoño, intentaba pasar desapercibida, me sentía como una hormiga intrusa en una nueva colonia. Contemplaba tanta belleza, me preguntaba cómo podía haber pasado tanto tiempo ensimismada en mi antigua habitación y perderme el resto del mundo, lamentaba todos esos instantes de voluntario confinamiento que nunca recuperaría. Ahora miraba por doquier y no deseaba nada más que encontrar un lugar para mí.
Ese sentimiento lo conocía de sobra, ya que tampoco en Caracas sentía que me hallaba ni conocía a ciencia cierta mi identidad. Pero fue en esos momentos de ir dando tumbos por la inmensa ciudad que tenía ante mí y siempre soné conocer, cuando comencé a dejarme llevar por la marea, desechando todos mis convencionalismos y dando un giro de 360° a mis pensamientos, ya que si no lo hacía acabaría siéndole fiel al fantasma de la persona que ya no era, y fue cuando emprendí la búsqueda definitiva de quién iba a ser.
Trabajé duro para revocar la fama que mi gentilicio arrastra consigo por dondequiera que pasa, derrumbé el mito con todas las personas que conocí y les enseñe quién era yo, me negué a ser juzgada por algo más que no fueran mis acciones y renegué de cualquier prejuicio que tuvieran contra mí, del mismo modo que tuve que suprimir las propias ideas anticipadas y erróneas que tenía y le di paso a la frase “nunca juzgues a un libro por su portada”.
Qué gran enseñanza tuve entonces, me tendieron la mano personas que jamas imaginé posible conocer y las que menos esperé que fueran tan humanas y hospitalarias. Pensé en ese entonces y sigo pensando ahora, que emigrar es algo que todas las personas deberían tener la oportunidad de hacer en algún momento de su vida, porque qué maravillas y decepciones podrían encontrar en su camino, qué manera de aprender lecciones y vivir experiencias más increíbles se obtienen al dejar lo seguro y atreverse al riesgo.
Ahora dando un vistazo atrás, me voy dando cuenta de que nunca dejaré de ser nómada, y aunque eso signifique vivir con permanentes despedidas a mi al rededor, es lo que le impide el paso a la costumbre, que suele ser el peor enemigo de muchísimos sueños y proezas.
Lo curioso es, que aunque vivo muchos constantes cambios de todo tipo, nunca llego a desprenderme de ese sentimiento de nostalgia que me da cuando tengo que dejar atrás mi rutina y comenzar de cero una nueva. Pero es el precio que asumí a cambio de tantas cosas buenas que llegan cuando decides ser un viajero de por vida.
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