Ari solo tenia 8 años cuando armó el rompecabezas de 2000 piezas. Eso fue antes de que aparecieran los cadáveres humanos suspendidos en el aire. Sin duda, había algo especial en ella, una predestinacion, un enigma superior y concluyente que algún día se revelaría ante nosotros, para salvarnos o salvarse ella.

Habíamos salido huyendo de la miseria, en un país regido por infames. Vendimos lo que teníamos y tomamos el autobús al sur. Paramos en Peru, cuando ya la gravidez de Leonor, mi mujer, nos avisara que estaba en los dias, modificando nuestras cuentas. Uno cuando huye, se somete a la incertidumbre del porvenir y por tanto, a la piedad del tiempo y a la voluntad del espacio.

En el refugio nos trataron bien. La caridad y los ahorros ayudaron a superar la prueba. Aunque pienso que debí venirme sólo y no exponer a mi familia a semejante odisea.

Eso meditaba, sentado y mirando al vacío. Cuando Ari, dejó de contemplar la imágen del rompecabezas armado y se acercó para invitarme a verlo.

– No temas papá – Me dijo compasiva – mira que no fue difícil armar el rompecabezas.

– Que bien hija, así lo colgamos en la pared, para adornar esto.

– No -agregó tajante – dejaría de cumplir su función- Dicho esto, lo desarmó, lo metió en su caja y se marchó.

Me quedé allí sentado, cavilando entre mis preocupaciones, olvidando mi conversacion con Ari, para someterme a la voz interior que me hablaba de la incertidumbre del destino, de las ausencias y del novel sentimiento del desarraigo. Mi mujer que había estado escuchando se acercó y poniéndome el vientre hinchado frente a la cara, me acarició el cabello.

– Que extraña es. Anda a ver adónde fue.

Me levanté de inmediato, ya sabía dónde encontrarla.

Me llegué hasta el ventanal donde Ari contemplaba el exterior cada tarde, seria y en silencio, ajena a los otros niños del refugio. Al sentirme sonrió, ya no tenía la caja del rompecabezas.

– Se lo llevaron –

– ¿Quienes?

– Los mismos que pusieron allí a los muertos – agregó señalando el sitio.

Sin ver nada, un escalofrío recorrió mi columna. Contrastando con su serenidad

-¿Cuáles muertos?- pregunté intrigado.

– Esos abuelos que están suspendidos en el aire – señaló Me encogi de hombros, incrédulo.

– Tú nunca escuchas lo que quiero decirte.- sentenció molesta.

– ¿Cómo sabes que están muertos? – le seguí la corriente apenado.

– Porque están acostados y escucho gente llorándolos –

Calló. Dejé de mirarla para fijarme en la panorámica, que atraía a mi niña. Busqué un indicio en el paisaje que me diera pruebas de las visiones. Tal vez un espejismo que sólo sus ojos eran capaces de ver. Volteó y se colgó de mi cuello.

– Cargame- dijo retomando su niñez.

Después de aquél episodio no volvimos a escucharle sus excentricidades en un tiempo.

Mi segundo hijo nació extranjero, ayudado por una humanidad compasiva, tan desvirtuada en estos tiempos. Eso vigorizó la fe dormida y de esa forma asimilamos la vida nueva.

Ya transitado, atenuamos los malos recuerdos del camino recorrido. El sacrificio lo solemos reducir a un logro que consume el tiempo, cuando llegan otros más intensos a poblar el momento. Sin embargo entre nosotros estaba Ari, como una memoria viva, que nos advertía la existencia de un origen y una senda

Tenerla a ella es como tener a los espíritus familiares que moran en los recuerdos, con su ternura y desprendimiento de todo orgullo, ofreciéndonos su lección vital.
Pasado el invierno fuimos a la Argentina, el aire europeo de la capital sureña beneficiaría la abrumadora imaginación de Ari. Fuimos absorbidos por la cotidianidad. En la Iglesia de los refugiados me encontraron un empleo en el servicio de gas doméstico. Mi mujer hacia tortas y Ari tomaba clases de danza mientras esperaba la escuela de marzo.
Fue el día de Nochebuena cuando Ari retomó sus abstracciones de ventana. Después de colocar la imagen del niño Dios sobre nuestro pesebre, nos asomamos al balcón a disfrutar los fuegos artificiales. Leonor me advirtió que volteara a verla. El rostro de la niña permanecía sereno, matizado por el resplandor intermitente de las luces de colores, sin rastro de emoción alguno, como en los tiempos de Quito.
Antes de culminar la descarga luminosa en el cielo de Buenos Aires, me miró, volteó y se salió temblando.
Fui tras ella. Se había recostado en un rincón.
-Papa Noel no vendrá más. Se lo llevará la muerte invisible- afirmó sollozando.
-Ari, no hay tal cosa- intenté calmarla- ven que estamos en Navidad.
– Pero tiene más de setenta años y viaja por todo el mundo, se va ha contagiar-
-Ven, vamos a cenar.
Ella asintió tras un mueca. Secó sus lágrimas y me siguió a la mesa.

Pasaron 10 años. La muerte invisible llegó a cargarse con su halo terrible a muchos papá Noel del mundo que no verían la siguiente navidad, cumpliendo el presagio de Ari. Todo cambió. Los sensibles encontraron el buen camino, arrastrando a los estúpidos que intentan dominarnos a una contriccion forzada. Nadie quedó al margen y mi familia prosperó en un país ajeno que supo adoptarnos.

Ari acaba de actuar en el teatro Colón con la compañía de ballet.
Se recuesta en el asiento contiguo del auto, mirando al frente. Con esa mirada sin emoción a la que tanto temo. Intento sacarla de ese trance, que me traen con horror los recuerdos del año de la huida y la pandemia. Pero esta vez voltea y sonríe, y su risa me hace felíz. Me toma de la mano y recuesta su cabeza a mi hombro. Su voz delicada pronuncia una sentencia.
-Es hora de regresar.

FOTOGRAFIA. 

BAILARINA#1. 

Óleo sobre tela.

Medidas 60×50

Autor: JCDIAZMENDEZ 

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