El abuelo permanece quieto, tranquilo y ajeno, en un instante en el que la vida se desparrama entre sus manos con un garbillo de nietos, sabedor de la importancia de quien tiene hijas en un pueblo para que te cuiden a la vejez.
Porque vivimos tiempos en los que Dios ha dejado de cubrir las llagas de Job y lo delega en los asilos de urgencia, en los olores de la vejez y de la enfermedad, y en el egoísmo de quienes los asisten, las astucias y la gran extrañeza de quien sufre y muere. Hoy expira el otoño con su funeral de hojas caídas y resulta conmovedor ver las manos del anciano, que tiempo atrás habrían ayudado a descender las cuerdas del féretro de su mujer, sujetando en este tiempo cercano a sus nietos.
Al abuelo Leovi nunca le vi sonreír, sólo ajustar el gesto al resultado del fruto de la vid, cavilando de un lado a otro ,en vela frente a extraños en el limite de las lindes, y sabiendo que el grosor del hambre se cubre con la paciencia y la determinación del que da vueltas y vueltas al candado del arca.
– Este año vienen fríos los vientos del Portezuelo
Esta afirmación ,de algún modo, agitó el látigo que había de empujar a una de sus hijas a tomar una decisión, de forma que el viejo perderá la batalla frente a un invierno que llega y que no es capaz de librar.
– En Madrid, en la casa de Villaverde, pasarás un invierno más caliente que aquí.
Hoy los nietos han llegado con una puntualidad despiadada para retratar en la despedida al abuelo que mira al fondo, ignorando la cámara del fotógrafo, con una melancolía que parece no afligir al anciano, sabiendo que después de la reunión de sus cuñadas y su hija, el gallo le negó tres veces.
Llega un día en que adviertes que sólo las cosas conservadas por escrito tienen la posibilidad de ser reales. Todo lo que no está escrito desaparece. Quedan las palabras en la tinta de la usura del cuaderno particional, la libreta de Banesto, que junto al hatillo de ropa limpia y las zapatillas de estar por casa le permitirán mudar el nido, con su otra hija, adaptarse al ciclo implacable del invierno que siempre llega y dejar hueco para el baile de las cuñadas de Cenicienta.
Pero en la infancia los cuentos se transforman en aquellos finales que, como en otros días también de invierno, y con el abuelo ausente, nos contaron. El niño, que ha parado su mirada en la esquina de la foto, viene hacia nosotros y le dice:
– ¡Abuelito, que orejas mas grandes tienes¡
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