Equilibrar la balanza

Equilibrar la balanza

Malu Munguia

21/04/2020

El tiempo ha cambiado. Ahora llueve todos los días, algo que en Madrid no es común; al menos no lo ha sido en los tres años que he vivido aquí. Hay vegetación donde nunca la hubo, como en las banquetas. Me recuerda a mi México, en donde todo florece. En donde las lluvias te sorprenden en medio de un día soleado: de pronto te encuentras en medio de una ducha colectiva, en donde todos corren a resguardarse y los valientes enfrentan la tempestad con periódicos como escudo.

Que distinto pinta todo hoy, cuatro meses y quince días después de las doce campanadas del año nuevo. Los deseos en las uvas eran ambiciosos: un trabajo que me llenara de ilusión, una vida más estable, un hijo. Al día de hoy lo único que pienso es que por más planes que hagas, nada está en tus manos.

Fue un Diciembre accidentado. Luis Javier, mi confidente y mejor amigo de toda la vida, murió en sólo cuatro días después de ser rescatado del mar tras perder una pierna buceando. Fue un mensaje a deshoras que me llevó a cambiar mi vuelo programado y volver a mi tierra antes de tiempo. Es ese vuelo al que todos tememos: las doce horas de duelo sólo en una cabina de avión con la mente en blanco y el estómago cerrado.

Mi mundo cambió por completo y la visión que tenía sobre la vida se vió transformada: no quería pasar un minuto más desperdiciando mis días. Viviría cada segundo al máximo por el. Me propuse cumplir mis sueños: fotografiar, actuar, cantar, vivir.

Los días pasan entre café y cigarros mientras escucho las mil llamadas que hace Juan. la razón de que haya elegido mudarme de país. Mi familia está del otro lado del mundo, mis sueños están en el último renglón de peticiones de Dios – si es que lee las peticiones de alguien últimamente – y afuera llueve y llueve anormalmente.

¿Qué fue de mi? Solía ser lista. Muy lista. Tenía siempre la respuesta antes de la pregunta. Era la más espabilada, con un sentido del humor que sorprendía; leía todo y me callaba nada. Mis aspiraciones eran tan altas que nunca tuve miedo de dar saltos al vacío. Y aquí estoy a mis casi treinta y tres años, siendo la responsable de llamar y esperar al fontanero, de decidir que se cocina y de lavar el fregadero para que todo se vea impecable, porque al final del día, ese es mi trabajo. Como lo llamaban el los años cincuenta, soy “mano de obra no remunerada”. Si, pasé de ser gerente, ejecutiva, consultora de comunicación de las grandes ligas, experta en crisis, reina de la industria farmacéutica, para usar todo eso en la farmacia pidiendo antigripales y pomadas para golpes. ¿Es mi vida lo que creí? No, jamás.

De niña nunca jugué con muñecas – sólo les cortaba el pelo y lo teñía con plumones – jugar a tener una casa me aburría. Mi juego favorito era ser maestra, secretaria, tener una “computadora”, un bolso y las llaves de mi casa – mi habitación. Era química, dentista, guionista y directora. Nunca hacía comida; pintaba en las paredes. ¿Por qué entonces no tengo un espacio para expresar todo lo que hay en mí?

Está saliendo tímidamente el sol, y en la radio suena Chopin, otra de mis pasiones. He llegado a pensar que mi papá estaría decepcionado de mi. Él educó a una mujer para vivir en un mundo de hombres; trabajadora, con un gesto duro y un carácter de miedo. Tantas lecciones no se pueden poner en práctica con platos y ollas. Pero, ¿en dónde está mi lugar? He buscado trabajo en todos los sectores de este país, y todo lo que ven es una extranjera con acento de fuera – que no va a cambiar, porque esa soy yo – y ni siquiera soy su último recurso.

Mi familia fue fundada en las bases de la migración. Mis abuelos fueron los primeros valientes que dejaron todo lo que conocían detrás para vivir. Sobrevivir. Durante la guerra civil libanesa no había más opciones. Mi abuela llegó joven al puerto de Veracruz, México; con cinco años y sin estudios. Para mi abuelo, mi Yiddo, fue diferente. Sus padres emigraron antes para asegurar una vida en el nuevo mundo y él se quedó con su hermana mayor en nuestro pueblo, Beit-Mellait. Le obligaron a ir a México con 21 años, dejando atrás su vida entera, sólo para encontrarse con dos hermanos menores y posteriormente, la noticia de que su hermana mayor, su adoración, había sido asesinada en su propia casa durante la guerra.

Llevo en la sangre la distancia. Llevo en mi cuello la medalla del inmigrante, que mi Yiddo llevó con él toda su vida. Soy Mexicana, pero mis raíces y costumbres vienen de más lejos y ahora mismo, vivo en la España que está sufriendo y cambiando, la que necesita de los migrantes para vivir del campo, para los supermercados, para las fruterías. No sé si un día nos verán como algo más que aquellos trabajadores que hacen las tareas que nadie quiere hacer. En testimonios me baso: Jackie, manicurista publicista, obligada a cambiar de giro por ser Colombiana; Maribel, vendedora mercadóloga, Chilena. Yo, comunicadora ama de casa, por ser Mexicana. ¿Quién diría que en un mundo globalizado interconectado post moderno, el acento y los orígenes aún serían causal de discriminación?

Un migrante no sólo deja atrás su país, su cultura y a su gente, un migrante parte su corazón en dos y vive en dos lugares simultáneamente, intentando balancear el amor que tiene por su patria y su residencia.

Tu puntuación:

URL de esta publicación:

OPINIONES Y COMENTARIOS