El sonido de los pies corriendo sobre las piedras mojadas, la respiración de la gente agitada y los lejanos gritos de dolor de aquellas pobres almas a las que dejó morir mientras corría era todo lo que recordaba Juan cuando miraba a su familia. Sabía que no le quedaba mucho tiempo en este mundo pero debía aprovechar y contar la verdad antes de morir y que sus remordimientos se esfumaran junto a su frágil cuerpo. Debido a su avanzada edad, últimamente le acompañaban a la cama y le arropaban como un niño pequeño. Sin embargo, esa noche decidió acostarse solo. Sus hijos le rebatieron, pero después de una incesante insistencia, se fijaron de su palabra. creyeron que todo estaba bien.
Fue al baño. Se lavó la cara como pudo, pues sus manos temblorosas denotaban aquella enfermedad crónica que le había incapacitado y le había vuelto un niño pequeño a ojos de los demás. Mientras se secaba la cara, se miraba a si mismo y reía. ¿Quién le iba a decir a él, que había cruzado un país entero sin apenas comida que no sería capaz de lavarse la cara solo? Se sentó en el borde de la cama. Suspiró hondo y miró la foto de una mujer insertada en un viejo pero cuidado marco. Se preguntaba si haberlo dejado todo para tener una vida mejor había sido demasiado egoísta. Sabía que le había roto el corazón a su madre, no solo por haberse ido de casa en busca de una vida mejor en otro país, si no porque le había ocultado la verdad a su familia durante años. Juan jamás le dijo a su familia lo que pasó para llegar a lo que ahora es su hogar ni sus dificultades para sobrevivir.
Así que intuyendo que su vida llegaba al final y pese al temblor de sus delicadas manos, comenzó a escribir su última carta:
«Queridos hijos:
Soy consciente de que sabéis nuestro lugar de procedencia, pero nunca os he contado toda la verdad. No espero vuestro perdón, pues sé que no lo merezco. Con esta carta tan solo busco cesar el daño que os hago al no contaros lo que verdaderamente ocurrió. Yo me casé con vuestra madre, no porque la amase, si no por los papeles que podía proporcionarme. Era lo que consideráis un inmigrante ilegal. Venía de un pueblo con pobreza, muerte y miedo, si bien es verdad que mi familia hacía todo lo que podía para sacarnos adelante, para mi nunca fue suficiente.
Un día hablando con unos compañeros cuando solo tenía dieciocho años, decidimos que no aguantábamos más en esa situación.Cada día moría un amigo mio y yo tenía miedo, no les ayudé. En ese momento solo pensé en mí. Deje atrás no solo una vida de pobreza, muerte y miedo, sino una familia dispuesta a darme amor y todo lo que poseían. Cuando emprendí el viaje lo subestime durante todo el camino. Las primeras noches fueron durmiendo al aire libre, sin techo ni mantas y pasando hambre, pero eran soportables, sin embargo, las siguientes noches fueron peores, vi como mis amigos morían de cansancio, no les ayudé. Pasábamos días sin dormir, por miedo, aunque lo peor fue cuando tuvimos que cruzar la frontera. Ahí vi de todo; niños, bebes con sus madres, embarazadas, personas de avanzada edad…, personas que no estaban preparadas para aguantar un viaje así. Cuando cayó la noche todos corrimos hacía la misma dirección. Los guardias nos vieron y comenzaron a disparar, fueron cayendo uno a uno, en ese momento fui realmente egoísta, pues no eché la vista hacía atrás para ver si alguien necesitaba mi ayuda. En el momento que pisé la frontera, me relaje y volví la vista, vi gente desangrándose, mujeres con un agujero en mitad de la cabeza, bebes llorando… todo porque huían de condiciones mucho más deplorables que las mías y no les ayude. Cuando llegué me tuve que buscar la vida, no fue fácil, nadie me contrataba por se ilegal,pasaba hambre, frío y miedo aunque mucha gente me ayudó yo me olvidé de ellos fácilmente.
Finalmente encontré un trabajo, mal pagado pero un trabajo. Era jardinero de vuestra madre, allí ella se encaprichó de mí y yo vi la oportunidad de conseguir ser legal. Cuando nos casamos, traje a mi madre aquí, pero vuestra madre solo me quería a mi, volví a ser egoísta y fríamente hice que deportaran a mi madre. Antes de marcharse me dijo «que no se te olvide de donde vienes», pero no la hice caso.
Nunca os he contado mi historia, pues me avergüenza mi pasado. Solo he pensado en mí, siempre lo he hecho y ahora que me he dado cuenta, no aguanto esta culpa, por no ayudar a los que me apoyaron en el viaje, en la calle, a mis padres, a mis amigos, y en muchas ocasiones, ni a mi.
En el ocaso de mi vida, es cuando estoy preparado para no ser egoísta. El único acto de bondad que he realizado en el tiempo que me ha sido dado. Lo único que he hecho bien en esta vida es saber que vosotros no cometeréis mis errores.
Con la esperanzas de volver a veros, Papá.»
A la mañana siguiente los hijos de Juan lo encontraron muerto en su cama, abrazando la foto de su madre. Junto a él, la carta yacía en sus manos las cuales, por primera vez en mucho tiempo, dejaron de temblar. Pese a haber muerto, encontraron a su padre en paz.
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